ARN, The Forbidden Fruit. Frank Pedreno

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Название ARN, The Forbidden Fruit
Автор произведения Frank Pedreno
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412444704



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a él y le preguntó si quería hablar. No contestó, tan solo abrió la mano y le mostró la flauta de fémur de oso que Ella había hecho para su pequeño hacía muy poco y que había conseguido traer, escondida entre los pocos retazos de piel que sus captores le habían dejado usar, solo para que no pereciese congelado durante la travesía. Su padre se acercó mirándole con desprecio, cogió el hueso y lo lanzó con rabia fuera de la cueva.

      Al día siguiente, tres machos jóvenes lo llevaron al desfiladero. El sonreía al recordar el momento en el que su pequeño dijo la primera palabra y Ella, al escucharlo, no podía dejar de llorar de alegría. –Adiós, amor mío –fueron sus últimas palabras, mientras caía al vacío.

      1. ROMPIENDO DOGMAS

      El repiqueteo del despertador empezó a las 5:43 de la madrugada, pero el Dr. James Andersen, Jimmy para los amigos, sabía que la botella del repugnante pinot noir de $5 y los dos miligramos de Clonazepam le impedirían abrir los ojos. Para eso estaban los chirridos de los vagones de madera del viejo metro de Boston, al que todos llamaban «el T», y los primeros rayos del alba que, con toda seguridad, se abrirían camino entre el cristal y la cortina, le taladrarían el cráneo y lo obligarían a abrirlos a la fuerza. «¿En qué estabas pensando cuando alquilaste este apartamento?», se decía, mientras se secaba con los dedos el charco de saliva que se había acumulado entre la boca y la almohada. «Vale, ya me levanto», gritó, mientras luchaba por salir de la madeja que la sábana había formado con su cuerpo.

      Consiguió destrabar una pierna y parte de la cabeza, se quedó ensimismado mirando el techo de la habitación y, como cada mañana, pensó que haber firmado el contrato de alquiler de aquel apartamento había sido un error del que posiblemente jamás podría recuperarse. El retorno a Lechmere, el barrio de su infancia, no había sido una buena idea y la única razón por la que había dejado el selecto vecindario de Newton era el saqueo económico al que su ex lo había sometido tras su traumático divorcio. Estaba en bancarrota y, aunque su salario como investigador principal del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el famoso MIT, y el de profesor en la Universidad de Boston deberían haber sido más que suficientes para tener una cómoda vida, las cuentas nunca le cerraban. Sin saber cómo, su exmujer se quedó con casi todo lo que habían construido durante los trece años de matrimonio, incluida la preciosa casa de Newton y una abultada pensión alimentaria para Xavier, el único hijo de la pareja. Además, cada mes se tenía que enfrentar a la odisea de pagar innumerables facturas, tarjetas de crédito, el alquiler de aquel horrible apartamento y las cuotas del préstamo para las matrículas de su hijo en Harvard. Jimmy era así y no lo podía remediar, para el tema del dinero era un ingenuo.

      Cuando por fin, después de un intenso forcejeo, pudo liberarse del opresor sudario, quedó sumido en un estado de flaqueza tal que tuvo que permanecer sentado en el borde de la cama y descansar unos minutos. Era en esos momentos cuando con sus manos y doblando el cuello hacia su pecho, se cogía con fuerza la cabeza, miraba hacia el suelo, respiraba profundamente y se ponía a repasar la interminable lista de problemas de aquel ominoso apartamento. Los insoportables chirridos de los vagones de madera del T eran, como siempre, los que la encabezaban. Como si se tratase de un kraken oculto en los abismos del océano, aquel viejo ferrocarril emergía de las profundidades a través de las entrañas del TD Garden, el estadio de los Boston Celtics, para alcanzar la estación elevada de Science Park a pocas manzanas de distancia.

      A mediados de los años treinta, la Autoridad de Transporte de la Bahía de Massachusetts, la MTBA, construyó un carril de hierro elevado apenas diez metros del suelo que corría sobre el agua hasta la estación de madera de Lechmere. La vieja estructura producía una cacofonía de crujidos, chasquidos y toda clase de ruidos metálicos, por el continuo roce de los vagones al deslizarse sobre los desgastados raíles, que se oía durante todo el trayecto del entramado y cuando, por fin, el T entraba en la vieja estación, el ruido de los frenos y de las sirenas avisando del final del recorrido hacía que todo el conjunto fuera insoportable. Con una irritante puntualidad, cada ocho minutos, las sirenas avisaban que salía un nuevo convoy y la tortura acústica se iba repitiendo durante todo el día, desde las 5:45 de la madrugada hasta las 11:00 de la noche.

