Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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muchos en la Fundación Max Aub de Segorbe, e iba recopilando testimonios de otros testigos con los que estuvo compartiendo cautiverio en las cárceles de Marsella y de Niza, y luego en los campos de concentración de Vernet y de Djelfa, fue planteándose los problemas del realismo, que en Campo de los almendros dirá que ya le habían dejado de preocupar. Afirmación que hay que poner en entredicho porque este Campo, como los anteriores, es en buena medida una reflexión sobre la escritura realista.

      El mar, espacio límite de la tragedia, acabó siendo, en los últimos días de marzo de 1939, una muralla. Algo que ya habían experimentado los personajes del cuento «Santander y Gijón»: «El mar, de pronto, se nos aparecía muralla: en pie, vertical. Hacia el mar se pueden hacer muchas cosas menos echar a correr» (Aub, 1995b: 99).

      El mar convertido, pues, en una muralla que solamente dejaría de serlo para, de un golpe – cuestión de tiempo–, tragarse, como en Campos de los almendros, aquel río humano. Las palabras, como las aguas, habían estado precipitándose por centenares de páginas –de riachuelos–, hasta encontrarse, convertidas en el río humano de la novela –reflejo o trasunto de la historia–, frente al mar. En este Campo se dice: «Han caído de la altura de Madrid a la de la huerta de Alicante; verticalmente, como de un cantil altísimo a una playa enorme sin más salida ni límite que el mar que no es lo uno ni lo otro, a menos que les sustente. Están encerrados, enrejados sobre la dura piedra del puerto».

      Mar y tiempo. Y el hombre, en medio, a la espera de saltar al agua y nadar. Y nadar hasta, irremisiblemente, ante la impasibilidad del tiempo, acabar ahogándose. Aub decía en un poema de Antología traducida:

      Oh tiempo, oh mar,

      vamos nadando

      hasta no poder más,

      todos ahogados

      al fin y al cabo

      el tiempo permanece quieto (1998b: 111).

      Campo de los almendros remite, sobre todo en la primera parte, a los Campos anteriores. No hay manera de adentrarse en la lectura de este Campo sin conocer los demás. Los personajes ficticios, como los reales, tienen una historia, un pasado que les da sustento. De ahí que las continuas alusiones en Campo de los almendros a los restantes Campos y otras narraciones (las incluidas en Enero sin nombre) del Laberinto sean como la savia que alimenta, que da vida, a un frondoso árbol. Eso es, en definitiva, Campo de los almendros.

      El narrador puede –y lo hace– inventar personajes y situaciones, dar saltos temporales hacia adelante y hacia atrás, cambiar el orden de ciertos sucesos, intercalar narraciones, divagar sobre los más variados temas… Como dice Tuñón de Lara, dentro de cada una de las tres partes de Campo de los almendros,

      ... la acción transcurre a modo de secuencias cinematográficas, óptimo método para dar vida al protagonista colectivo (que no es él sino los cientos, miles de hombres y mujeres) sin descoyuntar la obra. Alguna otra vez, el autor se sirve del procedimiento de salto atrás; no faltan algunas historias marginales pero, sobre todo, se trata aquí de evocaciones; del comienzo de la guerra, de los acontecimientos vividos de ella… Como al término de una vida dicen que surgen en visión cinematográfica, así una colectividad en el momento en que va a terminarse como tal, evoca el pasado (2001: 121).

      La trama de la Historia, el inexorable transcurrir del tiempo y de los sucesos históricos impone, inflexiblemente, su ley. La Historia tiene siempre la última palabra, dicta el orden – aunque sea relatada con discontinuidades y hasta con personajes y sucesos inventados– de la narración. En las «Páginas azules» de este Campo se dice: «Para narrar una historia, nada más absurdo que intentar seguir exactamente los sucesos según la hora en que acontecieron; no hay un solo personaje –sin eso no sería una novela– que viva a la misma hora que otros».

