Название | A los 35 y no me encuentro |
---|---|
Автор произведения | Vanesa Vázquez Carballo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418230363 |
Sin decir una sola palabra, Teresa entró en la agencia y me dejó patidifusa con Ros a mi lado. ¡Vieja desagradecida! Ros soltó una carcajada y lanzándole una mirada asesina le dije:
—No sé qué le ves de gracioso, Ros. He estado toda la mañana con esos puñeteros balances para que no me dé ni las gracias.
—Relájate, preciosa y toma: —Sacó de la bolsa que llevaba colgada del brazo una fiambrera de comida del restaurante—: esto es muy bueno para el cabreo.
Mirándolo, la cogí y le sonreí. Aunque a veces me sacaba de quicio, en el fondo se preocupaba por mí y eso era algo que valoraba mucho.
—Gracias. —Las tripas volvieron a rugirme.
—Lo suponía, así que te he guardado un poco.
—Oye, ¿sabes algo sobre los cosméticos nuevos? —Destapé la tapadera para poder oler un poco.
—Algo he escuchado, pero según Teresa van a reventar el mercado. Son unas cremas reafirmantes y cierran los poros, aptas para todas las pieles.
—Tengo que probarlas: desde que trabajo aquí he envejecido cinco años.
—Tonterías, estás perfecta —guiñó un ojo.
—Bueno, me voy a casa a comer. Gracias, te lo compensaré. —Levanté la fiambrera.
—De nada, preciosa.
Nada más dar un par de pasos sonó el dichoso móvil. ¿Qué pasaba que no me dejaban irme a casa?
—¿Sí?
—¿Sigues en la agencia? —Era Josef, cosa muy rara en él cuando nunca me llamaba en horario laboral. Me puse en alerta de inmediato.
—Acabo de salir, ¿ocurre algo?
—Tengo un pequeño problema. —«¡Ay, Dios!».
—¿Con el banco?
—No, se trata del coche.
—Sí, me dijiste que se había estropeado el motor…
—Me acaban de llamar del taller para decirme que el coche ya está arreglado. ¿Podrías ir por mí?
—¿Yo? Sabes perfectamente que…
—Solo tienes que pagar la factura y recogerlo. Cogeré un taxi para volver.
—De verdad, que yo no…
—Por favor, cielo. Tengo demasiado trabajo.
—Está bien, pero si me pasa algo con el coche será culpa tuya.
—El taller se llama Esquivel y el dueño, Matías. —«¡No puede ser!»—. Te quiero, cielo. Adiós.
Josef colgó, pero yo seguía con el móvil en la oreja, paralizada. ¡Cómo era que podía tener tan mala suerte desde que me levantaba hasta que acostaba! Aunque no tenía pinta de que todavía iba a dormir. «Tampoco es para tanto, Sofía», me dije a mí misma: pagaría, saldría lo más rápidamente posible de allí y olvidaría ese día de mierda.
Una hora después me paré frente al taller con los pies clavados en la acera sin querer avanzar: «¡Ya has llegado hasta aquí, no te vas a echar para atrás ahora!». Las palmas de las manos me sudaban y estaba nerviosa solo con saber que lo iba a volver a ver después de semanas. Me obligué a andar hacia adelante y abrir la puerta; entré y comprobé que el taller era bastante grande y con todo tipo de herramientas, pero hacía un calor sofocante. Me adentré un poco más y me topé con un coche con el capó levantado; acercándome más para verlo de cerca me encontré con unas piernas que sobresalían debajo del vehículo: llevaba un mono azul, así que supuse que sería el mecánico.
—Perdone, vengo a recoger un Citroen negro.
Salió un cuerpo del coche y no sabía cómo, pero se me dispararon aún más los nervios. Era Matías y me miraba entre sorprendido y divertido.
—Sofía. —Se limpió las manos—. ¿Te puedo seguir tuteando?
Intenté ignorarle y concentrarme en el coche: «¡Acaba con esto, Sofía!».
