Название | Campo de los almendros |
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Автор произведения | Max Aub |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788491347804 |
La larga serie de estas evocaciones se parece a un grabado longitudinal que corre al pie de un pedestal masivo sobre el cual se erige el monumento conmemorando la lucha. […] La mayor prueba de su valor: que nunca se cansa uno volviendo a leer estas páginas, dondequiera que sea, que son como esbozos infinitamente reales cuya economía verbal enfoca el interés y evoca percepciones muy finas y profundas (EMA, 8-8).
La idea de conjunto o totalidad orgánica –o macroestructura narrativa– prevalece sobre la de unidad segregada. Así pues, resulta a la postre igual que una unidad –en este caso, Campo de los almendros– contenga una o varias novelas porque es, de una u otra manera, una o varias partes del gran fresco que Aub llamó El laberinto mágico.
La parte tercera de Campo de los almendros, que empieza el 1 de abril de 1939, no necesitaba de ningún machihembrado, porque el 31 de marzo, día en que termina la parte segunda, había dado comienzo una nueva era. Esto es, el tiempo en que los republicanos, desgajados de su espacio-tiempo natural, fueron a la vez desposeídos de su condición de sujetos históricos.6 España tenía un único amo y señor. Los días posteriores al 1 de abril transcurren con agobiante lentitud, acentuando así el tiempo inaugural de la tragedia. Cada día traía, morosa e implacablemente, desgracias, vejaciones, muerte. Y quienes seguían presos habían empezado a perder, irremisiblemente, la noción de tiempo.
Esperar. Esperar, sin saber qué y sin esperanza.
El tiempo de la esperanza se había convertido, para los que quedaban vivos en el interior, en tiempo de disolución, de descomposición.7 Luis Romero llega, en El final de la guerra, a esta conclusión:
Lo ocurrido en el puerto de Alicante es uno de los actos más espeluznantes y deprimentes de la guerra y probablemente uno de los grandes errores políticos de los nacionales, azuzados por el deseo de justicia vindicativa, consecuencia del sino cainita que había presidido la guerra y de lo exacerbado de la propaganda que actuaba a manera de bumerang (1975: 446).
Campo de los almendros solamente podía ser, pues, la novela-tragedia de la esperanza fallida. Un mundo separa los últimos días de marzo de 1939 de los heroicos primeros días de noviembre de 1936. Muy lejos queda aquella bravura, aquella defensa de la legalidad que alientan muchas páginas de Campo de sangre y de Campo del Moro. En Campo de los almendros se recuerda aquel mundo tan cercano y tan lejano ya, pero no para repetir lo dicho en los dos anteriores Campos sino para contraponer –otra vez el juego de espejos– la ilusión a la desilusión, la esperanza a la desesperanza, la vida a la muerte.
Campo de los almendros es la novela del duelo. Del duelo por un mundo perdido irreparablemente, perdido para siempre. En las «Páginas azules» de este Campo, remedando las Coplas de Jorge Manrique, escribía Aub:
¿Qué se hizo el rey don Juan?
¿Quién sabe quién fue ese rey don Juan? Los eruditos, los historiadores. Queda la música del verso, el sentido; el personaje que le importaba a Jorge Manrique se ha borrado.
¿Qué fue de Largo Caballero? ¿De Besteiro? ¿Qué fue de Sanjurjo? ¿Qué de Azaña, de Juan Negrín? ¿Qué fue de Mola? ¿Qué de los vencedores que algún tiempo anduvieron luciendo sus nombres y apellidos por las placas de plazas y calles? Fueron, en su tiempo, importantes. Los demás desaparecieron antes, pero sólo antes.8
En otro lugar de Campo de los almendros recordaba las «tristes figuras llorosas, resignadas» del sepulcro de la familia Boyl. A mí esas figuras, que se encuentran en una capilla de Capitanía, no me parecen solamente «resignadas», porque están rígidas, en estado catártico. Tampoco me parecen simplemente «llorosas», porque lloran con un llanto que es la expresión máxima del desconsuelo. Eso es, por cierto, lo que el narrador, poco más adelante –como si rectificara los adjetivos anteriores: «llorosas, resignadas»–, viene a decir en afortunada pirueta acrónica: «¿Qué lloran estas figuras enlutadas? La derrota de la República, hoy. Lo han llorado todo desde el siglo XIV. Y seguirán haciéndolo por los siglos de los siglos. Están llorando por él. Él por ellas».
