Название | Aleatorios |
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Автор произведения | Sergio Alejandro Cocco López |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878720098 |
Mientras seguía observando con curiosidad la inutilidad de su reloj. Recordó haber leído en algún lado que la hora es una unidad de ascensión recta. Impulsada por una fuerza invisible. Se pregunto si esa fuerza era la misma que lo impulsaba a él.
El tiempo, reflexionó, es algo verdaderamente hermético, secreto. Es invisible, incoloro, intangible, inodoro… no se puede medir ni pesar. Se cruza con todos y todo, a veces paternalmente generoso e indulgente, con amor y paciencia. Otras como un depredador intolerante y hambriento, arrebatando y despedazando. Y todo eso sin siquiera producir el menor ruido. Cuántos alquimistas a lo largo de la historia han intentado poder dominarlo. Pero el tiempo no es algo que pueda conservarse en una botella, sacarle fotocopias, escanear o colocarse en un alambique para luego condensarlo, destilarlo y estudiar sus partes. Meditar sobre eso hizo que comenzara a hilar ideas, una tras otra, hasta que llegó a una curiosa hipótesis. Quizás, él sea un vampiro alquimista que descubrió el secreto de la vida eterna. Y Lucila podría haber sido su pareja, pero hace cientos de años atrás, y la desolación que siente no sea más que los residuos de ese intenso amor que compartieron. Otra teoría podría ser que él mismo sea “el tiempo”, y Lucila esa fuerza invisible que lo impulsa a seguir adelante. Esta última era una idea era muy interesante, se dijo a sí mismo. Al ser él “el tiempo” se podría explicar perfectamente la razón por la que no recuerda su edad, y por qué su pasado cada vez es más difuso. Quizás no tenga años, sino eones. La explicación era más que simple, razonó.
Porque si el tiempo tomara conciencia de sí mismo, si recordase cada uno de los períodos de eternidad en los que ha estado desde el principio de los principios, desaparecería. Como quien camina al borde de un precipicio, si mira hacia abajo o piensa demasiado en la distancia que hay hasta el fondo, se cae.
Oliver estaba consciente de que especular con la idea de que él sea “el tiempo”, rozaba muy de cerca aquel razonamiento filosófico cuyo nombre no recordaba, y que asegura que nada existe excepto la propia mente1.Y aunque este curioso pensamiento de que toda la realidad que circunda al sujeto pensante es creada por él mismo, podría explicar muchas cosas de su vida. A Oliver le parecía una alternativa imposible. Puesto que de ser así, él habría creado a Lucila y al mismo tiempo la hubiese hecho desaparecer, alejándola de sí mismo. Lo que consideraba en extremo inadmisible. Por más “genio maligno” que se disponga a confundir y engañar.
Por otro lado, también existía la posibilidad de que el tiempo en realidad no existiera. Que desde una perspectiva física, no sea más que una mera ilusión. Como afirmó alguna vez aquel famoso físico judío2, de pelo blanco enmarañado y rostro simpático. Cuyo apellido, su antojadiza y caprichosa memoria tampoco le permitía recordar. De ser así como aquel hombre señalaba, su reloj sin agujas estaría marcando la hora correcta. O sea los minutos imposibles de un tiempo ilusorio.
Reordenando sus pensamientos y volviendo a la realidad, se dio cuenta de que no lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había estado con ella. ¿Eran meses? ¿Años? Aunque la verdadera pregunta era… ¿realmente había pasado el tiempo? O todo se detuvo aquel segundo en que los separaron.
Tampoco recordaba en qué instante de su vida comenzó a odiar tanto. Hubo veces en las que llegó a tener la sensación de que su corazón impulsaba odio líquido y oxigenado por sus arterias en lugar de sangre.
Oliver no sabía en qué momento de su vida había desarrollado en su interior esa antipatía total hacia el género humano. En especial con los Aleatorios. Cuando los veía podía adivinar en ellos el egoísmo, la necedad, y una insaciable necesidad de cópula constante. El sexo. Esa energía irracional y fascinante que fiscaliza las acciones de todos. Una de las más vigorosas motivaciones del ser humano. Más intensa y eficaz que el amor.
