Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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de los Campos. Esos recuerdos, aún un hilo finísimo, son la primera urdimbre que le va a permitir ir tejiendo el macrotexto, el gran mural de los seis Campos, así como otros microtextos y paratextos de El laberinto mágico. Viver de las Aguas, casi en la raya de Aragón, se encuentra, como el destino que aguardaba a la esperanza republicana, entre el camino de la tierra firme, «el áspero, desnudo camino de Teruel», o el que, conduciendo carretera abajo, se precipita hacia la disolución, hacia la muerte, «hacia la mar».

      Ese recorrido, que es el recorrido de la memoria, permite componer a la pluma de Max Aub el macrotexto, o mural de palabras, que es El laberinto mágico.

      En Campo de sangre, con una contundencia a la que era dado Max, encontramos esta afirmación: «No existe el mundo sino su recuerdo». De ahí, pues, ese aferrarse a la memoria y a la escritura, que son una misma cosa: una tabla de salvación.

      En «No basta la nostalgia», artículo publicado por Max en la efímera, pero excelente, revista UltraMar, mantenía un imaginario diálogo con un joven exiliado a quien llama Marcos. En ese artículo decía Max Aub:

      ¿Tú crees que el hombre es sólo el hombre? ¿Tú crees que sólo se trata de reconquistar el hombre? No, Marcos, no: se trata también de volver a tener lo que el hombre hizo y, además, lo que lo hace: el Arlazón y el Tajo, los picos de Europa, Urbión y el Guadarrama. Cuando luchas por España, por reconquistar España, no es sólo para volver por el derecho de los hombres españoles: es para que las piedras de Valladolid, las de Burgos, las de Alcoy, las de Granada, vuelvan a ser tuyas, claras y libres; para que San Marcos y San Isidro de León, San Juan de los Reyes, el puente romano de Córdoba, el castillo de Medina y toda Salamanca vuelvan a ser tuyas, de todos los españoles. (Salamanca entera: San Esteban, dorado; la Catedral, como ascua; la casa de Monterrey, la Universidad, de oro cálido). Y Candelario, y Miranda de Castañar, y las Hurdes. ¿No oyes las piedras? ¿No te dicen nada los ríos? (Entre Eresma y Clamores, Segovia mía…). Porque, piénsalo, dices: allí están, inmutables, y no es cierto: ni el Tormes es ahora el Tormes, ni el Duero es ahora el Duero, ni el Guadalquivir es ahora el Guadalquivir que tú conociste. Los ríos y las montañas de tus recuerdos no son ahora, Marcos, más que recuerdos (Aub, 1947: 16).

      Poco más adelante, con ese apasionamiento tan propio de Max que a menudo alcanzaba un intenso lirismo, seguía diciendo:

      El mar también es de reconquistar… Me dirás: –¡Cuánta literatura! Tan pronto como caigan los hombres… Pero es que sin las piedras los hombres no tienen patria. Son las piedras y los ríos los auténticos padres de los hombres, sus progenitores. Y no bastan los recuerdos que envanecen desvaneciéndose, sino las piedras; y las sombras de los árboles en los ríos y en los canales. (¡Álamos invertidos en los canales de Castilla y Aragón!) Para reconquistar, no olvidar. Y el olvido nace del recuerdo vago e impreciso (ibíd.: 16).

      La mayoría de los personajes del Laberinto, como el propio Max, se habían quedado ya para siempre a solas con los recuerdos personales y colectivos –República, guerra, exilio–, y con la memoria de los paisajes familiares. Con ese pesado hatillo de tiempos y espacios del pasado habrían de habérselas –era parte de la condena– en adelante.

      Max parece expresar su propia situación cuando, en Campo de sangre, pone en boca de Paulino Cuartero estas palabras: «Prodigiosa soledad, con mis monstruos a cuestas, personajes que vivís, hongos, esclavos, rémoras mías, os llevo, tras mi cortejo de lamas, por un mar sombrío sin viento. Soledad de frío, soledad de lluvia. Esa inmensa celda del cielo…».

      La última palabra siempre la tiene, aun cuando la imaginación emprende el vuelo, la realidad. Es lo que también vino a decir Max en estos versos, en los que nuevamente declara su adscripción a los principios de la estética realista:

      Sólo los pájaros pueden despegarse

      de su sombra.

      La sombra siempre es de tierra.

      Nuestra imaginación vuela:

      somos su sombra, en tierra (Aub, 1998b: 173).

