Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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a las novelas y relatos del Laberinto mágico, permitiendo que, leídos muchos años después de sucedidos los acontecimientos, sigan teniendo vigencia y actualidad, en tanto que son reflejo de unos hombres que viven una tragedia histórica» (1995b: 21).

      Salta así a un primer plano la espinosa cuestión de la objetividad y la subjetividad del discurso histórico o novelístico. Hayden White, que se ha ocupado del tema desde ambas perspectivas, dice: «La “subjetividad” del discurso viene dada por la presencia, implícita o explícita, de un “yo” que puede definirse “solo como la persona que mantiene el discurso”. Por contrapartida, la objetividad de la narrativa se define por la ausencia de toda referencia al narrador» (1992: 19). El propio Hayden White concluye que, si se consiguiera que los acontecimientos hablasen por sí mismos, sin necesidad de un mediador, entonces, y solo entonces, se evitaría el problema de la subjetividad y por otro lado desaparecería el conflicto entre lo imaginario y lo real (1992: 18-20).

      El melodrama, entendiendo por tal el relato de las pasiones que en la vida privada atrapan a los individuos y los llevan y traen por un laberinto a menudo incontrolable, es otro de los ingredientes de la novela aubiana. Pero el melodrama está en Aub siempre en función del laberinto de la historia, de una historia que en los Campos tiene todos los elementos propios de una tragedia. El melodrama es, pues, un género que en los Campos está siempre subordinado a la tragedia.

      Hay, para ello, varias explicaciones. Una, la presenta Aub, si bien de manera indirecta, cuando en su prólogo a La Numancia recordaba que, para Azorín en esa tragedia, «mezcla primorosa, exquisita, de lo real y lo alegórico»,

      se revela un conocimiento profundo del corazón humano. Hay en estas escenas tragedia de un pueblo y tragedia individual. Se llega, en la primera, a lo más sublime a que el genio humano ha llegado. Y se llega en la segunda a situaciones de tal hondura, de tal delicadeza, que el lector se estremece todo. No se puede ahondar más ni en el arte, ni en la vida (Aub, 1967b: 154).10

      Ricard Blasco, en la presentación del libro de relatos Cuentos sobre Albatera, de Jorge Campos, venía a coincidir con Azorín y, por tanto, con esa conjunción por la que abogaban Cervantes y Aub: «Ya es sabido que el creador artístico no es un historiador, ni tiene por qué serlo, aunque se inspire en acontecimientos que luego serán historia. Suyo es el privilegio de transmitirnos vibraciones humanas, no precisiones documentales» (1985: 10).

      El «estremecimiento» o las «vibraciones humanas», a que aluden Azorín y Ricard Blasco, los transmite el narrador a través de los avatares que experimentan los personajes, con unos deseos y pasiones que los empujan a laberintos personales de los que, las más de las veces, tampoco hay –como en los históricos– una salida. La pareja Vicente Dalmases y Asunción Meliá, dos de los protagonistas de Campo de los almendros, es el ejemplo más cumplido y descollante.

      El cine es otra de las bases que sustenta el discurso narrativo de Campo de los almendros. De hecho, el término campo remite, aunque no únicamente, al cine. En un artículo sobre Malraux, decía que el cine había sustituido «el escenario de un teatro por el “campo”, el espacio limitado por la pantalla, el campo donde el actor entra, de donde sale, y que el director escoge, en lugar de ser prisionero de él» (1989: 308). Los Campos aubianos son eso, un escenario más amplio que el de un teatro. Pero el escenario de cada Campo tiene la limitación espacio-temporal que impone el narrador al calificar cada Campo con distintos apelativos: cerrado, abierto, de sangre, del Moro, de los almendros, francés

      Los Campos son novelas muy cinematográficas. Sobre todo porque el principio que los anima es la acelerada sucesión –en Campo de los almendros más que en ningún otro Campo– de escenas.

      El diálogo, que desempeña una función decisiva en la estructura narrativa aubiana, lo relacionaba Aub a la vez con el teatro y con el cine. Pero esa relación se fue progresivamente decantando cada vez más del lado del cine (Aub, 1989: 308). De uno u otro modo, el diálogo, sobre todo en Campo de los almendros, se constituye –como dice Manuel Tuñón de Lara– en la «columna vertebral de todo el relato, y no ya, como aditamento o como sustentáculo; el diálogo deja de ser arbotante del edificio, para llegar a ser la nervatura de su bóveda» (2001: 52).