      Sin embargo, paradojas de la vida, cuando Jimmy se encontraba algo deprimido, que era día sí y día también, subir al ruidoso y destartalado T era la única solución para calmar sus amarguras. El trayecto inverso le ofrecía, aunque efímera, una de las más bellas panorámicas de la ciudad. Se sentaba en cualquier asiento libre que hubiese en el lado derecho del vagón y durante el breve minuto que duraba el trayecto entre la estación de Lechmere y la de Science Park contemplaba toda la belleza del río Charles. En su orilla sur, Boston, en su orilla norte, Cambridge y a lo lejos, hacia el oeste, el excelso Harvard. En los días soleados de los meses de invierno era cuando desde el viejo ferrocarril se veían partes del río completamente congeladas y, solo en esos breves instantes, la luz del sol se reflejaba en las delgadas capas de hielo generando un brillo tan especial, que hacía que Jimmy sintiese en su interior que todo iba a salir bien.

      Pero, como siempre, se engañaba, no calculó que a escasos cien metros en dirección hacia Charlestown, se había construido la terminal técnica de los trenes de larga distancia que unían las grandes ciudades de la Costa Este. Todas las formaciones acababan allí después de cada viaje de ida y vuelta para pasar los controles mecánicos y de limpieza. Por las noches, a eso de las 11:00, cuando acababa el festival de ruidos del T en la estación de Lechmere, empezaba el frenético baile de vagones de la terminal técnica de Charlestown. Cada movimiento era precedido por una alarma intermitente que anunciaba el desplazamiento de los vagones, el cual producía un estertor metálico que iba aumentando progresivamente y que acababa en un frenazo de todo el convoy y unas campanadas idénticas a las de los pasos a nivel con barrera. Era imposible de tolerar salvo para Jimmy, que no tenía otro remedio pues había decidido volver al barrio de su infancia y por nada ni nadie reconocería que se había equivocado.

      Se convenció pensando que podría aguantar ese martirio, total se pasaba el día fuera, pero, de nuevo y aunque pareciese mentira, todo se complicó aún más. Al año siguiente, después de muchos años de deliberaciones, la MBTA aprobó las obras de ampliación de la línea verde del T desde Lechmere hasta Somerville. Durante un larguísimo año las obras y el tráfico de camiones pesados que traían todo tipo de materiales para la ampliación de la línea estuvieron atormentándolo. La locura empezaba cada día a las 03:00 de la madrugada y continuaba hasta las 5:00 de la tarde. El afortunado de Jimmy pudo disfrutar en primera fila del espectáculo acústico de aquellos conciertos de sirenas que anunciaban cada vez que un camión daba marcha atrás, así como de un selecto repertorio de los mejores ruidos de Cambridge, durante las largas noches de trescientos veinte días del año, porque solo se dignaban a parar los domingos. Fueron doce larguísimos meses hasta que las obras de la línea verde acabaron, por lo que aquella mañana de febrero de 2004 se sintió un ser afortunado, a partir de aquel día solo tendría como compañeros a los chirridos de los ferrocarriles metropolitanos y a las sirenas y ruidos de los vagones de la terminal técnica. Todo un lujo. Pero como era de prever, su casero le dijo que aquella zona estaba sufriendo una gran demanda, por lo que le aumentaría el alquiler un 20% durante al menos los siguientes 5 primeros años. La ganga de $800 con los que había empezado pasó a ser de casi $1.400 y solo estaba en el tercer año.

      Acabado el repaso mental de todas sus desgracias, cada mañana repetía con precisión científica la misma rutina. Después de una ducha rápida de no más de cinco minutos, se vestía con lo primero que encontraba en el armario y ponía en el viejo aparato de música algo de Tchaikovsky, su compositor clásico favorito. El ritual proseguía mirando a través de la ventana de su pequeño salón el movimiento de los vagones del T. Mientras tanto, en una vieja cafetera de filtro, se iba haciendo su café americano extralargo y, sin perder de vista al viejo ferrocarril, con cierto deleite, observaba cómo algunos pasajeros, sobre todo los que tenían un problema de sobrepeso, se esforzaban para subir los tres peldaños de los destartalados vagones de madera. Con su habitual estridencia, la sirena avisaba a todo el mundo que los ocho minutos reglamentarios habían transcurrido y que en breves segundos se cerrarían las puertas. Si primero eran algunos pasajeros los que sufrían para poder acceder a los vagones, ahora le tocaba al