Clara en la noche, Muriel en la aurora. Rodrigo Atria

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Название Clara en la noche, Muriel en la aurora
Автор произведения Rodrigo Atria
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789569986772



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se escribe? —preguntó.

       Antonio se acercó a ella para mirar en la pequeña pantalla del celular. Se detuvo junto a su hombro, a un palmo de su cabeza. Podía sentir la tibieza del cuerpo de Muriel y oler la ligera fragancia que emanaba de su cabello o de su cuello, no podía determinarlo bien. Bajó la voz para repetir las palabras de la búsqueda. Enseguida las fue deletreando a medida que Muriel pulsaba letras en el teclado digital de su teléfono portátil:

       —Hacienda Quílpue —repitió ella, una vez escritas las palabras, acentuándolas mal.

       —Quilpué —precisó el encargado—. Con acento en la «e» final. Quilpué.

       —Quilpué —dijo entonces Muriel.

       Antonio asintió. Era su aprobación.

       Muriel pulsó el signo de la lupa para activar la búsqueda. Casi instantáneamente apareció, dentro de un tenue rectángulo, el título «Hacienda Quilpué» más el signo utilizado para el término «compartir» en los archivos de documentos virtuales. En la base del rectángulo se desplegaba una franja de fotografías y, debajo, un breve párrafo explicativo de Wikipedia.

       —Ahí lo tiene —dijo el encargado, retomando su sonrisa. Parecía gratamente satisfecho—. Los archivos de internet son inagotables. Asombroso, ¿no le parece?

       A Muriel le parecía. Lo que empezaba a no parecerle era la cercanía física de ese hombre. Para sus adentros, dijo: Reculez, s’il vous plaît! Pensó luego en algo más cortante y grosero: Vous êtes dans mon mètre carré. Sors, s’il vous plaît! Pero, sin conocer los códigos locales, no quería pasar por descortés. Y no hizo ningún reproche. Se concentró en lo que estaba haciendo. Echó un rápido vistazo a las dos primeras fotos de la franja, que simultáneamente cabían en el ancho de la pantalla de su teléfono: se veía un edificio magnífico, un palacete de estilo neoclásico francés, pero lo que más le interesó fue su jardín. En la primera foto, tomada de frente, el edificio se veía al fondo y, adelante, en el primer plano, aparecían los vestigios de un jardín indudablemente francés: dos cortinas laterales de árboles y, al centro, el largo estanque de lo que había sido un espejo de agua. El sitio se veía abandonado. La segunda foto, en blanco y negro, mostraba, en escorzo, una imagen del edificio en su pasado esplendor. Pensó explorar todos los archivos de internet que pudiera en su computador, más tarde, en la habitación del hotel. Y por cortesía, para no ser tan abrupta, antes de cerrar la aplicación de Google Chrome en el celular, preguntó:

       —¿Qué pasó con el edifico y su jardín?

       Antonio, el hombre a cargo, abrió sus fosas nasales y arrugó el labio superior. Media mueca de desencanto y media mueca de disgusto.

       —Quedó casi en el suelo con un terremoto —dijo.

       —¿Terremoto? —preguntó Muriel, girando su cabeza para mirarlo a la cara.

       —Aquí hay temblores casi a diario y muchos terremotos —explicó el hombre a cargo. Había detectado la traza de un desasosiego en el tono de esa pregunta, como solía ocurrir con la gente que viajaba al país. Sonrió con un cierto grado de disfrute. Algo que Muriel supo entender, porque la mueca tenía un código universal.

       —¿Cuándo fue? —volvió a preguntar ella. Y de nuevo giró su cabeza para clavar sus ojos sobre la pantalla del teléfono.

       —El ochenta y cinco... —dijo el hombre.

       —¿Ochenta y cinco? —esta pregunta de Muriel había sonado como una expresión de incredulidad, casi con dolor. Añadió:

       —Es mucho tiempo, ¿no?

       —Más de treinta años.

       —¿Y sigue en el suelo?

       —Peor… Solo quedan algunas ruinas.

