Название | ARN, The Forbidden Fruit |
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Автор произведения | Frank Pedreno |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412444704 |
Cuando estos regresaron, después de seis días, el jefe los estaba esperando arropado por dos machos jóvenes mientras las hembras, en silencio y atentas, esperaban en el exterior de la cueva. Los tres machos, temerosos de la furia del jefe, no sabían cómo explicar lo que había ocurrido. Cuando terminaron con su relato, la cara del jefe no mostró sufrimiento, todo lo contrario, en sus facciones se dibujaba el odio y la mandíbula fuertemente cerrada le profería un semblante amenazador. Las hembras se agitaban nerviosas y los machos jóvenes que guardaban la espalda del jefe permanecían inmóviles y en silencio, esperando nerviosos sus órdenes y temiendo su reacción.
A la mañana siguiente, el jefe designó a otros seis machos jóvenes que partieron en busca de su hijo. Tenían claro que los únicos rastros que podrían seguir estarían en donde había habitado la hembra sin mentón. Buscaron en los alrededores de la colina, donde los habían visto antes de fugarse, hasta que dieron con la cueva escondida en el borde del desfiladero. Entraron y mataron salvajemente a los dos viejos y, después de revisar todos los rincones, lo único que encontraron fue algunas viejas pieles de la hembra, que guardaron con cuidado y se las llevaron, porque sabían que mientras conservaran el olor, les serían útiles. Prosiguieron la expedición, no se podían permitir regresar al poblado sin el hijo del jefe.
***
Habían transcurrido seis inviernos desde que Ella y El decidieron partir hacia las cálidas tierras del sur y aquel verano su pequeño cumpliría cinco años. Eran muy felices viendo cómo, durante la infancia del pequeño, poco a poco, iba aprendiendo los sonidos, después las palabras y, hacía tan solo un año, era capaz de hablar bastante bien. Aunque no podía hablar como ellos, Ella les entendía y se hacía entender con sonidos y con gestos. Una mañana salieron los tres a cazar. Ella iba delante porque su poderoso olfato la facultaba mucho mejor para detectar a largas distancias el olor de los animales. La seguía el pequeño, que iba aprendiendo a rastrear todas las huellas, pisadas, ramas rotas, excrementos, cualquier cosa que pudiera ser importante para detectar la presencia de algún animal, y El los completaba, pero siempre atento a los pasos de su pequeño. El jovencito imitaba a su madre haciendo gestos con la nariz, aunque todavía no podía interpretar los olores como su madre, y con sus pequeñas y delgadas manos cogía los trozos de ramas que su padre dejaba caer después de haberlas examinado con detenimiento. Los padres reían mirando a su pequeño explorador imitar lo que ellos hacían. Estaban seguros de que muy pronto estaría preparado para encontrar alimento él solo.
Al llegar a un pequeño descampado, El buscó en el saco de piel que llevaba a la espalda y extrajo una quijada de jabalí descarnada. Le pidió a Ella un largo hueso afilado, se hizo un corte en la palma de la mano y, dejando caer unas pocas gotas de su sangre sobre el hueso, lo tiró al suelo y, para que la sangre no se secase, lo cubrió con un poco de tierra. Acto seguido se giró hacia su pequeño y le hizo señas para que se mantuviera en silencio. El señuelo funcionó y aquella noche comieron carne fresca.
***
De repente uno de los cinco machos depredadores que integraban la expedición de búsqueda del hijo del jefe se detuvo, los demás lo imitaron. Una quijada semienterrada en medio de una explanada era normal, pero si había restos de sangre fresca, era una pista inconfundible. Los otros se acercaron y observaron. Era de El, estaban seguros. Ese era el señuelo que desde pequeños les habían enseñado los adultos del poblado a todos los machos jóvenes. Era el señuelo de los depredadores. La sangre fresca significaba que debían estar cerca. Descansarían y a la mañana siguiente registrarían la zona hasta encontrarlos.
Al día siguiente, cuando llegaron al borde del acantilado, los seis machos depredadores contemplaron la pequeña cueva y la cala de arena blanca con aguas cristalinas. Después de seis años de búsqueda, presentían que por fin los habían encontrado y empezaron a planear la cacería. Pese al tiempo transcurrido no olvidaban las instrucciones precisas del jefe: «Si mi hijo ha poseído a la hembra sin mentón, traédmelo, y la hembra que muera con su cría, pero no a manos de uno de los nuestros, dejad que el festín sea para los tigres».
