Las maletas del olvido. Pilar Mayo

Читать онлайн.
Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



Скачать книгу

que es­tás aquí.

      Ya sa­bía yo que el ho­rós­co­po no se equi­vo­ca­ba: se ave­ci­na tor­men­ta. Cojo el te­lé­fono y lo sos­ten­go unos ins­tan­tes an­tes de mar­car, no quie­ro de­cir nada de lo que pue­da arre­pen­tir­me.

      —¿Sí?

      —Hola, Agus­ti­na, pá­sa­me a Ele­na, por fa­vor.

      —Hola, se­ño­ra Am­pa­ro. La se­ño­ra no está en este mo­men­to. Si quie­re de­jar un re­ca­do…

      —Agus­ti­na, dé­ja­te de cuen­tos y dile a mi hija que se pon­ga al te­lé­fono si no quie­re que me pre­sen­te en su casa con la bata y las za­pa­ti­llas que tan­to le gus­tan. —Se hace el si­len­cio al otro lado de la lí­nea. Al mo­men­to, mi hija, esa que no pa­re­ce hija mía y que se aver­güen­za de su ma­dre, se pone al te­lé­fono.

      —¿Qué quie­res, mamá?

      Con­tes­ta con voz de fas­ti­dio, ni si­quie­ra está aver­gon­za­da por ha­ber di­cho que no es­ta­ba.

      —Tu hija está aquí con una mo­chi­la lle­na de ropa y, lo que es peor, otra lle­na de re­sen­ti­mien­to y pe­sar, esa va a ser más di­fí­cil va­ciar­la.

      Cuel­go sin dar­le tiem­po a con­tes­tar, solo que­ría que su­pie­ra que Mu­riel está aquí, aun­que qui­zá no de­be­ría ha­ber­la lla­ma­do y que se hu­bie­ra preo­cu­pa­do un poco. Qué mal he de­bi­do de ha­cer­lo con ella como ma­dre. Es tris­te que tu hija sien­ta ver­güen­za por­que no es­tés a la al­tu­ra de lo que ella es­pe­ra de ti. Lo sé y me due­le no ser la ma­dre que a ella le hu­bie­ra gus­ta­do te­ner. Es como si la in­sul­ta­ra con mi pre­sen­cia.

      Ele­na siem­pre fue es­pe­cial, ja­más tra­jo a nin­gún chi­co; no hu­bie­ra so­por­ta­do que vie­ran que su casa era hu­mil­de, con ta­pe­tes de gan­chi­llo en los bra­zos del sofá y unos mue­bles que más que de ma­de­ra pa­re­cían de car­tón. Lo de­bió de pa­sar fa­tal el día que vino por pri­me­ra vez con el que aho­ra es su ma­ri­do. Un ama­go de son­ri­sa apa­re­ce en mi cara al acor­dar­me de aquel día. Se pre­sen­tó en casa con un abo­ga­do que, a pe­sar de su ju­ven­tud, ya ga­na­ba mu­cho di­ne­ro. Tra­ba­ja­ba en el bu­fe­te de su pa­dre, que te­nía como clien­tes a la crè­me de la crè­me de la ciu­dad. Ya en­ton­ces era cla­sis­ta. No me gus­tó nada para ella, pre­sen­tía que no la ha­ría fe­liz y no me equi­vo­qué.

      Me veo re­fle­ja­da en el cris­tal de la vi­tri­na y me re­co­lo­co el pelo, al que ya le hace fal­ta un tin­te. Cie­rro los ojos por­que no me gus­ta ver­me, pien­so que así es cómo me ve mi hija: una vie­ja con el pelo es­tro­pea­do y una bata an­cha en­ci­ma de la ropa gas­ta­da y có­mo­da que me pon­go para es­tar por casa.

      Mu­riel re­gre­sa y se sien­ta con­mi­go en el sofá, el mis­mo que su ma­dre abo­rre­ce.

      —La tía Inés está cada día más gor­da.

      —Cada uno lle­va su pena como pue­de. —Y al de­cir eso sien­to que yo tam­po­co ges­tiono muy bien la mía—. Aho­ra cuén­ta­me qué te ha pa­sa­do.

      —Mi ma­dre no me deja ir a una fies­ta el sá­ba­do por la no­che. Hago siem­pre lo que quie­ro y le da lo mis­mo, pero el sá­ba­do vie­ne el so­cio de mi pa­dre a ce­nar y te­ne­mos que in­ter­pre­tar a la fa­mi­lia fe­liz. Quie­re que me dis­fra­ce con un ves­ti­do que me ha com­pra­do, y yo le he di­cho que an­tes me cor­to las ve­nas. —Pone én­fa­sis en cada pa­la­bra, como si así tu­vie­ra más ra­zón y a mí no me que­da­ra más re­me­dio que re­co­no­cer­lo—. En­ton­ces ha em­pe­za­do a de­cir­me unas co­sas ho­rri­bles y yo le he di­cho que era una puta, por acos­tar­se con el ami­go de mi pa­dre. Me ha dado un bo­fe­tón y yo he vuel­to a lla­mar­la puta.

