Una visita inesperada. Irenea Morales

Читать онлайн.
Название Una visita inesperada
Автор произведения Irenea Morales
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418883156



Скачать книгу

algún tipo de avería ha cortado la línea.

      Tras un par de horas más de cortesía y en vista de que el anochecer se les echaba encima, Florence se dirigió de nuevo al mostrador con Phyllis a la zaga para intentar que les preparan las habitaciones pertinentes. A pesar de su poder de convicción, la gestión estaba resultando bastante complicada, ya que el hotel estaba al completo en aquella época del año.

      Seguía enfrascada en su cometido, apretando las tuercas al personal, cuando vio llegar a un hombre que entraba en el vestíbulo resoplando y con el paso acelerado. Al situarse junto a ella, el desconocido se recompuso el flequillo rizado, que debía de haber perdido verticalidad a causa de la carrera, y le lanzó una mirada descarada tras sus gafas de montura de carey.

      —Buenas tardes —saludó lanzándole una amplia y blanca sonrisa a la que Florence correspondió con un escueto movimiento de cabeza.

      —¿En qué puedo ayudarlo, señor Townsend? —Uno de los empleados de recepción se dirigió con cierta familiaridad al recién llegado.

      —Muy buenas, Alfred. Vengo a recoger a los invitados de la señora Siddell. Me temo que se me ha hecho un poco tarde.

      —Creo que hace rato que lo esperan. De hecho, la señora Morland, aquí presente, confiaba en que se quedara libre alguna habitación para poder pasar la noche. —Ella se giró hacia ellos con gesto circunspecto.

      —Señora Morland, le ruego que me disculpe —dijo aquel hombre acentuando la picardía de su sonrisa—. Mi nombre es Sterling Townsend, y tenía que haber venido a recogerlos hace horas.

      Al verlo más de cerca, Florence percibió que era aún más joven de lo que le había parecido en un principio. Debía de tener una edad similar a la suya, rondando la treintena, aunque su cara resultaba aniñada y risueña, incluso detrás de aquellas gafas.

      —Nos ha extrañado no haber recibido ningún mensaje de la señora Siddell —contestó, todavía reticente.

      —Ya me imagino —añadió él sin perder el gesto risueño—. Un árbol ha caído y se ha llevado por delante las líneas de telefonía de Des Bienheureux y de todo el pueblo. Hemos intentado que lo solucionen, pero por lo visto no podrán arreglarlo hasta dentro de un par de días. He acudido en cuanto he podido.

      —Agradezco que haya venido hasta aquí para avisarnos. Imagino que ya no son horas para emprender el camino.

      —¡Tonterías! He traído mi coche y Geneva reservó uno de los del hotel. La finca no está muy lejos; iremos algo apretados, pero no se darán ni cuenta. —Sonrió—. Saldremos en cuanto lo tengan todo listo.

      —Pero… ¡ya casi está anocheciendo! No podemos aparecer en la casa en mitad de la noche. No sería decoroso.

      —Le aseguro que no será ningún problema. Voy a pedir que vayan cargando sus maletas, usted avise a los demás.

      Daisy montó en el coche alquilado con Millie y Martha Coddington. Phyllis iría delante, junto al chófer. En el otro vehículo, Florence prefirió sentarse junto al señor Townsend, mientras que Tristan y Phinneas ocupaban los asientos traseros.

      Sterling Townsend parecía manejarse tan bien al volante como con las palabras, ya que estas no paraban de brotar de su boca y conseguían cubrir cada incómodo silencio. Cuando mencionó que era abogado, las piezas del puzle encajaron a la perfección, y la joven viuda supo por qué su nombre le había sonado tan familiar cuando se había presentado. Él había sido uno de los encargados de redactar los papeles de la compraventa de la finca.

      Las casi dos horas de camino pasaron volando; al menos para Florence, a pesar de que Tristan había permanecido bastante callado y taciturno, haciendo que se preguntara si es que le disgustaba ir sentado tras ella o si estaba afectado por la conversación que le había visto mantener con Daisy al llegar al hotel, cuando ambos pensaban que nadie los observaba.

