Название | Una visita inesperada |
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Автор произведения | Irenea Morales |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418883156 |
¿Sabe una cosa? No se lo comenté en mi anterior carta, pero, en realidad, usted y yo ya nos conocemos en persona. La sostuve entre mis brazos cuando no era más que un bebé, antes de que la profunda amistad que me unía a su tía Diana se enfriara y perdiéramos el contacto. No me sorprendió descubrir que la había nombrado su heredera y que, por tanto, Des Bienheureux pasaba a sus manos. Y, cuando supe que ponía a la venta la propiedad en la que pasé los momentos más felices de mi vida, no quise perder la oportunidad de hacerme con ella. Aunque eso ya lo sabe.
Estoy segura de que recuerda la finca, ya que tengo entendido que la visitó alguna vez durante su infancia. Apenas he cambiado nada, pues estoy segura de que así lo habría querido nuestra preciosa Diana, aunque se ha dotado a la casa de todas las mejoras que los nuevos tiempos nos ofrecen. El inicio del verano allí es una delicia y, como no me gusta estar sola, invito cada año a un selecto grupo de amigos para que experimente lo que los franceses llaman «joie de vivre» en todo su esplendor, alejados del mundanal ruido, las responsabilidades y el estilo de vida asfixiante de la ciudad. Pícnics junto al estanque, partidos de bádminton, paseos por la playa y agradables cenas amenizadas por ingeniosas conversaciones, música y champagne.
No se hace una idea de lo que significaría para mí acogerlas a su hermana y a usted en mi humilde hogar. Sé que Diana, allá donde esté, aplaudiría nuestra reunión. Además, me gustaría entregarle algunos efectos personales de su tía que obran en mi poder y que estoy segura de que ella hubiera deseado que llegaran a sus manos.
Le ruego que me haga saber su respuesta lo antes posible. Oraré cada noche para que acepte mi invitación.
Me despido con el anhelo de poder reencontrarme pronto con usted.
Atentamente,
Geneva Siddell
Florence releyó la carta varias veces. Su mente procesaba las palabras de Geneva del mismo modo que sus papilas gustativas convertían en placer la cucharada de miel que saboreaba de manera furtiva en el desayuno. Las sentía suaves y cálidas, como si en vez de plasmadas en papel se las hubieran susurrado al oído.
Sus recuerdos de Des Bienheureux y de su tía Diana eran lejanos y vagos. La última vez que fueron a visitarla, Daisy ni siquiera había nacido. Ella debía de tener unos ocho o nueve años y su hermana Felicity, seis; fue el verano antes de que la perdieran a causa de unas fiebres. Su madre no había podido acompañarles porque, ya por aquel entonces, estaba bastante débil, así que se pasaron toda la semana tratando de dar esquinazo a la nanny para poder investigar cada rincón de la enorme casa y de las, para sus tiernas cabecitas llenas de imaginación, mágicas tierras que la rodeaban.
Intentó rememorar cada detalle atesorado de aquellos días, cuando su niñez todavía era feliz, fácil y despreocupada. Aquellos recuerdos eran al mismo tiempo vívidos y confusos; su imaginación se había encargado de rellenar algunos huecos y ahora, veinte años después, no estaba segura de qué había sido real y qué no.
Cerró los ojos con fuerza y fue capaz de ver la corona de margaritas sobre los rizos rubios de su hermana, inspirar el aroma de la hierba tostándose al sol y paladear el sabor dulzón de los pétalos de violeta que se deshacían en la boca.
Evocó el rostro de su tía, ancho y recio como el suyo propio. Las mejillas llenas y los ojos oscuros e inteligentes. Sus abrazos vigorosos y acogedores con olor a humo y agua de rosas. Sus cuentos para dormir y las confidencias nocturnas…
Se levantó de la cama de un salto y abrió con brusquedad uno de los cajones de la enorme cómoda de caoba. Rebuscó entre la ropa interior y palpó el fondo hasta que sus dedos dieron con los bordes inconfundibles de una pequeña caja de piel. La sostuvo un momento entre las manos antes de abrirla y contemplar la joya que descansaba sobre el interior de seda roja: un reloj de oro para colgar de la solapa, cuyo broche esmaltado representaba a una criatura feérica con alas de mariposa: la reina Titania desplegando su brillante majestuosidad sobre los mortales. La tapa del reloj tenía dos lirios grabados en plata y un diamante bordeado de rubíes en el centro. Al abrirla, podía leerse una inscripción: «Si dos corazones se juran amor, después ya no queda más que un corazón».