      La escena, otro de los elementos fundamentales de la novela aubiana, entronca también con el teatro y con el cine. Los Campos, y de modo particular Campo de los almendros, son obra de aluvión, de acumulación de escenas que se suceden ante la mirada extática del lector. Que las escenas en Campo de los almendros son más cinematográficas que propiamente novelescas lo evidencia que apenas haya descripciones de los personajes porque estos hablan y actúan como si estuvieran físicamente presentes en el celuloide. Esa presencia hace superflua su descripción.

      Hay que tener también en cuenta que la proliferación ininterrumpida de escenas requiere una técnica especial de ilación o soldadura, que se consigue con la llamada técnica de montaje. De ahí el interés de estos comentarios de Aub, aplicables particularmente a Campo de los almendros:

      Encontramos en Joyce, en Kafka, en Faulkner, una sucesión de primeros planos mezclados con una serie de flash-backs; en Dos Passos un montaje continuo de escenas muy cortas. Los planos medios y los primeros planos han dado, en la novela moderna, una importancia creciente al silencio. Los silencios y las pausas son mucho más frecuentes en las narraciones actuales que en el siglo XIX. Su resonancia trágica es mayor gracias al cine (1989: 308-309).

      La alusión a «los silencios y las pausas» explica la continua presencia de espacios en blanco entre las múltiples escenas que pueblan Campo de los almendros. En las «Páginas azules», las pausas a veces están para separar frases muy cortas, incluso de uno o dos renglones. Pero las pausas que separan también –y sobre todo– juntan, porque esos espacios en blanco, esos silencios, funcionan como la soldadura que une las ideas, la ilación del pensamiento. Las pausas son un mecanismo cuya función permite el fluir de conceptos que, como la acción del resto de la novela, están unidos a cal y canto, constituyen una indisoluble trabazón. Las pausas permiten, en suma, el montaje de la novela.

      Campo de los almendros es una novela perfectamente construida. En ella nada falta ni nada sobra. Tal es la labor arquitectónica, la fluida trabazón entre las partes, los capítulos y las escenas, que casi no se nota, casi puede pasar desapercibido todo ese mayúsculo esfuerzo, ese extraordinario logro. Tuñón de Lara, en su varias veces citado prólogo/introducción a El laberinto mágico, decía de Campo de los almendros:

      Novela o lo que sea. En todo caso, ninguna narración hay más estructurada tras un aparente desorden. El desorden no es sino consciente –y pálido– trasunto de la realidad humana que trata –con éxito– de interpretar. Al terminar de leer este Campo no sólo se tiene la cabal impresión de haber vivido aquellos días de la Historia de España, sino también de haber captado sus grandes lineamientos más allá de cada una de sus múltiples historias y circunstancias personales, de las innumerables piezas cuya ensambladura constituye el acabado edificio de esta novela (2001: 116-117).

      Durante mi reciente visita al Aula Capitular del monasterio de Santo Domingo, donde se conserva el doble sepulcro de la familia Boyl, el guía, don Diego Peña, me llevó a la Capilla de los Reyes. Gracias a su iniciativa tuve la inesperada oportunidad de contemplar su impresionante bóveda, obra del arquitecto Francisco Valdomar. Sí, una impresionante bóveda; y también sorprendente, única. Un conjunto de nervaduras sin nervios, esa bóveda se asemeja, con sus complicadas y desnudas aristas, al portentoso tallado de un diamante. Un conjunto de nervaduras sin nervios, como las escenas –pensé– de Campo de los almendros, que están soldadas sin que se noten las soldaduras. Me distrajo de mis pensamientos este comentario de don Diego Penã: «Sin los gruesos muros de la capilla, sin su imponente sillería, no podría haber construido Valdomar esa portentosa bóveda, sus nervaduras sin nervios». «Ah, me dije, también como Campo de los almendros, una novela que está apoyada, construida, sobre las sillerías de los Campos que la preceden».

      Una novela como Campo de los almendros no se puede improvisar.