Название | ARN, The Forbidden Fruit |
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Автор произведения | Frank Pedreno |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412444704 |
Mientras duraba su pasatiempo, iba llenando con su café recién hecho el termo que le habían regalado sus amigos del programa de sostenibilidad y conservación de la biodiversidad de la Universidad de Massachusetts, los de la UMBe Green. Necesitaba que transcurriesen al menos dos ciclos completos de ocho minutos para tomar tranquila y reposadamente su café. Después, lavaba su termo reutilizable y lo secaba con esmero. Una vez limpio estaría preparado para un nuevo uso, nada más llegar a su despacho del MIT. Después, cogía su pequeña mochila para guardar en el primer bolsillo el ordenador portátil, el mouse inalámbrico, el móvil y las gafas para leer, y en el segundo bolsillo, junto al vaso termo de la UMBe Green, algún paquete de chicles mentolados, no porque tuviera una repugnante halitosis que apartara a todo el mundo de su lado, sino porque sabía que necesitaba masticar algo mientras caminaba hasta su despacho para poder mantenerse despierto durante todo el trayecto. A continuación, apagaba el equipo de música y, como imitando al viejo T, bajaba con parsimonia los dos pisos de la antigua casa de madera para salir a Gore Street y caminar los veinte metros que había hasta Third Street. El trayecto matutino hasta el laboratorio era de un par de kilómetros y apenas duraba veinte minutos que, junto a los treinta que necesitaba para cumplir con su ritual matutino, era tiempo suficiente para recuperarse del siniestro cóctel de pastillas y de la infame botella de vino barato de cada noche. El continuo masticar de un par de chicles mentolados lo ayudaría.
El reloj del despacho marcaba las 9:25 de la mañana y había llegado el momento de ir a dar la conferencia trimestral de resultados en la sala magna del MIT. Al levantarse de la silla se sintió un poco aturdido, era evidente que ni los tres cafés extralargos ni los dos chicles habían ayudado mucho y todo le indicaba que los efectos de los dos miligramos de Clonazepam estaban durando más de la cuenta. Se acercó a la estantería con cierta dificultad motriz, cogió su taza de las conferencias y la introdujo en una bolsa de papel. Su deficitario estado de vigilia no lo ayudaba mucho a discernir si la causa de su aturdimiento era que la noche anterior había tomado más vino de lo normal o el déficit crónico de sueño que desde hacía tres años le estaba minando las pocas defensas que aún le quedaban. Mientras abría la puerta para salir del despacho pensó que, con seguridad, la culpa de todos sus males la tendría el de siempre, su maldito apartamento de Lechmere.
Agarrándose con fuerza a la barandilla de la escalera, bajó los dos pisos que había desde su despacho hasta el lobby del edificio y al llegar a la puerta se detuvo un instante, exhaló profundamente, la abrió y con paso lento y semblante apático, entró en la sala de conferencias del Instituto. «Serán cretinos, han venido todos, es que no se pierden una cuando saben que seré yo quien va a hablar», se decía mientras se aproximaba al atril.
La cara no podía ocultar la desidia que sentía en ese momento. Hubiese querido hacer cualquier cosa antes que dar aquella conferencia. Pero, como todos los profesores e investigadores principales del Instituto, cada trimestre estaba obligado a presentar los resultados de sus investigaciones ante todos los grupos. Y esto, en el caso de Jimmy, solo significaba una cosa, que iba a sufrir.
–Buenos días, esperaremos un par de minutos de cortesía, ¿les parece? –preguntó a la audiencia. Como siempre, obtuvo la misma respuesta, un silencio sepulcral.
