Más allá de las caracolas. Marga Serrano

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Название Más allá de las caracolas
Автор произведения Marga Serrano
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164776



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con Amanda y Lucía. Quería respuestas. Y respuestas claras.

      LA CAVERNA

      Amaneció lloviendo casi torrencialmente. «Vaya, —me dije— ya se estropeó el invento», pues pensé que lloviendo de aquella manera no podíamos ir a ninguna parte. Así que solté a Tao y Greta por el jardín, los sequé cuando entraron y me senté a desayunar. Acababa de recoger la cocina cuando llegaron Lucía y Amanda, embutidas en sus impermeables.

      —¿Todo preparado para la excursión? —preguntó Amanda.

      —¿Excursión? ¿Con la que está cayendo, creéis que se puede ir de excursión? Anda, anda, sentaos, que os preparo un café.

      —Ya lo creo que se puede —respondió Lucía—. Precisamente, es un día idóneo para esta excursión. Venga, ponte el chubasquero y las botas y vámonos.

      —Estáis locas. ¿Pero habéis visto cómo llueve?

      —Que sí, que ya lo vemos —dijo Amanda—. Venga, confía en nosotras. Ya verás como al final te alegrarás de habernos hecho caso.

      Viendo su empeño, me armé de paciencia, me calcé las botas de agua, me puse el chubasquero y las seguí al exterior. Vi que se dirigían al camino que por la ladera llevaba a la cala y pensé de nuevo que estaban locas, pero fui tras ellas, aunque no acertaba a adivinar dónde querían ir si bajábamos a la playita. Pero al llegar abajo se dirigieron a una gran oquedad, en la parte del acantilado más cercana a la ladera, donde guardaban las dos zódiacs. Ya ni me molesté en preguntar dónde íbamos. Llevamos la embarcación al agua, nos subimos a ella, Lucía puso en marcha el pequeño motor fueraborda y salimos al mar. Bordeando las rocas de los acantilados pasamos la siguiente ensenada, y unas seis calitas más allá me sobrecogió contemplar desde abajo la enorme mole del altísimo despeñadero que caía totalmente vertical hasta hundirse en el mar. Allí no había cala, pero la fuerza del agua, golpeando día tras día, había conseguido abrirse paso a través de las rocas, moldeándolas y formando pasillos entre varios farallones, así como una especie de túnel, escondido tras una de las grandes rocas, por el que el océano se adentraba en el interior de la pared rocosa.

      Me sentí como una auténtica hormiga ante aquella naturaleza inmensurable. El acantilado, que abajo se hundía en el agua, por arriba parecía tocar el cielo, y la violencia de las olas golpeando fuertemente contra las rocas me hizo recordar de pronto la sensación de la fuerza y el poder que me arrastraban y que no conseguía dominar en mi experiencia con el agua.

      No conocía aquella zona. Allí solo se podía llegar por el mar. Me di cuenta de que había pateado todos los rincones alrededor de la aldea, pero nunca había salido con ellos en barca. Las olas, frenadas en parte por los farallones, permitieron que Lucía se acercara sin problemas a las rocas y nos adentrásemos en aquella galería en la que, a medida que íbamos avanzando, las aguas calmaban su ímpetu arrollador.

      Tras un kilómetro aproximadamente, aquel oscuro pasadizo marino se fue agrandando hasta desembocar en una laguna donde el agua, tras golpear suavemente contra las rocas, regresaba de nuevo al océano, en un viaje inacabable de ida y vuelta. Lucía atracó la zódiac en un extremo de la pequeña laguna. Amanda sacó tres linternas frontales, nos entregó dos y se dirigió a la izquierda del fondo de la cueva, donde varias rocas colocadas estratégicamente hacían las veces de una escalera. Lucía me indicó que las siguiese. Yo no salía de mi asombro y no me quedaba ya ninguna duda de que el destino final de nuestra excursión, como decía Nina en su nota, me iba a gustar. Así que las seguí con gran agitación y curiosidad.