Había sido el regalo que Diana le había hecho llegar por su boda, a la que no quiso asistir. Ya por aquel entonces su tía y su padre no tenían una buena relación, y ella jamás abandonaba Des Bienheureux. Ni siquiera lo haría tres años después, para asistir al funeral de su propio hermano.
Florence examinó con detenimiento el reloj, al que nunca había dado uso por considerarlo demasiado valioso y llamativo. Comenzó a darle cuerda con delicadeza y, una vez que comprobó que las manecillas funcionaban, lo prendió de la solapa de su chaqueta, que colgaba de una de las puertas del armario.
Florence Morland había tomado dos decisiones: aceptaría la invitación de la señora Siddell y empezaría a concederse aquello que, sobre todo por imposición propia, se había estado negando todos esos años.
Y el primer paso era aquel vistoso reloj.
***
Para Daisy Lowell el tiempo solía volverse insuficiente cuando estaba enfrascada en los preparativos de un viaje; sin embargo, aquellas dos semanas habían sido un auténtico tormento, debido al flemático ritmo del transcurrir de los días.
Estaba empacando todos sus frescos vestidos de algodón para el día y sus valiosas nuevas adquisiciones de la Casa de Worth y de Callot Sœurs para las cenas. Aunque esta solía ser una tarea del servicio, Daisy había insistido en hacerlo ella misma, cosa que complació a Florence, que solía alentarla para que fuera más autónoma y menos dependiente de las comodidades que les otorgaba su posición económica. Por fortuna, Phyllis viajaría con ellas para no tener que disponer del atareado personal de la señora Siddell, hecho del que la habían informado puntualmente al aceptar su invitación. Observó con interés que llevaba modelos suficientes para estrenar casi cada día. Verlos todos juntos le hizo sentir un pequeño pellizco de culpa por su frivolidad, que intentó apaciguar convenciéndose de que debía estar deslumbrante para su futuro esposo, aunque la realidad era que siempre trataba de resultar cautivadora allá donde fuera.
Después de doblar las prendas tal y como había visto hacerlo a la doncella infinidad de veces, estas comenzaron a parecerle anodinas y menos sofisticadas que cuando las compró. Se sentía estúpida, pero quería que todo fuera tan perfecto como lo había imaginado y, por más frustrada que se sintiera, sabía que tirar todos aquellos preciosos vestidos al suelo y echarse a llorar no era la solución. Así pues, inspiró con suavidad hasta calmar la irritante vocecilla de su cabeza y se contuvo.
Llevaba varios días irascible sin motivo aparente. En el fondo sabía que lo que la mortificaba era estar separada de Lance y no poder anunciar a los cuatro vientos su compromiso, pues él no quería hacerlo público hasta haber hablado con lord Artherton y ponerle al fin a ella un anillo en el dedo. Si se paraba a pensarlo, la idea de unir su vida a la de un hombre al que apenas conocía le parecía tan perturbadora como excitante.
Se preguntaba si el amor era así: dos extraños apostando a que la pequeña bola plateada acabara cayendo en el color afortunado de la ruleta de la felicidad. ¿Y si se detenía en la casilla equivocada? ¿Qué le depararía la vida entonces?
No podía negar que Lance Hamilton era todo cuanto una joven de su edad y posición podía desear y, como en los cuentos de hadas, había aparecido de repente para salvarla de las fauces de las tediosas cenas con los Coddington. Aquel hombre no solo derrochaba atractivo y carisma, sino que además tenía una vida apasionante y una predisposición natural a sacarle todo el jugo posible a la misma. Estaba convencida de que su matrimonio con Lance sería de todo menos aburrido, máxime si su futuro marido resultaba ser igual de apasionado en todas las facetas de su vida.
Aquello era amor.
Tenía que serlo. Aunque solo se conocieran desde hacía poco más de un mes.
Guardó con cuidado en su nuevo baúl de viaje un sinuoso y escotado camisón de seda y algunas de las delicadas prendas interiores recién adquiridas en París y que prefería