Pero, como sea, Max no paraba de preguntarse cómo narrar lo sucedido en Alicante. O lo que es lo mismo, cómo escribir Campo de los almendros. Aub intenta dar la respuesta propia de un novelista que había estado durante años investigado un suceso histórico de enorme trascendencia y que, como novelista que era, no podía limitarse a transcribir fríamente, como meros documentos, sus hallazgos. Aub siempre tuvo presente que tenía que dejar testimonio, memoria del pasado, pero ese imperativo moral en absoluto implicaba tener que renunciar – sino todo lo contrario– al imperativo estético que reclamaba su oficio de novelista. Pues, como había anotado en uno de sus diarios: «Al fin y al cabo, si mi obra tiene algún valor es como literatura. Si no vale como tal, las ideas que contiene mi obra están mejor en cualquier otro autor» (1998a: 237).
Precisamente ahí es donde entra la apuesta aubiana por una escritura realista que, sin renunciar a moldes ya canonizados, presentase una puesta al día del realismo. Lo cual no debía hacerse de manera caprichosa y, por ello, falsa; sino porque los nuevos tiempos, las nuevas realidades, así lo exigían. En 1945, en Discurso de la novela española contemporánea, había lanzado este augurio:
Todo parece predecir el éxito de un realismo que un crítico mexicano adjetivó trascendente, y a mi juicio con acierto. No por la importancia, sino por el hecho de ser llamado a traspasar y penetrar en un público cada vez más amplio. Realismo en la forma pero sin desear la nulificación del escritor, como pudo acontecer en los tiempos del naturalismo. Subjetivismo y objetividad parecen ser las directrices internas y externas de nuestra novelística (1945: 102-103).
Atendiendo a esa premonición, Aub decidió realizar la conjunción del periodismo de investigación con el melodrama, con el cine y con el teatro, conjunción que acabó siendo la argamasa con la que construyó los cimientos y el edificio de los Campos y, de manera muy especial, Campo de los almendros.
La investigación, que en Aub consistía en el acopio continuo de testimonios orales o escritos, se ha de relacionar en su caso más con el periodismo que con el menester propio de un historiador. Pero la dependencia de las fuentes tenía en él primordial importancia porque aspiraba, al igual que un historiador, a un conocimiento fidedigno y lo más objetivo posible de los hechos, conocimiento que consideró previo al proceso de transposición literaria. De ahí que tardara tantos años en componer Campo de los almendros.
Aub partía, en suma, del principio de que necesitaba reunir una pluralidad de testimonios, recoger la mayor diversidad posible de versiones sobre los mismos hechos. Por eso, decía en Buñuel, novela: «Para mí, novelista que voy buscando la verdad a través de la literatura, las reacciones personales son de gran importancia: dibujan mis personajes y, a través de ellos, un mundo» (1985b: 15). Y luego añadía: «Porque si nadie sabe cómo es uno, menos los demás. Tal vez, sin embargo, confrontando testimonios de lo que creen los otros, podamos aproximarnos al “dibujo” de quien sea…» (1985b: 16). En consecuencia, llegaba a esta conclusión sobre Buñuel, novela, que es igualmente aplicable a Campo de los almendros:
Este libro es, pues, un plagio de la Historia tal como la vieron otros, y de la vida según la interpretación de muchos. […] Si lo he subtitulado novela es porque, a pesar de todo, quiero estar lo más cerca posible de la verdad. Las anécdotas, los cuentos, lo inventado acerca de un personaje o un hecho son mucho mejores para conocerlo que los documentos (1985b: 17-19).9
Hay que distinguir, pues lo hace Max Aub, entre la subjetividad suya, o si se prefiere del narrador, y la de los hombres y mujeres que pueblan la narración con