A los 35 y no me encuentro. Vanesa Vázquez Carballo

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Название A los 35 y no me encuentro
Автор произведения Vanesa Vázquez Carballo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418230363



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dejo de pensar en ella. ¿Contenta?

      —¿Una mujer? —Los ojos le brillaron de la emoción: a veces me hacía de casamentera con algunas amigas suyas con el fin de que algún día consiguiese emparejarme.

      —Sí, es vendedora de productos de cosméticos.

      —¿Dónde puedo encontrarla? ¡Necesito crema depilatoria urgente!

      Puse los ojos en blanco y dándole un buen trago a mi refresco continué hablando.

      —Judith, ¿quieres que te siga contando?

      —Sí, por favor.

      —Al principio no quise comprarle nada, pero al final se lo compré todo.

      —Tú y tu autocompasión: algún día terminará contigo. ¿Y cómo de atractiva era? ¿Te gustó?

      —Eh, sí, no estaba nada mal.

      —¡Sí! —Saltó de la caja y me dio un fuerte abrazo.

      —No te precipites aún… —Casi me faltaba el aire.

      —¿Por qué? —Me miró asombrada—. Si te gusta, ve a por ella.

      —Está casada, Judith.

      —¿Cómo lo sabes? Y lo que es peor: ¿te gustan las mujeres casadas? —Se dejó caer hasta sentarse en la caja de nuevo.

      —¡Claro que no me van las mujeres casadas! No lo supe hasta que vino su marido con el coche estropeado. —Con la cabeza, le indiqué el coche aparcado al otro extremo del garaje.

      Judith asintió y luego miró repetidas veces al coche y a mí. Tras sacar sus propias conclusiones, se derrumbó en la caja decepcionada. ¡Debería haberlo estado yo, no ella!

      —¿Sabes al menos cómo se llama? —Su voz sonaba apagada.

      —Sofía Lagos.

      —¡Joder! Tenía la esperanza de que con esta sí sentarías la cabeza y formarías una bonita familia.

      —¡No corras tanto! —exclamé asombrado—. Solo me atrae, pero está casada y no puedo hacer nada. Será por mujeres…

      —Buenas tardes.

      Judith y yo alzamos la cabeza hacia la puerta y allí plantado estaba el flamante esposo de Sofía: estaría allí por el mensaje que le había dejado en el contestador. Judith se puso en pie de inmediato sin dar crédito ante tal hombre: su debilidad siempre habían sido los hombres con ropas de marcas. Le invité a que pasase y Josef entró con su traje negro impoluto y con pasos elegantes, cosa que me parecía exagerada. Judith se metió por medio tendiéndole la mano para saludarlo: «¡No me lo puedo creer!».

      —Soy Judith Wilson.

      —Josef West, un placer. —Le estrechó la mano con firmeza, típico de los banqueros. Negué con la cabeza y con la mirada le dije a Judith que no molestase y que me dejase trabajar; se apartó sonriendo y se volvió a sentar. Él se dirigió a mí—. He venido porque he recibido un mensaje suyo.

      —Sí, sígame.

      Lo llevé al garaje y una vez que estuvimos frente al coche le abrí el capó y le mostré la avería.

      —Mire, el motor estaba bastante dañado, así que hay que cambiarlo por otro; tiene dos soluciones.

      —¿Cuáles? —El banquero miró detenidamente su vehículo.

      —Una es encargar el motor para ponérselo nuevo; la otra, comprarse usted otro coche si ve que no le compensa.

      Se lo pensó durante lo que me parecieron horas hasta que al final dijo:

      —El motor hay que cambiarlo, ¿no?

      —Efectivamente, hay que encargarlo.

      —Pues entonces encárguelo: corro con todos los gastos.

      —Como usted diga.

      Debía de tener algún aprecio sentimental para querer arreglar semejante chatarra, aunque con el dinero que tendría podría haberse comprado un modelo más nuevo y mucho mejor; a mí me compensaba para mi bolsillo. Cogí mi móvil e hice un par de llamadas y para cuando terminé le dije al banquero que tendría el motor lo antes posible.

      Cuando nos disponíamos a salir, volvió a interferir Judith para despedirse de West hasta que este, con algo de prisa, se marchó; ella se quedó parada mirando cómo se iba el trajeado.

      —Tierra llamando a Judith. —Al ver que no me contestaba, le tiré del brazo.

      —Pero ¿tú has visto qué pedazo de tío?

      —¿Y?

      —¡Está buenísimo!

      —Qué ironías tiene la vida, mi querida Judith.

      —¿Por qué dices eso?

      —Ese es el esposo de Sofía y ahora resulta que no soy el único al que le atraen personas casadas —me reí a carcajadas.

      —¡Joder! —Me miró con el ceño fruncido—. No le veo la gracia.

      —Pues yo sí. —Me quité la parte de arriba del mono—. Me cambio y te invito a cenar.

      —¿Puedo elegir el sitio?

      —Claro.

      —Vayamos a Virgil’s.

      —De acuerdo.

      Después de habernos comido unos de los mejores pollos asados de nuestras vidas, la acompañé hasta su casa mientras me contaba por el camino el bote de la noche anterior en el casino: se lo llevó una rica anciana que sabía jugar muy bien sus cartas; entonces estaría bañándose en una enorme bañera podrida en dinero. Me despedí de Judith y me fui caminando bajo la noche con un único pensamiento en la cabeza: Sofía. Quería poder volver a verla de nuevo.

      CAPÍTULO TRES

      Sofía

      Mirar los balances de los cosméticos de las últimas semanas no era tarea fácil, pero se podía decir que las ventas habían subido considerablemente; me imaginé a Teresa saltando de la alegría, con lo que le gustaba el éxito y la fama. Dejé los balances encima de mi escritorio para poder recostarme en el sillón y descansar un rato. Contemplé el paisaje de mi oficina, que daba directamente a las vistas de Manhattan: me relajaban y me ayudaban a desconectar del trabajo; también a veces el portátil no solo para trabajar, sino también para poder cotillear a mis amigas por Facebook. Me incorporé del sillón para seguir: solo con mirar el montón de papeles que tenía que revisar me daban ganas de salir corriendo y volver a casa. Dieron unos golpes en la puerta y cruzando los dedos para que no fuese la pesada de mi jefa dije que pasase. Apareció una mata de pelo castaño con su peculiar sonrisa: era Ros.

      —Me apuesto el almuerzo de hoy a que creías que era la jefa.

      —Me debes un almuerzo, por cierto.

      Ros entró dejando más papeles por revisar encima de mi escritorio. Lo miré con el ceño fruncido: ¿cuándo iba a terminar e irme a casa?

      —Lo siento, preciosa, pero ya sabes cómo es ella. —Se encogió de hombros a modo de disculpa.

      —Ros, todavía no he terminado con el resto.

      —Por mí me quedaría a ayudarte, pero tengo almuerzo con ella.

      —A veces te envidio —sonreí.

      —Hazme caso, ver a Teresa comer no es nada de envidiable, —Se dio la vuelta para marcharse—, pero sí, por lo menos comeré gratis. ¡Suerte con eso!

      Se me pasó la mitad del día con los dichosos papeles, pero por lo menos terminé con todo los de semanas, los de hoy incluidos. Me merecía, aunque fuese, una recompensa mientras la bruja estaba almorzando como si nada y yo me moría del asco encerrada entre cuatro paredes. Miré la hora y para rematar se me había