Название | A los 35 y no me encuentro |
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Автор произведения | Vanesa Vázquez Carballo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418230363 |
—Ya estoy en casa, cielo.
Al escuchar la voz de mi marido, di un respingo y guardándome la tarjeta en el bolsillo del albornoz salí a recibirlo.
—Hola, ¿qué tal el día? —Le planté un ligero beso en los labios.
—Menudo día. —Se desplomó en el sofá y se aflojó la corbata con fuerza.
—Pues el mío no ha sido mejor que digamos. —Josef no me contestó, cuando no es habitual en él: siempre me preguntaba por mi trabajo al llegar o si la bruja de mi jefa había hecho algunas de las suyas; pero esa vez lo noté algo distante—. ¿Josef?
—¿Decías?
—Nada. ¿Preparo la cena? —Asintió con la cabeza y acordándome de la tarjeta la saqué y se la entregué—. Toma. Le vendí a este cliente y resultó que es mecánico: como siempre hace falta uno a cuenta de tu coche, pues…
—Matías Esquivel. —Se la guardó en el bolsillo de los pantalones—. Sí, me viene de maravilla. Gracias, cielo.
—Sí, hay que estar prevenidos.
Se levantó del sofá y, dándome un beso en la frente, se fue al cuarto de baño. Lo miré extrañada por su comportamiento: ¿le habría pasado algo en el trabajo o sería otra cosa? Pensativa, preparé la cena hasta que sin querer mi mente se burló de mí otra vez dando paso al mecánico; y sin dejar de pensar en él en toda la noche me iría a dormir.
CAPÍTULO DOS
Matías
Arreglar vehículos no era una tarea que me fascinase mucho ni tampoco me hacía a la idea de ser un simple mecánico, pero todo tenía un porqué. Todo cambió cuando tenía cinco años y mi madre nos abandonó a mi padre y a mí dejándonos con tan solo un taller de mecánica y poco más; mi padre me contaba que mi madre se había marchado por trabajo y que algún día regresaría a por mí. ¿Qué se le puede decir a un niño tan pequeño? Esperé tanto tiempo un regreso que no llegó y nunca supe de ella.
Con el paso del tiempo, me acostumbré a su ausencia y me aferré a mi gran sueño: ser psicólogo. Desde pequeño me había gustado ese campo en general hasta que un día se lo dije a mi padre y fue él quien me ayudó a que siguiera adelante, pagándome la carrera con un sueldo mísero; trabajaba muy duro en el taller para pagar facturas y que siempre no nos faltase de nada. Con el tiempo, se convirtió en unos de los mecánicos más eficientes y respetables del lugar hasta que un día como otro cualquiera llegué de la universidad y para cuando entré al taller a saludarlo como todos los días me lo vi tirado en el suelo y sin vida: le había dado un paro cardíaco fulminante. Desde ese maldito día, mi carrera se vio truncada y para colmo tenía que encargarme del negocio, que era lo único que tenía. Al principio, me costó arrancar para que volviera a flote, puesto que de mecánica solo sabía lo que mi padre poco a poco me fue enseñando. Con su pérdida, el negocio sufrió varias bajas de algunos clientes, hasta incluso creían que no podría levantar solo el taller, pero se equivocaron y fui igual de respetable que mi padre y no hubo un solo día en que me fallase la clientela.
Me proponía a arreglar una Ducatty, bastante chula, por cierto, cuyo dueño me confió, como si se me fuese la vida en ello; era el típico tío que quiere más a la moto que a su propia mujer. Con algunas ganancias que daba el taller, lo reformé cogiendo el local de al lado y juntándolos para tener dos en uno. Lo único que conservaba el taller es el cartel, en el que ponía con letras bien claras: «Taller mecánico Esquivel», cortesía de mi padre.
—¿Todavía liado con esa bestia?
