A los 35 y no me encuentro. Vanesa Vázquez Carballo

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Название A los 35 y no me encuentro
Автор произведения Vanesa Vázquez Carballo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418230363



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      —Se nota. —Se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. No pude dejar de mirarlo, como una niña en una tienda de golosinas; pero por más que lo intenté, no pude apartar la mirada de su firme torso y, luego, de sus largas piernas—. ¿Y qué se supone que vende? —sonrió el muy…

      De seguro que se habría percatado de que no le quitaba el ojo de encima y eso hacía una fiesta para su ego. «¡Sofía, vista al frente!»; abrí el maletín y le mostré los productos. Los miraba con detenimiento uno por uno hasta que desvió la mirada hacia mis ojos; para poder romper el contacto visual, cogí un catálogo del maletín y se lo entregué. Al cogerlo sus dedos, rozó los míos, provocando una pequeña descarga por todo mi cuerpo. Ojeó el catálogo sin mayor interés durante un rato y se lo enrolló metiéndoselo en el bolsillo trasero del mono: caí tarde en la cuenta de su actitud tan despreocupada y su desinterés por los cosméticos. Volví a pensar en mi jefa y me ponía enferma: ese tipo era mi última baza. Sin importarme nada, solo que no quería que me despidieran, entré sin ser invitada.

      —¡Oye! —Cerró la puerta tras de sí—. ¿Quién te ha dicho que entrases?

      «¿Por qué mierda habrá cerrado cuando lo normal es que la deje abierta para que me marche?»; me giré para mirarlo y lo vi con un semblante serio esperando a mi contestación, pero en sus ojos detectaba un brillo de diversión.

      —Ahí afuera no le puedo enseñar bien los productos. —Me temblaba todo, era entre una mezcla de miedo y deseo. Él, en cambio, levantó ambas cejas al ver la rapidez con la que colocaba los productos encima de la mesa—. Si se fija mejor son cosméticos de alta calidad.

      —A ver…

      —Esta, por ejemplo. —Le enseñé una crema reafirmante—. Es para borrar ojeras, patas de gallo y algunas arrugas.

      —Sofía, —Cuando pronunció mi nombre, mi cuerpo reaccionó de tal manera que mis piernas casi ni me sostenían en pie. ¿Qué me pasaba con ese hombre?—, no me interesa nada de lo que tengas ahí. ¿Tengo pinta de tener arrugas, ojeras o patas de gallo?

      Tenía la sensación de que se estaba burlando de mí, pero no me iba a dar por vencida; aún no.

      —Pero aún no le he enseñado lo mejor y, además, hay una crema de afeitar. —Cogí la crema, pero con los nervios se me resbaló de la mano y se cayó al suelo—. ¡Perdón! ¡Qué torpe soy!

      Me maldije una y otra vez. Para cuando me quise dar cuenta, se agachó y cogiendo el bote me lo dio; tenerle tan cerca y volver a respirar su aroma embriagador era un potente cóctel. Se lo arrebaté de la mano, le di la espalda y dejé caer el bote en la mesa para así poder relajarme. Si seguía teniéndolo así de cerca, no respondería de mis actos: «¡Dios, qué estoy casada!».

      Me observó desde su posición sin haberse movido ni un milímetro y cuando creí que ya me había calmado lo suficiente alcé la vista y me lo encontré sonriéndome. Rodeé la mesa para poner la mayor distancia posible entre los dos y me situé de cara a él. Sin decir una sola palabra, se dio la vuelta mostrando una magnífica espalda y un trasero redondeado: desapareció en dirección a la cocina. Eso me dio un poco de tregua para poder mirar a mi alrededor; la decoración, al estilo masculino, decía a gritos que vivía solo y eso significaba dos cosas: o estaba soltero o tenía novia. Busqué alguna evidencia que determinase las pertenencias de alguna joven, pero no encontré nada. Entonces, eso quería decir… «¡Para ya! ¡Qué más te dará que tenga novia o no!». Encima de la mesa, junto con los cosméticos, había una serie de herramientas de trabajo y una extraña pieza que parecía ser la de un coche: iba a cogerla para examinarla cuando apareció de repente y me la quitó de las manos.