A lo largo de los últimos años había experimentado tantas frustraciones en aquella odiosa sala que, para él, poco a poco, se había ido transformando en una auténtica cámara de torturas. Como ocurrió con los herejes cátaros del siglo XII, que negaron los dogmas instituidos por la iglesia católica, él también se atrevía a poner en cuestión muchos dogmas científicos. En condiciones normales, semejante herejía solo hubiese significado ser excomulgado de la selecta sociedad científica convencional, pero los tiempos estaban cambiado y nadie iba a impedir que fuera ferozmente juzgado por la ciencia oficial. Apenas era capaz de recordar el número de conferencias que había dado en aquella infausta sala, pero, a golpe de fracasos y duras contiendas, Jimmy había aprendido que el objetivo de esos juicios sumarísimos no era castigarle tal como se hizo con los herejes del medievo con la pena de muerte, era algo mucho más cruel, lo que en realidad deseaban era su martirio. Pero para que el placer de la audiencia fuese completo, la tortura a la que lo iban a someter debía ser lenta, despiadada y sobre todo cínica, intensamente cínica. Al igual que los reyes católicos de la monarquía hispánica, que sublimaron la Santa Inquisición, llevando la tortura física a unos niveles de increíble sofisticación, su apasionado público, a lo largo de los últimos años, había sido capaz de desarrollar unas cualidades extraordinarias para el ejercicio de la tortura dialéctica. Era sorprendente el virtuosismo que tenían las preguntas que le hacían. El repertorio variaba en cada conferencia desde las capciosas, a las irónicas, pasando por las estúpidas. Pero las preguntas que de verdad temía eran las cáusticas, aquellas que, con una alta capacidad verbal destructora, causaban en la audiencia tal excitación y algarabía que la mayoría de las veces acababan con sonoras carcajadas. La violencia institucional estaba legitimada y aceptada por todos. Bueno, por todos no, él no estaba dispuesto a aceptar el escarnio como una manera legítima de imponer la ley científica pero era evidente que su opinión no tenía mucho peso en el Instituto.
A pesar de ser consciente del castigo que le esperaba, Jimmy siempre intentaba no defraudar, por lo que, una vez más, se esforzaría por estar a la altura de las circunstancias e intentaría romper en pedazos algún estúpido dogma de la ciencia oficial. Aquel día, sin duda, iba a superarse por lo que pidió a su hijo Xavier que asistiera como estudiante externo del MIT prometiéndole fuertes emociones. El chico, que conocía a la perfección el grado de genialidad y de locura de su padre, no dudó en ir, y aunque tan solo tenía dieciséis años, estaba perfectamente capacitado para entender de que iría la conferencia, no en vano debido a sus altísimas calificaciones ya había conseguido superar las pruebas de acceso a la Facultad de Medicina de Harvard.
La sala magna del Instituto tenía capacidad para setecientos asistentes y, como en los anfiteatros griegos, su disposición la dotaba de una acústica excelente. Desde el profundo y tenebroso Hades, como llamaba Jimmy al lugar donde se encontraba el desafortunado orador, hasta el diáfano y celestial Olimpo, cada fila ascendía veinte centímetros exactos. En la primera, alineados y siguiendo un perfecto orden jerárquico, se sentaban los profesores e investigadores principales más importantes del instituto. En el centro, presidiendo el cortejo, la Santísima Trinidad, constituida por el director del MIT, el eminente Profesor Dr. Bacon, a su derecha, la prestigiosa Dra. Damon y a la izquierda el célebre Dr. Erans, conocido en los ambientes científicos como «el azote del MIT». Él mismo se jactaba del apodo diciendo que su especialidad era la caza de los falsos científicos y jamás se molestó en ocultar que acechar a Jimmy era una de sus actividades preferidas.
«¡Hombre, parece que están todos los miembros del Estado Mayor!, pues prometo que esta vez no se irán de vacío», se decía Jimmy, dibujando una leve sonrisa en sus labios mientras miraba como el reloj iba devorando los dos minutos de cortesía. Introdujo la mano en el interior de la bolsa, sacó su taza de las conferencias y la puso con extremada delicadeza al lado del micrófono para que toda la audiencia viese la cara y el nombre de su modelo y mentor, Anaximandro, el primer evolucionista de la historia, ninguneado por Darwin, quien no lo nombró jamás. El gran genio que hacía más de 2.500 años postuló por primera vez que los seres humanos se originaban de otros animales, concretamente de los peces. Ese, según él, era el tributo que se merecían los científicos filósofos de la Grecia antigua. Un grupo de pensadores extraordinarios que fueron catalogados de forma injusta, todos en el mismo saco, con el nombre peyorativo de presocráticos. Era su manera particular de protestar por el olvido y el desprecio que hicieron de ellos Platón