Un amor que hace mucho tiempo que la humanidad perdió la capacidad de sentir, reemplazándolo con la efímera satisfacción que emana del reluciente reflejo de una tarjeta de crédito para estrenar y con descuento en shoppings.
¿Cómo era posible que después cientos de generaciones de mujeres y hombres escribiendo poesía, suicidándose y enriqueciendo a los dueños de los bares, el amor haya sido vencido por el ego y el poder?
Lo que ahora se profesan, pensaba Oliver, tiene tan poca relación con el verdadero amor como una solitaria gota de agua con un tifón. Parece que el amor con el tiempo se hubiese convertido en una de las tantas acciones cuyo precio fluctúa en un mercado de valores, en el que la oferta y la demanda varían según la influencia que se tiene con el poder o la facilidad de obtenerlo. Y claro, si se piensa en poder se piensa en otra vez en sexo, concluyó para sí mismo Oliver. El sexo, la causa de que vaya en aumento la camada de porquerías desalmadas con los que tenía que lidiar las pocas veces que decidía salir a la calle. Los consideraba a todos ellos unos hipócritas. Sin embargo, tuvo que admitir que hasta para un fenómeno misántropo como él, en ocasiones le era imposible escapar de la hipocresía. Aunque también estaba convencido de que no hay hipocresía más artística y talentosa como la que ejerce un inadaptado engendro antisocial.
Una de las pocas cosas que recuerda de su pasado es que siempre tuvo la sensación de carecer de las habilidades sociales para relacionarse con otras personas. Estaba convencido de que los gestos y las formas con las que él se expresaba estaban mal ubicados, eran confusos y torpes, y que la gente terminaba dándose cuenta del esfuerzo que hacía para parecer normal. Entonces se esforzaba aún más para disimular la evidente actuación, con lo cual, al final terminaba pareciendo un sociópata armado y muy nervioso intentando pasar un control policial. Era como si, en algún momento de su niñez, un profesor borracho le hubiera explicado de mala gana los procedimientos y técnicas necesarios para entablar una charla adecuada. Algo así como un aleccionamiento apresurado sobre la realidad paralela que existe en relación con los verdaderos pensamientos y lo que se dice, o entre lo que se escucha y se quiere escuchar.
En una ocasión, y con el objeto de entenderse un poco a sí mismo y también a los demás, decidió empezar a estudiar las actitudes de las personas. Por lo que pasó un día entero en la peatonal más transitada de la ciudad. Sin comer ni cambiar de banco. Solo se levantaba para ir al baño de los bares cercanos, tomar agua y orinar. Luego regresaba al mismo banco y observaba con detenimiento los gestos y las expresiones en el rostro de la gente. En determinado momento del día (y probablemente por la falta de alimento) tuvo la impresión de que el mundo se había detenido a su alrededor. Era como si hubiese estado frente a una inmensa vidriera repleta de maniquíes de diferentes tamaños y sexos. Todos ellos inmovilizados en sus cotidianas posiciones urbanas; algunos con sus manos en las caderas, otros sentados o caminando, hablando por celular, comprando en quioscos, encendiendo cigarrillos. Vio labios manchados de rouge brillando bajo el sol, ojos lustrosos y opacos puestos sobre rostros detenidos que expresaban diferentes tipos de sentimientos; los aspavientos del amor, el semblante cerrado y opaco de la envidia, las contorsiones de la furia, el primitivo y frío perfil del miedo, el exclusivo y contagioso rostro de la alegría. Oliver observó con curiosidad todas esas emociones fosilizadas brillando bajo el sol del mediodía, y se imaginó a todos esos cuerpos estáticos y en silencio viajando a través del cosmos hacia la eternidad.
Más tarde, bien entrada la noche. Resolvió que había visto suficiente. Y mientras caminaba por las calles solitarias observando su propio reflejo en las vidrieras de los negocios, comenzó a reflexionar sobre los gestos que había visto. En ese instante se dio cuenta de que en ningún momento pudo ver el perdón, la clemencia, la caridad. O quizás sí los vio, pero no los supo reconocer, puesto que eran sentimientos que él no recordaba haber tenido nunca.
Aquella noche, mientras deambulaba sin rumbo por las calles vacías y oscuras, meditó sobre lo dúctil que pueden llegar a ser los músculos y la piel del rostro, y la destreza con la que un sentimiento puede ser disfrazado tras una