      —No la toques. —Lo dejó encima de la mesa de nuevo y bebió de una botella de agua.

      —Perdón —murmuré.

      —No quiero ser maleducado, pero si es tan amable de salir de mi casa, señora. —Señaló la puerta con la mano.

      Ese señora no me gustó ni un pelo: «¡Será gilipollas!». Para mis treinta cinco, me conservaba muy bien, para eso me costeaba los productos de belleza. Él siguió bebiendo de la botella sin dejar de mirarme de reojo: ¿se podía ser más prepotente? «Cálmate —me dije a mí misma—, piensa en la venta y una vez la tengas lo perderás de vista para siempre».

      —Por favor. —Recurrí a lo más patético.

      Arrugó la botella con una mano y tirándola al cubo de la basura se acercó con seguridad. Me arrinconó contra la mesa e inclinándose hacia delante me dijo con desdén:

      —No-me-interesa, señora.

      Lo noté demasiado cerca y apenas podía contener la respiración. Sus ojos eran impresionantes y desprendían un brillo especial y vivo… «Un momento, ¿me acaba de volver a llamar señora?». Me cuadré de hombros y lo miré desafiante.

      —No vuelvas a llamarme señora.

      —¡Por fin dejas de tratarme de usted! —sonrió con la boca torcida; tenía la sensación de estar cayendo en una especie de juego que estaba provocando él. Miró primero los cosméticos y luego, a mí—. De acuerdo.

      —¿Eso quiere decir que los compras?

      —Te los compro.

      «¡Toma! Lo logré después de aguantarle y haberme llamado señora dos veces»: me embargó una felicidad extraña por saber que había conseguido mi objetivo de vender todo en el día, pero debía admitir que me había costado mucho.

      —Son trescientos veinte dólares, por favor —dije amablemente.

      —¡Joder! Lo que hay que hacer por una madre para que no te desherede. —Sacó la cartera del bolsillo trasero.

      —¿Son para tu madre?

      —La semana que viene es su cumpleaños y no tenía ni idea de qué regalarle. En cierta forma, me has caído del cielo, pero un tanto caro. —Me tendió el dinero. Volvimos a rozarnos con los dedos y otra vez esa extraña sensación.

      —Gracias por comprarme, caballero. —Me guardé el dinero en el maletín.

      —¿Caballero? Tengo pinta de todo menos de caballero — volvió a sonreír.

      Su sonrisa era contagiosa y me hacía reír también. Antes de guardar su cartera, sacó una tarjeta y me la extendió:

      —Matías Esquivel: soy mecánico y tengo un taller en Lexington Avenue. Si el coche te falla no dudes en llamarme.

      Cogí la tarjeta y sin mirarla me la guardé en el bolsillo de la camisa.

      —Bueno, pues debo irme —titubeé un poco.

      —Espera un segundo. —Desapareció en la cocina y al instante apareció con otra botella de agua en la mano y me la tendió—. Supongo que tendrás la boca seca.

      Detecté otro tono de mofa, pero hice caso omiso y dándole un buen trago a la botella se la entregué.

      —Gracias.

      Me acompañó hasta la puerta y abriéndola me apresuré a salir.

      —Hasta otra, Sofía.

      Salí rápidamente y tras despedirme con la mano me puse en camino rumbo a la agencia. En vez de coger un taxi, decidí ir andando para que me diera un poco de aire fresco. ¿Qué había pasado allí con ese hombre? Solo con volver a recordar su cercanía me ponía muy mal de los nervios.

      Tras casi dos horas andando y algo más despejada entré en la agencia con una sonrisa de satisfacción por mi trabajo realizado. Sin mirar a Ros, me dirigí hacia el despacho de Teresa a comunicarle que mi día había terminado con todos los cosméticos vendidos. Al parecer, estaba de muy buen humor y tras felicitarme por mi labor salí de su despacho. Ros al verme me levantó los pulgares en señal de victoria e inclinándole la cabeza me marché a casa.

      Nada más llegar tiré el maletín