—Tengo un poco de prisa, si es tan amable.
Tenía algo que me atraía sin control: no sabía si era su sonrisa, sus ojos, su increíble cuerpo o por el simple juego que se traía conmigo. Sin poder evitarlo, le di un repaso y ese mono azul, el mismo de la primera vez, solo lo hacía más atractivo de lo que ya era; el muy capullo se dio cuenta y no quitaba esa sonrisa de la cara. Desvié la mirada hacia otro lado para no volver a verlo.
—El Citroen de su marido, ¿verdad? —Se quitó los guantes dejándolos en el techo del coche. Me dejó sorprendida que supiese que Josef era mi marido.
—Sí. No podía venir, así que me encargó recogerlo.
Pasó por detrás de mí y sabía que me había hecho un repaso igual que yo a él. Lo miré de reojo y vi cómo colocaba varias herramientas en su lugar para, a continuación, coger una botella de agua y bebérsela. Ese hombre era demasiado para mí y no conforme con eso se empezó a quitar la parte superior del mono, dejándose solo una camiseta blanca de tirantes que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel y que hacía que se le marcasen los abdominales.
—El coche está por aquí. —Le seguí sin dejar de mirarle el trasero: el mono le hacía un culo tremendo. Se paró y me miró—. Aquí lo tienes.
—Muy bien, ¿cuánto es? —«Sal de aquí, Sofía».
—¿A qué viene tanta prisa, Sofía? —Arqueó una ceja divertido.
—Mi tiempo es oro.
—Por la hora que es, —Se había rascado la barba de dos días y miraba su reloj de pulsera—, no creo que estés en horario de trabajo.
—Te equivocas, chico listo. —Dándose la vuelta, cogió las llaves del Citroen de un llavero colgado de la pared y me las ofreció—. Gracias.
Al cogerlas, volvimos a rozarnos los dedos provocando ese maldito hormigueo cada vez que me tocaba; quería apartar la mano de su contacto, pero la verdad era que no lo deseaba: me sentía bien con su cercanía. Su mano agarró la mía con más firmeza frotándola con el pulgar: era tan grande que cubría por completo la mía y, a pesar de ser mecánico, las tenía muy bien cuidadas. Absorta en su mirada azulada, recorrió mi brazo hasta que la posó sobre mi cara. Algo me decía que esto no estaba bien, pero mi cuerpo quería sentirlo y mi cerebro ya no pensaba si era correcto o no; ya no había nada de diversión en su mirada solo ternura y deseo. Sin esperármelo, se inclinó hacia delante ladeando la cabeza para así encajar sus labios con los míos. Su aliento mentolado mezclado con su fragancia natural me embriagaba hasta límites insospechados y por un segundo me había quedado quieta para recibir un beso, pero saltó una alarma en mi cabeza: «Vas a cometer un grave error». Me zafé de su mano retrocediendo tres pasos y lo miré, sorprendida de que me hubiese dejado llevar por un segundo y enfadada por mi torpeza. Cerró los ojos decepcionado y soltó el aire con brusquedad, pero al abrirlos volvió a mirarme con su típica diversión de siempre. ¿Qué significaba lo que acababa de suceder? ¿Estaba probándome? El juego estaba yendo demasiado lejos. Apreté las llaves con fuerza a consecuencia de la enorme rabia que sentí en ese momento: hubiera cogido lo primero de la mesa y se lo hubiera estampado en la cabeza por creído.
—¿Cuánto es? —le volví a preguntar con brusquedad. Matías me miraba perplejo, como si me hubieran salido dos cabezas.
—¿Estás enfadada?
—¿Debería estarlo? Dímelo tú. —«¿A qué juegas ahora? ¡Me has intentado besar, por el amor de Dios!», quise decir.
—Oye, debería estarlo yo por haberte apartado.
—¡¿Cómo?! —Aquello sobrepasaba mi límite—. No iba a dejarme besar y menos por ti.
—¿Qué