como altos cilindros, terminados en conos de punta roma, y cinco mujeres paradas a la orilla del espejo de agua en primer plano. La imagen, probablemente captada en los años veinte o treinta del siglo XX, era una bonita composición. Cliqueó la tecla «Entrar» y se abrió un archivo de texto en castellano, datado en 2015, que leyó con lentitud para entender su contenido. Hablaba del lamentable estado del edificio y sus jardines, un conjunto iniciado en 1886, y del intento de rescatistas patrimoniales para recuperar, al menos, parte del parque: los hermosos cipreses cilíndricos que circundaban el espejo de agua habían sido talados y solo quedaba, en el parque, un solitario ciprés, un alcornoque y un pequeño grupo de araucarias. Calculó que, si los cipreses que bordeaban el espejo de agua hubieran sobrevivido, tendrían ciento treinta años, si no algo más. Serían unos magníficos árboles. Se preguntó cuándo los habían talado y para qué. Aceptó que esta pregunta tenía una respuesta más que probable: para vender su madera. Así que, idos los cipreses, solo permanecían aquellos árboles en un parque de más de siete hectáreas y las ruinas del palacio como vestigio de toda la magnificencia arquitectónica y paisajística que alguna vez había rodeado a las cinco jóvenes de la imagen que acompañaba el texto. Como ellas, el edificio y el parque se habían desvanecido. Regresó a la página anterior y fue visitando imagen tras imagen. Como cajas chinas, cada una se abría en otra multiplicidad de imágenes, aunque no siempre relacionadas con el mismo tema. Le gustaron las fotos antiguas del palacio y su jardín donde había gente: en una se veían, de espaldas, un par de fotógrafos que preparaban una cámara de cajón sobre trípode para retratar, desde la cabecera del espejo de agua, a varias personas dispersas al fondo de ese espacio del jardín. Un hombre parecía estar dentro de la pileta del espejo de agua, entre nenúfares, plantas que no existían originalmente porque distorsionaban el reflejo del edificio. Otras personas se hallaban paradas junto a los macizos cipreses cilíndricos. Calculó la altura de los árboles: de ocho a diez metros. Por la ropa de los fotógrafos, estimó que la foto era de los años sesenta del siglo XX. Así que los cipreses habían sobrevivido por lo menos durante ochenta años. En otra imagen había cuatro mujeres jóvenes, sentadas al borde del espejo de agua y acompañadas de un perro dálmata y un setter irlandés. Observó que detrás de ellas, los cipreses plantados en media luna, para cerrar el espacio del espejo de agua, conformaban una empalizada, un muro compacto en el que no se distinguía un árbol de otro, y que en ese muro los jardineros habían abierto cuatro grandes huecos, como si fueran ventanales, que permitían extender la vista, desde el palacio hacia el parque. Le recordó la empalizada de remate del jardín francés del parisino Hôtel Biron, en la calle Varenne, donde Rodin había vivido, amado y trabajado. También allí, el espacio del jardín se cerraba, al fondo, con topiarios podados en forma de un muro dispuesto en luna menguante junto a una fuente redonda, no un espejo de agua rectangular, con grandes huecos abiertos en el follaje que permitían mirar más allá del muro, hacia un pequeño ámbito ajardinado y la reja que lo separada del recinto y los jardines del Lycée Collège Victor Duruy. La copia no era vergonzosa. Resultaba obvio que los jardineros chilenos habían querido explícitamente copiar a los franceses. Y el resultado era feliz. La copia estaba bien hecha. Muriel dedujo que la foto databa, probablemente, de los años treinta. Aún no había nenúfares en la pileta del espejo. Le llamó la atención otra foto en que la parte central del edificio aparecía duplicada, como una perfecta imagen inversa, al reflejarse en el agua quieta. Y se asombró con una foto tomada desde el aire. Se podía observar el edificio completo y un jardín francés compuesto por un gran espacio cuadrado, dividido en cuatro cuadrantes vegetales por el trazado de dos senderos en cruz con un macizo circular en el cruce, y, a continuación, el largo y más estrecho espacio rectangular del espejo de agua circundado por los cipreses cilíndricos. Tras los cipreses, y rodeando el conjunto del edificio y su jardín francés, la vegetación arbórea y arbustiva del gran parque de la hacienda, desordenada al natural, subrayaba la excepcionalidad del conjunto arquitectónico y paisajístico. No había otra imagen igual. En esto, el parecido con Bagatelle tampoco era vergonzoso. Más simple, era cierto, pero más próximo que al Versalles de Luis XIV. Y, sin embargo, a juzgar por los vestigios del edificio y del jardín, verdaderamente notable, por la similitud con el modelo francés y, sobre todo, por el