Clara en la noche, Muriel en la aurora. Rodrigo Atria

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Название Clara en la noche, Muriel en la aurora
Автор произведения Rodrigo Atria
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789569986772



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de su computador. Creía tener fotografías del Petit Trianon y sus jardines, así como del Palacio, el Trianón y la Orangerie del parque de Bagatelle, con el rosedal de mil doscientas especies y diez mil matas. Las veinticuatro hectáreas del parque conformaban uno de los cuatro espacios que el Jardin Botanique de la Ville de París mantenía para la conservación, el estudio, los intercambios y la educación sobre la naturaleza vegetal. Muriel pensó incluir algunas imágenes de Bagatelle en las presentaciones power point que tenía preparadas para mostrar la relación entre la arquitectura del edificio del museo y la de algunos castillos o palacios del Loira, de Bretaña o incluso de París. Quizás podía intentar hacer una sobreimpresión reemplazando el Petit Trianon del Parque de Versalles con una foto del museo, perfeccionada con photoshop, para ver el efecto que un jardín francés hubiera podido tener en la arquitectura del Palacio Versailles santiaguino. Tendría que hacer varias fotografías del edificio ante sus ojos. Volvió a hacerse una visera con su mano: Mais oui, cela peut être possible. Y tendría tiempo: un mes de estadía en la ciudad.

      —Estamos listos —dijo Cipriano, ya delante de ella— vamos a montar las armazones. ¿Quiere verlo?

      ORANGERIE

      En el siglo XVII se construyeron en Francia edificios dotados de grandes ventanales y sistema de calefacción donde se guardaban, en los días fríos del otoño y del invierno, los árboles de naranjas dulces que, durante la primavera y el verano, ornamentaban los jardines franceses. Antecedieron a los invernaderos en doscientos años y, además de albergar naranjos, limoneros, laureles, granados y mirtos, se usaron como lugares destinados a las artes, algunas festividades y los banquetes.

      HABÍA SIDO UN día agitado y agobiante. La exposición invitaba a entrar en un jardín francés y recorrerlo como si se estuviera en el lugar. Distintos armazones metálicos instalados en los patios techados del primer piso sostenían proyectores coordinados automáticamente por un computador. Apenas traspasar el umbral de acceso al patio norte, el espectador iba a ser envuelto por imágenes que se desplegaban en los muros, pisos y el cielo artificial de ese espacio, reproduciendo el Castillo de Chambord y los jardines dominantemente verdes que rodean ese exótico edificio. En el patio gemelo del lado sur, las imágenes que debían envolver al espectador procedían del más modesto Castillo de Villandry, cuyos jardines, sin embargo, eran superiores en colorido, estética y vivacidad. Pero en ambos patios, el espectáculo de luces creaba la ilusión de estar en medio de jardines franceses. Puro ilusionismo para resucitar el embrujo entre vegetación y arquitectura, perdido en las abigarradas, neuróticas y agresivas urbes modernas. No faltaban muchos años para que dos tercios de los habitantes del planeta vivieran en ciudades. Estaba previsto que algunas megalópolis llegaran a tener treinta millones de personas. En este escenario urbano, los jardines y las flores llevaban las de perder. Las abejas estaban desapareciendo. Había algunas colmenas en el discreto antejardín de El Louvre, frente al Pont des Arts, e incluso en los techos del grandioso edificio de la Ópera Garnier. El viaje a un jardín francés propuesto en la exposición no era, entonces, una excentricidad o una expresión de esnobismo. Ni siquiera una languideciente muestra de nostalgia. Todo lo contrario: pretendía ser una llamada de atención. Probablemente ya no podía destinarse tanto espacio urbano para disponer de jardines à la française, pero sí podía hacerse un poco de conciencia. Este era el encargo entregado a Muriel por el Jardin Botanique de la Ville de París. Ese era el mensaje inscrito en el viaje virtual que llevaría al espectador por los senderos de Chambord y de Villandry recreados por un juego de luces dinámico y, esperaba, fascinante. Un viaje complementado por las imágenes estáticas que iban a colgar sobre los muros de las demás salas del museo. Los visitantes podrían contemplar grandes fotografías de algunos de los más célebres jardines franceses diseñados por el arquitecto paisajista André Le Nôtre en el siglo XVII y que se conservaban invariables desde entonces: los jardines de Versalles, los del Castillo de Chantilly, los del Castillo de Fontainebleau. Allí se verían, también, el Palacio y el Trianón del parque de Bagatelle, la explanada de acceso con sus esfinges, el jardín del palacio, los árboles del gran parque, sus pequeños puentes, estanques, caídas de agua; sobre todo bellas tomas de la rosaleda de mil doscientas especies que era parte del jardín desplegado delante de su Orangerie. En fin, se descubrirían las tres hectáreas de jardines, salpicados de estatuas y ejemplares de topiarios que, en pleno París, rodeaban el Hôtel Biron, la última residencia del escultor Auguste Rodin.