      Esas premisas son aplicables igualmente a la escritura de la Historia. Hasta el punto de que Historia y novela, inmersas en la narratividad, entran en un proceso dialéctico que hace añicos la división que establece Aristóteles entre Poesía e Historia (1964: 45). Como dice Hayden White:

      De acuerdo con la opinión común, la trama de una narración impone un significado a los acontecimientos que determinan su nivel de historia para revelar al final una estructura que era inmanente a lo largo de todos los acontecimientos. […] Estos acontecimientos no son reales porque ocurriesen sino porque, primero, fueron recordados, y segundo, porque son capaces de hallar un lugar en una secuencia cronológica ordenada. Sin embargo, para que su representación se considere relato histórico no basta con que se registren en el orden en que ocurrieron realmente. Es el hecho de que pueden registrarse de otro modo, en un orden de narrativa, lo que les hace, al mismo tiempo, cuestionables en cuanto a su autenticidad y susceptibles de ser considerados claves de la realidad (1992: 34).

      A continuación, amplía Hayden White su argumentación con los siguientes comentarios:

      La autoridad de la narrativa histórica es la autoridad de la propia realidad; el relato histórico dota a esa realidad de una forma y por tanto la hace deseable en virtud de la imposición sobre sus procesos de coherencia formal que sólo poseen las historias.

      La historia, pues, pertenece a la categoría de lo que puede denominarse «el discurso de lo real», frente al «discurso de lo imaginario» o el «discurso del deseo» (White, 1992: 34-25).

      Los historiadores, en la medida en que son narradores, comparten muchos de los problemas que han de afrontar los novelistas que se ocupan de la realidad histórica o simplemente novelan sobre el cañamazo del referente histórico. A prejuicios que los novelistas despiertan todavía en algunos historiadores, se deben juicios como estos:

      Muchas noticias se han difundido sobre lo ocurrido en los últimos días de Alicante, a través de relatos directos e indirectos. En una novela, Campo de los almendros, se dedican a este episodio numerosas páginas, basadas en relatos que le hicieron a Max Aub; pero el entreverar tramas más o menos novelescas, introducir personajes de ficción y reivindicar las libertades que al novelista corresponden, hacen que el rigor de aquella narración quede diluido (Romero, 1975: 446).

      Al contrario, argumentaría yo. Porque un libro como Campo de los almendros pretende, entre otras cosas, remediar un problema creado por los no pocos historiadores que, como vaticinó Manuel Azaña, iban a prestar su pluma, tal el más vulgar de los plumíferos, al poder: «Se tejerá –escribía Azaña en junio de 1937– una historia oficial para los vencedores, y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos» (Romero, 1975: 11).

      El narrador retoma, en las primeras páginas de la primera parte de Campo de los almendros, el tiempo –la primera quincena de marzo de 1939– en que transcurre Campo del Moro, machihembrando –para utilizar un verbo muy del gusto de Aub–2 Campo del Moro y Campo de los almendros.3 Por otro lado, llegados al final de Campo de los almendros aparece una clara referencia al comienzo de Campo cerrado. El círculo narrativo se cierra sobre sí mismo, entrelazando tanto las distintas partes del ciclo novelístico-histórico como su comienzo y su final.

      En la segunda parte de Campo de los almendros retrocede el narrador a un tiempo –los últimos días de marzo de 1939– que al ser narrado al final de la primera parte ya había, por consiguiente, narrativamente transcurrido. Pero ese retroceso permite al narrador engarzar las dos partes. Se trata, pues, de una licencia o estrategia narrativa que tiene esa explicación y esa finalidad; y que, desde luego, en nada afecta al tiempo real histórico. Un tiempo que solamente puede repetirse en el tiempo, siempre posterior, de la narración. La Historia, como el tiempo en que sucede, se diluye, se esfuma, desaparece. Es un tiempo irrepetible cuya reconstrucción – únicamente factible en términos imaginario-verbales– se da tan solo en la memoria oral o escrita de los testigos y de quienes, desde la distancia, historian o narran lo sucedido.4 Tal es, al cabo, la función de la historia oral o escrita, y de la novela histórica.

      La tercera parte de Campo de los almendros podría haberse convertido por separado, desgajada de este Campo, en otra novela.