      Atravesaron el primer vallado, una arcaica verja de hierro devorada por la maleza que delimitaba el perímetro exterior de la propiedad. La carretera se convirtió en un camino de tierra flanqueado por densos árboles, y continuó así hasta la segunda cancela, enmarcada por un arco que formaba parte de una preciosa estructura de ladrillo rojo con techos abuhardillados y a través de cuyos ventanales resplandecía la luz anaranjada de una lámpara de mesa.

      —Es la casa del guardés, el señor Woodgate. Su esposa es el ama de llaves de la finca —comentó el señor Townsend cuando la atravesaron al ver la curiosidad en los ojos de su copiloto.

      —Recuerdo este sitio. Cuando éramos pequeñas creíamos que era el portal del reino de las hadas. En el jardín también había varios pasajes en forma de luna que, para nosotras, eran accesos a otros mundos. Ya sabe, tonterías de crías.

      —¿Usted y su hermana Daisy? —preguntó con su sempiterna sonrisa.

      —No. Mi hermana Felicity.

      —¿Y podremos disfrutar de su compañía estos días?

      —No sería posible. Falleció siendo niña —aclaró ella con el tono apático de quien tiene asumida la pérdida—. De eso hace ya muchos años.

      —Lo siento mucho. ¡Debo de parecerle tan desconsiderado!

      —No se preocupe, no es culpa suya. Yo no debí haberla mencionado. La verdad, no es algo que suela hacer a menudo. Es este lugar —afirmó mirando a través del cristal—; me despierta recuerdos que llevaban mucho tiempo dormidos. —Florence notó un movimiento a su espalda y giró la cabeza de forma instintiva. El señor Van Ewen dormía plácidamente con los labios entreabiertos, a pesar del traqueteo. Tristan estaba despierto y volvió a repetir aquel movimiento al arrebujarse en su chaqueta. Incluso en la cerrada oscuridad que los envolvía, fue capaz de captar el brillo de sus ojos, fijos sobre ella.

      A lo lejos empezaban a vislumbrarse las titilantes esferas de las nuevas farolas eléctricas que flanqueaban la entrada a la mansión y que, si bien no realzaban su belleza como podría hacerlo la cálida claridad del sol, le proporcionaban un halo blanquecino que resultaba tan onírico como fascinante.

      Los coches se detuvieron junto a la puerta de entrada al mismo tiempo que se abría para que aparecieran por ella dos mujeres cuyo aspecto no podía ser más dispar. Una era alta y regia, con una silueta envidiable a pesar de su madurez, el pelo rubio mucho más corto de lo que dictaban los cánones y la belleza serena de una tarde de verano. La otra era más baja y marcada por voluminosas curvas que copaban el sencillo vestido marrón; los rizos oscuros se le entremezclaban con los canos al escaparse del rodete que le coronaba el rostro en forma de corazón.

      —¡Qué alegría que ya estéis aquí! Siento muchísimo haberos obligado a viajar a estas horas. —La mujer rubia se cubría con un chal de seda dorada que brillaba con cada uno de sus movimientos.

      —No te preocupes, Geneva. He intentado que el paseo fuera lo más agradable posible para tus invitados —dijo Sterling con familiaridad—. Permíteme que te presente a la señora Morland. Sé que te morías de ganas por conocerla.

      —¡Florence! Es todo un honor tenerte aquí. Puedo llamarte así, ¿verdad? Y, por favor, llámame Geneva, como si fuéramos viejas amigas.

      —Claro —respondió esta al acercarse a ella y sentir con asombro cómo la cogía de las manos. Todo en Geneva Siddell parecía dotado de gracia: su voz, su forma de moverse, sus facciones… Por un momento Florence se sintió incómoda a su lado. Tosca. Y deseó que los allí presentes no establecieran comparaciones entre ellas, porque sin duda sería ella la que saldría mal parada.

      —Fíjate, Emilia —continuó Geneva dirigiéndose a la otra mujer—, ¿no es igualita que nuestra Diana?

      —Su cabello no es tan rojizo, pero en lo demás son casi dos gotas de agua. Es un placer, señora Morland. Soy Emilia Woodgate, el ama de llaves. Trabajé en Des Bienheureux hace muchos años, antes de que usted naciera y, ahora, la señora Siddell me ha brindado la maravillosa oportunidad de volver. —Criada y señora intercambiaron una mirada llena de cariño.