      MURIEL SE HABÍA tumbado de espaldas sobre la cama. Sin pantalones, para quedarse en bragas y con los pies desnudos, los brazos abiertos y extendidos. Miraba el cielo de su habitación en un hotel del santiaguino barrio Lastarria. Estaba cansada. En el museo apagaron la luz cuando Cipriano y los operarios terminaron de montar las armazones y los equipos de proyección. Pero aún faltaba por lo menos un día completo de trabajo. O más. Quizás la exposición era un montaje ambicioso. Peut-être trop ambitieux, pensó. Tenía en su mano derecha una copa y, mientras repasaba en silencio el trabajo pendiente, removía con lentitud el resto del Aperol spritz que había pedido en la barra del bar cuando llegó al hotel y que diez minutos después le subieron a la pieza. Iba a ducharse y subir al comedor para cenar. Más tarde encendería su computador para revisar material y visitar archivos sobre la Hacienda Quilpué. Sin embargo, de momento no quería moverse. Dejó la copa en el suelo y se dio media vuelta para quedar sobre su estómago en la cama. Del velador tomó su celular, lo desbloqueó y abrió la aplicación de WhatsApp. Fue al grupo titulado Emma et moi y pulsó el signo del teléfono. Cuando escuchó la voz somnolienta de Emma se disculpó:

      —Sé que allá es tarde, lo siento —dijo—. Pero necesitaba hablar con alguien…

      El sonido era maravillosamente nítido, pese a la enorme distancia entre Emma y ella. Esto la alegró. La escuchaba como si su hija estuviese en la habitación del lado. Esperó a que cesaran los reproches enviados desde el otro extremo de la conexión: «Acababa de dormirme, mamá. Mañana tengo una reunión muy temprano y ahora no podré volver a pegar los ojos…». La voz de Emma chocaba con el silencio de Muriel. Sabía que si la irritación de su hija no encontraba sus oídos, terminaría por extinguirse. La dejó continuar sin oponerle palabras. Hasta que Emma concluyó «¿Qué quieres?». Muriel repitió sus disculpas: «Lo siento, de veras que lo siento… Solo que no hemos hablado desde que llegué». Emma estaba despierta: «Para, mamá, ya tienes mi atención. ¿Qué me quieres decir?». Muriel se levantó de la cama, tomó su copa y fue a sentarse a un sillón, junto a una mesa cubierta de utensilios de hotel: una bandeja donde había papel con membrete y lápiz, algunos folletos turísticos, un libro sobre cosas que hacer en la ciudad y pletórico de publicidad, una carpeta forrada en cuero con una hoja de instrucciones y datos de interés adentro. «Está bien», dijo Emma, «¿cómo fue tu día?». Muriel pensó que eso estaba mejor. Se había disipado el malhumor. Le respondió que el día había estado bien, agotador, quedaba tanto por hacer todavía, tú sabes cómo son estas cosas. Cada detalle cuenta, pero saldrá bien. Le contó que se había reunido con el director del museo, rutina diplomática. Un hombre agradable, interesante en todo sentido. Lo malo es que él lo sabe. Ahí está el problema. En realidad, ese es siempre el problema. Subrayó la siguiente frase: «Se saben interesantes». O inteligentes. O guapos. Aceptó el reproche y, riendo, lo admitió: «Sí, es mi culpa». Pero, ¿qué puedo hacer? Todavía no tengo cincuenta años y aún soy sensible al encanto masculino. Le dijo que había códigos universales, aunque otros eran locales y que le costaba descifrarlos. Por ejemplo, el tema de la distancia física entre personas de sexos opuestos. Le comentó que había un hombre a cargo del montaje de la exposición. Un encargado algo cargante. No es que haya hecho algo en que se hubiese sobrepasado, juega al límite, eso así. Y están los operarios. Le dijo que no le preocupaba el sentido de sus pensamientos o de sus miradas. Trabajaban. Y esto contaba suficientemente. También había otro hombre, el conserje. Algunos lo llamaban don Cipriano. Por respeto. Un hombre a punto de entrar en la vejez, un hombre insuficiente, en el que nunca se hubiera fijado. Sin embargo, había algo taciturno en su persona. Y algo oculto en su personalidad. Dijo no saber si esto era parte del ser de muchos de los hombres locales. Se preguntó qué ocultaba y se respondió que quizás tuviera tiempo de averiguarlo. Un mes en la ciudad quizás era bastante tiempo o muy escaso, según qué propósito, ¿no te parece? Aprovechó de preguntarle por Philippe: «¿Estás bien con él?». El novio de Emma no le desagradaba en particular, pero