Pasaron varios días buscando rastros de dientes de sable, de los que ya quedaban muy pocos. Por fin encontraron excrementos y supieron que no estaban muy lejos, tal vez a menos de un día. Planearon cómo llevarlos hasta la cueva y cuando los encontraron, los fueron arrinconando hasta el acantilado. Sabían que una vez que estuvieran allí, les sería muy fácil detectar el olor de la hembra sin mentón y de su cría.
***
Aquella mañana decidieron que El iría a cazar solo y que Ella y el pequeño se quedarían en la cala de arena blanca recogiendo crustáceos, en otras ocasiones había ido ella sola a cazar, aunque la gran mayoría de las veces iban los tres juntos. Después de varias horas, Ella le hizo gestos al pequeño para volver a la cueva a guardar los crustáceos que habían recolectado. Cuando llegaron, ya en el interior, Ella no tardó en detectar el olor de los dientes de sable. Cogió a su hijo y, con un movimiento brusco, lo colocó detrás suyo, protegiéndolo con su robusto cuerpo. Agarró con firmeza la lanza y esperó. Tenía miedo y su pequeño, asustado, percibía la respiración profunda y entrecortada de su madre. Tenía la mirada fijada en la entrada de la cueva y, gracias a su visión angular, también podía ver lo que estaba haciendo su hijo. Este, quieto y callado agarraba con fuerza la flauta de hueso de oso que su madre le había hecho hacía muy poco, y esperaba sus órdenes.
Ella tenía solo diecinueve años y desde muy pequeña había sido siempre muy consciente de la angustiante emoción que significaba sentir miedo. El instinto, desarrollado por los de su especie durante milenios, la permitió sentir con seguridad que la muerte los estaba rondando y aunque el terror la atenazaba, lo único que podía hacer por su pequeño era pelear hasta el final. Con amargura presintió que su tiempo y el de su amado hijo se estaba terminando y que los instantes que aún les quedaban solo empeorarían el sufrimiento. No sabía cómo habían encontrado la cueva los dientes de sable, pero la brisa traía su olor, el de la muerte.
Apagó el fuego y se acurrucó con su niño en un rincón sombrío de la cueva desde donde podía ver la débil luminosidad del día a través de la entrada. De repente aparecieron las tres fieras, pero debido a la estrechez de la cueva, entraron de a una, siguiendo al líder, que pereció cuando Ella le clavó la rudimentaria lanza. Fue todo lo que pudo hacer, los otros dos se abalanzaron sobre ella y su pequeño, atacándolos feroz y despiadadamente.
Desde lo alto del acantilado los seis machos depredadores escucharon los gritos de dolor de Ella y de su pequeño, pero, sin inmutarse, se dieron la vuelta y se sentaron, para disponerse a esperar la llegada del joven macho descarriado. Por fin se había acabado la expedición y volverían al poblado con su misión cumplida.
***
Al llegar al desfiladero, El iba pensando en todos los felices momentos que había pasado con Ella. Las primeras caricias, el primer beso y la primera vez que hicieron el amor en aquella cueva de la colina. Ella nunca había besado, ni la habían besado, y muchísimo menos había hecho el amor. Aquel día, en aquella pequeña cueva de las tierras del norte, supo que nunca la abandonaría y que vivirían siempre juntos. Pero otra vez se equivocó. El maldito jabalí lo había llevado demasiado lejos y no podía haber imaginado que su compañera y su pequeño hijo serían devorados por las fieras mientras él estaba cazando. Su dolor solo se calmaría muriendo, pero, aunque deseaba con todas sus fuerzas quitarse la vida, no lo pudo hacer, los seis depredadores lo llevaban fuertemente maniatado de regreso al poblado. Durante las semanas que duró el viaje no hubo ni un solo instante en el que no le apareciese la imagen de su pequeño y la de Ella jugando en la blanca arena, en el mismo sitio en el que los depredadores de su padre dejaron la maldita quijada ensangrentada para atraer a los dientes de sable.
Envejecido y con aspecto cansado,