Me giré y vi que se trataba de mi mejor amiga, Judith. Me limpié las manos en el trapo que llevaba colgando de la trabilla del mono y la abracé. La conocí una noche que fui con un par de colegas al casino Resort World en Times Square; para ser sincero conmigo mismo, me la quise tirar en cuanto la vi con su uniforme de color verde, sus impresionantes piernas, su melena pelirroja bastante larga, su piel suave como la seda y sus ojazos verdes de infarto. Recuerdo que dejé a mis colegas para ir a la ruleta donde ella atendía las bebidas y perdí todo el sueldo del mes, pero mereció la pena si con ello logré llamar su atención. La putada de todo eso fue que estuve comiendo pasta hasta aburrirme. Simpatizamos de inmediato, pero ella no quiso nada serio y lo dejé estar; para cuando me di cuenta, la quería como a una hermana.
—Veo que tienes un poquitín de prisa en arreglarla.
—El plazo acaba mañana y aún hay que cambiarle los neumáticos.
Sacó de su pequeña mochila un paquete de patatas fritas y dos refrescos.
—Relájate un poco, Mat. —Me tendió la lata.
—Gracias —sonreí aceptándola, agradecido. Nos sentamos en dos cajas de madera y empezamos a zamparnos el paquete de patatas—. ¿Cómo están las cosas por el casino?
—¡Genial! Esta noche hay un bote de cien millones de dólares.
Una patata se me fue por el mal camino atragantándome: ¡cien millones! Me estaba contando algunos de los acontecimientos importantes que ocurrirían esa noche cuando clavó la vista en la pieza que arreglé ayer justo cuando se marchó Sofía de mi casa. Al recordarla con su maletín hecha un manojo de nervios, me hizo bastante gracia, pero no se me pasó por alto lo hermosa que era: morena, ojos grandes de color caramelo, melena castaña ondulada y un cuerpo de escándalo. Mi entrepierna reaccionó al verla de inmediato: no era buena señal. Me sorprendió muchísimo la forma de actuar que tuvo conmigo, cómo me miraba e incluso juraría que al acercarme pude ver lo excitada que estaba. Recordé que se le cayó el bote de la crema de afeitar y para ser cortés, después del mal rato que estaba pasando, se lo recogí y se lo di; al tenerla tan cerca me entraron unas ganas locas de besar aquellos labios carnosos del color del carmesí.
Al principio no tenía ninguna intención de comprar, pero su empeño e incluso desesperación me conmovieron. Sé por experiencia propia qué se siente cuando nadie te compra nada, así que para que ese momento extraño entre ella y yo terminase le compré los cosméticos que le quedaban para verla sonreír y valió la pena: volvería a pagar por ver esa sonrisa de nuevo, aunque me tenga que quedar de nuevo sin sueldo y comer a base de pasta. Para rematarla, le ofrecí una botella de agua: sabía que era un descaro por mi parte, pero me apetecía continuar jugando con ella un rato más; desde el primer segundo en que me vio supe que le atraje como un imán y eso fue lo que la delató. Se apresuró con el agua, salió corriendo de mi casa y casi me río. Cuando cerré la puerta me apoyé en ella pensando en qué cojones había pasado y por qué había sentido y sentía aún una extraña sensación de vacío al no tenerla cerca e incluso por querer volver a verla con una intensidad que me asustaba. Me concentré en la pieza para así poder olvidar la absurda situación con aquella mujer.
—¿Me estás escuchando? —Judith se cruzó de brazos molesta.
—¿Eh? —Me levanté para seguir trabajando—. Sí, mujer.
—¿Qué es lo que he dicho? —«¡Mierda, no lo sé! Estaba tan absorto en mis pensamientos que la he dejado hablando sola»—. ¿En qué piensas que ya ni me escuchas?
—Judith, si no te importa tengo que terminar el trabajo.
—Vale, como quieras. —Se levantó y se colgó la maleta en un hombro—. Ya nos veremos.
—Gracias, Judith.
Se puso de puntillas y dándome un beso en la mejilla se marchó. Me puse manos a la obra cogiendo los neumáticos para hacer el cambio, aunque los que tenía no estaban tan deteriorados, pero eran órdenes del cliente y mientras me pagase… Para cuando terminé con la moto había oscurecido: la tapé con un plástico para protegerla y recogí el estropicio para poder irme a casa. Me estaba quitando el mono para vestirme con la ropa normal cuando entró un cliente algo angustiado: