Название | ARN, The Forbidden Fruit |
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Автор произведения | Frank Pedreno |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412444704 |
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En un pequeño valle más allá de las montañas, una comunidad de algo más de ochenta individuos habitaba en cuevas protegidas por afilados peñascos. Los machos saltaban y daban vueltas alrededor del jefe del grupo, ataviado con llamativas pieles. Como el resto, era alto, delgado, de tez blanca y cráneo redondeado, largo cabello oscuro y nariz afilada. Con asombrosa agilidad flexionaba y extendía su musculoso cuerpo, siguiendo el ritmo que marcaban los gritos de los otros machos. Con la mano derecha aferraba una gran lanza de madera quemada y con la izquierda una aguzada punta de flecha. A sus pies, como un preciado trofeo, yacía muerto un soberbio ejemplar de mamut y El, su hijo de unos catorce años, compartía los honores de la cacería. Todos mostraban su alegría porque sabían que esa noche comerían hasta hartarse y podrían guardar suficiente alimento para afrontar el crudo invierno. A pocos metros, las hembras observaban en silencio el ritual y las crías no dejaban de brincar y gritar, pero siempre bajo la atenta mirada de ellas, que las mantenían alejadas del grupo de los machos. Todos tenían algo en común: un pronunciado y bien definido mentón.
De repente el jefe alzó la voz y todo el grupo calló. Los depredadores vivían bajo el poder y control de los machos y todos aceptaban la actitud dominante de sus líderes, porque ese orden jerárquico era vital para la supervivencia del grupo. Mientras que las hembras eran relegadas a tareas secundarias y se dedicaban al cuidado de las crías y a la recolección de frutos, a los machos les gustaba la caza y viajar para descubrir nuevos territorios, pero, sobre todo, para encontrar objetos nuevos que pudieran utilizar como herramientas. Solo tenían un afán, apoderarse de los avances que poseían otras tribus, ya se tratara de atavíos, utensilios o cualquier otra cosa que pudiera ser útil para el grupo. En muchos de sus viajes se encontraban con otros grupos de depredadores y, si no podían adquirir sus herramientas de manera pacífica, lo hacían por la fuerza. El botín para el triunfador era suculento, el aumento de la capacidad tecnológica conducía al crecimiento del grupo y eso era más importante que la simple supervivencia individual. En muchas ocasiones El escuchaba a su padre explicar una y otra vez que sobrevivir era importante, pero lo era mucho más conseguir nuevas herramientas, ya que solo así podrían dominar a todas las tribus rivales.
En los últimos años, los suyos habían tenido éxito en la búsqueda de nuevas herramientas y, a medida que las incorporaban y mejoraban, fueron convirtiéndose en un grupo mucho más numeroso y, sobre todo, más destructivo. Esa característica empezó a ponerse de manifiesto en un ritual que habían incorporado después de descubrirlo en uno de sus viajes exploratorios, las cacerías que se organizaban para la iniciación de los jóvenes cuando cumplían diez años. Este cruel ritual consistía en cazar a los sin mentón, nombre con el que llamaban a los que eran como Ella. En muchas ocasiones el joven hijo del jefe se había mostrado en desacuerdo con las reglas del grupo. Se negaba a participar en esas sanguinarias cacerías y no entendía por qué las hembras del grupo tenían que estar sometidas al poder de los machos. Poco a poco el muchacho fue dándose cuenta de que el gran poder destructivo de su tribu se basaba en el sacrificio de la individualidad de cada uno de sus miembros y en el mantenimiento de un orden jerárquico basado en un patriarcado sin sentido. Siempre pensó que las hembras de su grupo eran diferentes biológicamente, pero iguales a ellos. Creía que el poder del grupo no se tenía que basar en la fuerza de los machos, sino todo lo contrario, en la complementariedad de las capacidades de ambos sexos, las de los machos y las de las hembras. Sin embargo, desde bien pequeños, solo a los machos les enseñaban que tenían la obligación de interaccionar con otros grupos, ya fuese pacífica o agresivamente. El no estaba en absoluto de acuerdo con las ideas de su tribu, y aunque había discutido en muchas ocasiones con su padre, no podía negarse a participar, como todos los machos, en los viajes que hacían para buscar nuevas herramientas. Pero lo que nunca hizo fue participar en el sometimiento de las hembras del grupo.
Había pasado el invierno y era el momento de iniciar un nuevo viaje. Aquel día, doce machos, incluyéndolo a El y a su padre, emprendieron la travesía hacia las lejanas tierras por donde cada mañana salía el sol. Recorrieron grandes distancias sin mucha suerte y, después de tres meses, el jefe decidió retornar al poblado. El viaje había sido muy poco productivo, apenas traían nuevas herramientas y habían perdido cinco individuos luchando contra otros grupos rivales. Cansados, hambrientos y malheridos, se acercaron al desfiladero que marcaba el límite de sus dominios. El jefe no quería correr más riesgos, recordó cómo en alguna ocasión, después de viajes parecidos, alguno de los suyos, por descuido y cansancio, se había precipitado al vacío. Mandó parar al llegar a una colina que le pareció segura y donde había una cueva que estaba flanqueada por el peligroso y profundo desfiladero.
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Como cada mañana, cuando los viejos machos todavía dormían, Ella subió por el empinado camino hasta la pequeña colina. Al llegar a la cima se percató de que un grupo de depredadores había pasado la noche en el interior de la cueva. El, que estaba sentado guardando la entrada, giró la cabeza en dirección hacia el acantilado y vio la silueta y el rojo cabello de la joven, iluminados por el sol naranja que apenas asomaba por el horizonte. Por un instante se cruzaron las miradas. Lentamente se incorporó y dejó caer la lanza que empuñaba como muestra de que no quería dañarla. Ella no entendió su gesto y se dio la vuelta para desaparecer con rapidez por el acantilado. El continuó mirando, pero el intenso brillo del sol lo cegó. Dio un salto y corrió hacia el borde del acantilado, quería volver a verla, pero Ella había desaparecido. Aquella mañana, cuando los de su grupo se despertaron, no dijo nada, y emprendieron el regreso hacia el poblado. Durante todo el trayecto no dejaba de preguntarse quién era aquella hembra de pelo como el fuego que había aparecido entre los rayos del sol.
Pasaron muchos días y Ella no se atrevía a subir a la colina, aunque poco a poco empezó a pensar que, si no había ocurrido nada, era señal de que no tenía que temer por el joven depredador ya que, si hubiese querido, todos estarían muertos. Sin poder evitarlo, empezó a pensar en el joven macho y recordó su altura, sus largos cabellos castaños y en especial el mentón que sobresalía de su cara alargada. Sin darse cuenta, fue componiendo la imagen con la imaginación para ir haciéndola poco a poco, suya. A partir de aquel instante, cuando subía a la colina a contemplar la salida del sol ya no la entretenía darle nombres a las cosas que la rodeaban, ahora todo el tiempo lo pasaba pensando en él.
Aunque ya habían pasado varios días y sus noches desde que la había visto, no podía sacar de su cabeza la imagen de aquella joven hembra de cabello rojizo y mofletes abultados. No pasaba ni un solo día en el cual no pensara en ella. Una y otra vez se preguntaba qué podría hacer para verla de nuevo y le intrigaba sobremanera el pequeño mentón que se insinuaba en su cara pecosa, detalle que lo desorientaba y, aunque se daba cuenta de que era muy diferente a las hembras de su grupo, le resultaba imposible dejar de preguntarse si ella era también una sin mentón. Pero ¿si no era un sin mentón, entonces qué era?
Aquella mañana la actividad en el valle era frenética porque estaban preparando otra gran cacería. Hacía un par de días que habían visto muy cerca del río una gran manada de mamuts y, siempre que tenían que cazar a la más grande de las bestias, la excitación se apoderaba de todos y, aunque se trataba de una fiesta, también sabían que alguno de los machos no volvería.
El día de la cacería, decidió que había llegado el momento de ir otra vez al desfiladero, deseaba con todas sus fuerzas volverla ver. La confusión y la agitación del momento le permitirían escabullirse, pero era consciente de que, tan rápido como se dieran cuenta de que no volvía con el grupo, su padre organizaría una expedición para ir en su búsqueda y removería la tierra entera hasta encontrarlo, porque la sola idea de perder a su hijo lo volvería loco. Pensó que en ese caso diría que durante