      A menudo, el olfato es el acicate de la memoria. En Campo abierto, de pronto, como si tal cosa, nos sorprende Max diciendo de sopetón: «Olía a magnolias». Y ese olor le devuelve el recuerdo de un viaje en un cansino tranvía al Grao, un viaje iniciático al prostíbulo, una escena del pasado personal que se funde con la ciudad ahora prohibida: «Olía a magnolias. Pasó el tranvía por el puente, sobre el cauce seco del Turia. Todo eran luces en la noche y el silencio mecido por el ruido monótono del tranvía. […] El paso a nivel. El paso a nivel. ¿Pero no lo habíamos pasado ya? El Grao. Ancha calle. Los cines. El puerto. Hay que bajar».

      A veces, el recorrido se hace a la inversa. Y las magnolias, en vez de ser punto de partida, lo son de llegada. Así, cuando Ambrosio Villegas –Max– sale, en Campo de los almendros, del Carmen, pasa por el Gobierno Civil y llega a la plaza de Tetuán, se detiene allí a contemplar la «enorme pared de cantería carcomida» del convento de Santo Domingo que nunca le había producido, y dice: «tanto amor, admiración y tristeza». Y de pronto repara en que el aire parece haberse detenido. Y dice Max: «Ni un soplo de aire. Las inmóviles magnolias de la glorieta recogen en sus hojas charoladas las luces del día».

      Volvamos a Viver. El tema del agua, que compite con la dualidad toro-fuego –a veces, transmutada en otros símbolos, como Minotauro o Polifemo–, es recurrente a lo largo de los Campos y, en particular, en Campo de los almendros. El agua conjura todas las significaciones que Aub atribuye a los conceptos de renovación y de progreso. Por eso, derramar y desperdiciar el agua, desaprovechar su capacidad fertilizadora, resulta incomprensible e inimaginable –y desde luego inaceptable– a los personajes aubianos entregados al empeño de transformar aquella España.

      El 15 de marzo de 1938, en el periódico La Hora de Valencia, diario de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), muy próximo a Max Aub –lo codirigió en su primera etapa–, aparecía un joven que gritaba con el rostro desencajado: «¡Resiste, Joven Guardia!». Resistir, un muro elevado sobre las aguas para impedir que se derramaran, se desaprovecharan… Un año después, en marzo de 1939, los últimos combatientes republicanos eran atrapados en el puerto de Alicante, frente al mar. Tuñón de Lara, en su introducción a El laberinto mágico, que hasta hace poco permanecía inédita, recordaba: En aquel puerto, que no fue puerto («asilo o refugio» dice el Diccionario) para nadie, el laberinto real en el que perdidos se buscan Asunción y Vicente, en el que otros están perdidos para siempre porque han perdido, es quintaesencia y trasunto del Laberinto español. ¡Demasiado bien lo sabe el autor, que así lo dice en sus «Páginas azules»!: «Llegué al lugar donde la palabra laberinto cobra su significado» (Tuñón de Lara, 2001).

      Max, que había ido escribiendo la epopeya de la lucha y el ideario republicanos en los Campos anteriores a Campo de los almendros, ahora, en este último Campo, se hallaba frente al precipicio, en el lugar de la tragedia: «Este es el lugar de la tragedia: frente al mar, bajo el cielo, en la tierra. Este es el puerto de Alicante, el treinta de marzo de 1939. Las tragedias siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa, a una hora que no admite retraso».

      Ferrís, llegado a ese lugar de la tragedia, se impone a sí mismo –según también se declara en Campo de los almendros– el deber de escribir esa tragedia. Y ya, desde ese primer momento, se dice: «Lo que debo hacer es tomar notas desde ahora». Y añade el narrador: «Transido, empapado, Ferrís busca su cuaderno, saca y desenrosca su estilográfica, mira a su alrededor. No sabe por dónde empezar. Sin embargo, escribe: “Este es el lugar de la tragedia, frente al mar del que lo esperamos todo”».

      Es exactamente lo que hizo Aub al salir de España en febrero de 1939: empezar a transcribir en cuadernos su memoria de los sueños y las pesadillas de la España republicana. Aub, como Ferrís, se había erigido en notario, en escribano. El empeño de Aub –y el de Ferrís, su trasunto literario– sería dejar en adelante testimonio escrito de una epopeya que acabó en tragedia. Que Ferrís perdiera la pluma, y su vida por salvarla –«La diñó por no dejar la pluma de la mano. Es edificante»–, tiene un clarísimo