      La úl­ti­ma fra­se la dice ba­ji­to, como si su­pie­ra que no voy a jus­ti­fi­car­lo, aun­que me gus­ta­ría que fue­ra por­que está arre­pen­ti­da.

      —Mu­riel, por Dios. ¿Cómo le has di­cho eso a tu ma­dre?

      —Por­que es ver­dad, todo el mun­do lo sabe. Tú tam­bién.

      Apar­ta la mi­ra­da de mí por­que ima­gino que sabe que ha tras­pa­sa­do una lí­nea que no de­bía.

      —No vuel­vas a de­cir eso de tu ma­dre nun­ca más, y mu­cho me­nos de­lan­te de mí, re­cuer­da que es mi hija. —Mu­riel abre la boca para re­pli­car­me, pero se arre­pien­te y no dice nada. Baja la mi­ra­da y la fija en sus bo­tas. Ima­gino que el ca­ri­ño que me tie­ne pesa más que la ra­bia que sien­te ha­cia su ma­dre; o qui­zá algo en mi mi­ra­da le ad­vier­te que es me­jor que se ca­lle—. Ya te he di­cho que cada uno lle­va su pena como pue­de. Es­cu­cha bien lo que voy a de­cir­te: nun­ca juz­gues a na­die, ja­más, aun­que su com­por­ta­mien­to te pa­rez­ca ho­rri­ble y pien­ses que tú no ac­tua­rías así. A ve­ces la vida te pone a prue­ba y no te da op­cio­nes. Tie­nes tan­to que apren­der…

      Nos que­da­mos en si­len­cio y el zum­bi­do de la ne­ve­ra es lo úni­co que se oye, eso y el la­dri­do de los pe­rros, que me está po­nien­do los ner­vios de pun­ta.

      —Lo sien­to —su­su­rra.

      No con­tes­to, es mi ma­ne­ra de de­cir­le que es­toy en­fa­da­da, pero cuan­do bajo la mi­ra­da y veo sus cal­ce­ti­nes con un es­tam­pa­do de ga­ti­tos, que aso­man bajo las enor­mes bo­tas, cai­go en la cuen­ta de que es una niña y que no se me­re­ce pa­sar por esto. La aga­rro por el hom­bro y la atrai­go ha­cia mí. Ella se deja abra­zar y se aco­mo­da en mi pe­cho, como si qui­sie­ra es­con­der­se del mun­do y des­apa­re­cer.

      Ele­na

      «Puta». To­da­vía pue­do ver a Mu­riel es­cu­pién­do­me a la cara esa pa­la­bra. Puta. Lo mis­mo que de­ben pen­sar mu­chos. ¿Qué sa­brá la gen­te? Y qué sa­brá esa mo­co­sa. Me pre­gun­to cómo se ha­brá en­te­ra­do de lo de Ar­tu­ro. Soy muy cui­da­do­sa o, al me­nos, eso creía. Miro a mi al­re­de­dor y des­cu­bro lo fal­so que es todo lo que me ro­dea. Nun­ca ima­gi­né que mi vida lle­ga­ría a es­tar tan va­cía. Mire adon­de mire todo me so­bra. A lo me­jor tie­ne ra­zón mi hija y soy una puta, por­que me acues­to con el ami­go de mi ma­ri­do. Pero yo sé que él se tira a la mu­jer de su so­cio. Y no es que se can­sa­ra de mí, no tuvo tiem­po; fue así des­de el prin­ci­pio. Nues­tro ma­tri­mo­nio fue un ne­go­cio, no le hu­bie­ran ser­vi­do las mu­je­res de su cír­cu­lo, por­que al te­ner un col­chón eco­nó­mi­co don­de re­fu­giar­se le hu­bie­ran dado la pa­ta­da en cuan­to hu­bie­ran des­cu­bier­to la cla­se de per­so­na que es. Fui una in­ge­nua. Él solo bus­ca­ba una cara y un cuer­po bo­ni­to para po­der pre­su­mir. Cla­ro que yo solo que­ría su di­ne­ro, po­der vi­vir en una casa enor­me con ca­le­fac­ción en in­vierno y aire acon­di­cio­na­do en ve­rano, te­ner a al­guien que hi­cie­ra por mí las ta­reas de la casa, po­der com­prar­me todo lo que me vi­nie­ra en gana, una po­si­ción so­cial, fies­tas… ¿Qué se pue­de es­pe­rar de una re­la­ción que em­pie­za así?

      Aun­que si él no me hu­bie­ra en­ga­ña­do pri­me­ro no sé si yo le es­ta­ría po­nien­do los cuer­nos. Su­pon­go que sí, por­que la vida que ima­gi­né jun­tos no re­sul­tó ser lo que es­pe­ra­ba.

      Y mi ma­dre, ¿quién se cree que es para dar con­se­jos? Una mu­jer car­ga­da de su­pers­ti­cio­nes que no la de­jan