conjunto conseguido, la simbiosis entre arquitectura y paisaje. Le Nôtre lo hubiese aprobado. Pensó que, quizás, podría integrar esa fotografía a la charla programada para alguno de sus talleres. Debería ir pronto al lugar, que le pareció cercano a una ciudad llamada San Felipe, para reconocerlo por sí misma y percibir, en su abandono, lo que había sido. Como en toda ruina, existía algo fantasmal en aquellos restos. Los restos eran siempre partes que quedaban de una existencia. La vida había florecido allí, y no solo en los seres humanos y en la vegetación. Aunque inerte, el edificio había estado lleno de posesiones. Objetos, espacios, modos y gustos de alguien. Así que la vida también había estado impregnada en la arquitectura. Y donde había existido vida siempre quedaban presencias, algo que sugería, algo que atestiguaba: el contorno del espejo de agua donde habían pisado las chicas de las fotos, los tocones de los cipreses cilíndricos, los senderos por donde la gente había caminado quizás con qué pensamientos y con cuáles sentimientos, la escalinata de acceso al edificio desde el jardín por donde habían pasado los hombres y mujeres que alguna vez estuvieron en una u otra de sus cien habitaciones ya inexistentes. Las personas que se ocupaban de las funciones del edificio y de la pervivencia del jardín. Muriel estaba crecientemente intrigada. Retrocedió a la primera página que se desplegó al activar el navegador y fue al primer resultado: «Hacienda Quilpué - Wikipedia, la enciclopedia libre». Cliqueó dos veces sobre el lado izquierdo del botón inferior de la almohadilla táctil de su computador y apareció la página de Wikipedia dedicada a la Hacienda Quilpué. Comenzó a leer detenidamente el texto organizado según un índice de once entradas. Le costaba avanzar. No estaba acostumbrada a leer en castellano, así que en una nueva ventana abrió el traductor de Google y fue ingresando en el casillero «Español», uno a uno, los párrafos copiados de la página web de Wikipedia. Descubrió que una mujer había iniciado la construcción del edificio y el diseño del jardín en 1886. Otra sorpresa asociada con el lugar. Le gustó que hubiera una mujer como protagonista. Anotó su nombre para googlearlo otro día: Juana Ross Edwards. Apellidos ingleses, de mercaderes asentados en el puerto de Valparaíso. ¿Quiénes eran? Habían llegado al país en los años de su independencia de España, ¿qué los había motivado? Ingleses con gustos franceses, que construían palacios de arquitectura francesa y diseñaban jardines à la française, ¿por qué? Nada de esto se decía en la página. Tampoco había una explicación acerca de cómo habían hecho su fortuna, aunque hicieron mucha fortuna e invirtieron en tierras. Muchas tierras. Muriel se asombró del tamaño de la Hacienda Quilpué: más de cuatro veces el Bois de Vincennes, el mayor de los parques públicos de la Île-de-France. Solo la parte de riego y cultivo superaba las novecientas hectáreas del bosque de Vincennes. Una posesión inmensa. Supo que sus dueños la dedicaban principalmente a la producción de trigo para la exportación y de pasto prensado para forraje de los animales que tiraban carros en Santiago y Valparaíso. Y lo que más le interesó: tenía una viña de la que se obtenía uva de mesa y había una chacra, una huerta de hortalizas, un olivar y un huerto de árboles frutales. Al momento de iniciarse la construcción del palacio ya existían varias edificaciones antiguas en la hacienda: galpones, bodegas, talleres, una lechería, pero no una orangerie para árboles cítricos y otras especies delicadas. Significaba que el clima era benigno, sin grandes fríos, sin grandes calores. Casas viejas contrapuestas a las espléndidas casas nuevas. Muriel reparó en dos fotos yuxtapuestas en la página: una del palacio y otra de la casa rústica, de barro y paja, de una familia campesina. La comparación mostraba lo que había sido una diferencia agraviante, un contraste ofensivo. Marcó el título de la siguiente entrada del índice —«El inquilinaje»—, lo copió y lo pegó en el traductor, pero las palabras arrojadas por el computador en el casillero «Francés» parecían erradas: La location. Esto era un arrendamiento, lo que suponía un arrendador y un arrendatario. Pero si se trataba de un arrendamiento, ¿qué arrendaba el arrendatario en una propiedad privada como la Hacienda Quilpué, cuatro veces más grande que el Bois de Vincennes? Muriel marcó el párrafo de texto, lo copió y lo ingresó en el casillero «Español» del traductor: comprobó que, efectivamente, había alguien que arrendaba un pedazo de tierra para sembrar, con casa y huerto, pero que estaba obligado a trabajar en la hacienda a cambio de una paga en especies. Entendió que a ese arrendatario se lo llamaba «inquilino»