      Subimos por aquella escalera improvisada y unos tres metros más arriba la luz de las linternas iluminó un pasillo, como de un metro de ancho y casi dos de alto, que se adentraba en la roca, pero no hacia el interior, sino hacia la izquierda, y calculé que en sentido paralelo al océano. Tras avanzar como otro kilómetro, desembocamos en una gruta que me dejó sin habla. Ya no necesitábamos linternas. En la parte superior de uno de los extremos de la caverna, que tendría aproximadamente unos quince metros de altura, existían varias aberturas en la pared lateral por las que entraba la luz del día, por lo que deduje que debía de ser el paredón de alguno de los acantilados. Imaginé que aquellas aberturas se debían a la fuerza del viento, que había conseguido horadar con el paso del tiempo aquel tabique rocoso.

      A la derecha del corredor por el que habíamos accedido a la gruta, y casi en el centro de esta, había un estanque ovalado, de unos sesenta metros cuadrados, que despedía un tenue vapor, por lo que supuse que eran aguas termales procedentes de las capas subterráneas. Desde el estanque, las ventanas naturales quedaban al fondo y a la izquierda. A la derecha, casi detrás del estanque y un poco más elevada que este, había otra gran abertura en la roca, como si fuese el comienzo de otra caverna. Pero al entrar en aquella cavidad, que se cerraba unos metros más allá, contemplé fascinada nada más y nada menos que una suave cascada de agua que se precipitaba desde lo alto de una de las paredes, seguramente algún manantial o corriente cuyo origen estaría en las montañas cercanas a aquella parte de los acantilados. El agua quedaba embalsada en una especie de poza que apenas si llegaba a las rodillas y, al no rebasar hacia el estanque, deduje que continuaba su camino filtrándose a través del suelo rocoso.

      Frente al estanque, al fondo de la gruta, al otro lado del paredón de los ventanales, el terreno era un poco más elevado y dos aberturas en la pared indicaban el inicio de otras dos galerías que, en ese momento, ignoraba si conducían a alguna parte o eran simples túneles ciegos en la roca. Por último, observé también que justo en el rincón que hacía el muro de los ventanales con la pared frontal habían organizado un área de descanso con varios colchones cubiertos con mantas y cojines y cuatro bases de piedra que hacían de mesitas, con varias velas y unas cuantas toallas encima. Me pareció un espacio chill out. Solo le faltaba la música. Me encantó.

      Amanda y Lucía me contemplaban divertidas, esperando que yo dijese algo, pero mi sorpresa era tan enorme que solo podía admirar una y otra vez aquella maravilla de la naturaleza, incapaz de pronunciar palabra alguna. Finalmente, y después de haber recorrido todos los rincones de la caverna, cuya extensión aproximada era de unos mil metros cuadrados, las miré, me acerqué a ellas y las abracé.

      —Teníais razón. ¿A quién le importa la lluvia?

      —¿Lo ves? Sabíamos que te iba a gustar —respondió Amanda.

      —¿Pero por qué no me habíais traído antes? ¿Es que este lugar es uno de vuestros secretitos? —pregunté con ironía.

      Ambas se miraron y, tras unos segundos, Lucía contestó.

      —Cada secretito tiene su tiempo.

      —Y aún queda alguno más, ¿no?

      —Vamos —replicó Amanda—. ¿Por qué crees que tenemos secretos?

      —Porque lo sé. Porque sé que esta aldea esconde algún misterio. Porque sé que aquí está sucediendo algo que nadie me cuenta.

      —Bueno… Supongamos que fuese así y supongamos que no tiene nada que ver contigo. ¿Por qué habría que contarte… lo que sea, que no tengo ni idea de lo que es? —preguntó una sonriente Amanda.

      —Para empezar, porque no me gusta que me mientan. Y para terminar, porque creía que me habíais aceptado y que confiabais en mí, pero estoy viendo que no es así y lo siento. Si no confiáis en mí, es lógico que me ocultéis cosas —finalicé con cierta tristeza.

      —Pero ¿quién te ha mentido? —inquirió Amanda.

      —Pues ahora mismo tú y anoche Lucía. No sé dónde estaba Nina, pero desde luego no estaba en ninguna otra aldea. Pero tienes razón. Al fin y al cabo, si no tiene nada que ver conmigo no tengo ningún derecho a haceros preguntas, así que os pido disculpas.

      Amanda miró extrañada a Lucía, pues desconocía lo de la noche anterior. Entonces Lucía se acercó a mí y me abrazó.

      —Lo siento. Te dije lo