       Era un desastre que Muriel lamentó. En Francia ocurrían desastres similares, bien sûr, pensó y recordó varios ejemplos. Aunque una de las causas parecía diferente: guerras en vez de terremotos. Las otras dos eran universales: codicia inmobiliaria y estupidez humana. Pero, comparativamente, las ruinas de un espacio paisajístico como el del Palacio Versalles local era un impacto mayor en el patrimonio arquitectónico y cultural de un país pequeño y periférico. En todo caso, tenía una hebra de conocimiento, algo interesante en su campo profesional y pensó que, como todas las hebras, valía la pena seguirla. Para descubrir cuál era el tejido al que pertenecía o a dónde llevaba. Apagó el celular y fue como levantar una esclusa. Lo que estaba estancado fue repentinamente fluido. Un flujo de agua entre su cabeza y la cabeza del hombre a cargo, que así se despegó de su cercanía.

       Los operarios habían terminado de descargar la camioneta y de trasladar los rollos de tela al interior del museo. Las armazones de metal permanecían afirmadas al muro de la fachada, a un lado de la puerta de ingreso al edificio. Después serían armadas como sendas estructuras tubulares en cada uno de los dos patios techados del museo y en ellas deberían instalarse varios proyectores de imágenes para conseguir el efecto deseado: una idea del espacio que ocupaba un jardín en el entorno de un gran edificio.

      Cipriano apareció por la puerta y caminó hacia Muriel. Ella no necesitaba códigos para saber lo que venía a decirle: estaban listos y quedaban a la espera de sus instrucciones.

      Muriel pensó que, a lo mejor, era posible ir al Palacio Versalles local. Arrendar un automóvil y cubrir los noventa kilómetros de distancia. Un día de dedicación. Para ver exactamente eso: el ejemplo de un edificio y los jardines monumentales a su alrededor. O lo que quedara de ellos. Incluso así, quizás era un antecedente. Algo tan distinto a lo que ocurría con el edificio del museo de la Quinta Normal y su entorno. Un edificio neoclásico francés sin un jardín francés. Los palacios del auténtico parque de Versailles estaban rodeados de jardines. À la française, pensó Muriel. Y, en cambio, lo que ocurría allí no era en esto nada similar. Una gran avenida, atestada de vehículos, corría paralela al edificio del museo, a las afueras de la reja perimetral. A escasos metros del portón de ingreso había un paradero de autobuses y el patio de acceso estaba pavimentado para el estacionamiento de automóviles. Cierto que había algunos pequeños parterres con plantas y flores, y que a espaldas del edificio aparecían los añosos árboles de la Quinta. Pero, en estricto rigor, el edificio estaba aislado de ese telón de fondo por una reja que lo circundaba y no tenía jardines a su alrededor. En su opinión, esto afectaba la nobleza de su arquitectura. Porque el jardín à la française había sido concebido en su origen como una extensión de la arquitectura, para terminar articulándose tan íntimamente con los edificios que llegó un punto en que se hizo indistinguible qué cosa se creó para qué: si el jardín para el edificio o el edificio para el jardín. Una simbiosis única y tan perfecta entre jardín y arquitectura que, con toda propiedad, se podía hablar de un paisaje construido. Un paysage construit. El propio lenguaje de la construcción paisajística francesa se había apropiado de palabras de la arquitectura y de la decoración de interiores: las distintas zonas, espacios o ámbitos del jardín pasaron a ser identificadas como salles, chambres y théâtres de vegetación. Los setos fueron llamados les murs y el agua surcaba por coureurs y escaliers, corredores y escaleras, organizando y limitando los espacios, o bien formando auténticos espejos, miroirs, donde el cielo, los árboles y los edificios podían verse nítidamente reflejados. En el suelo había alfombras de hierba, que se llamaban tapis, y sobresalían los parterres, macizos o cuadros de plantas y flores, separados por caminos, diseñados como si fueran geométricos bordados vegetales o brodés. Y con los árboles se formaban cortinas, es decir, rideaux, a los costados de los paseos. Al ver el edificio del museo, desnudo y disminuido por la mezquindad espacial y paisajística que lo rodeaba, Muriel pensó: Le Nôtre se retournerait dans sa tombe. André Le Nôtre, el más importante jardinero de la Francia anterior a la revolución, ya se había revolcado en su tumba cuando a mediados del siglo XVIII el jardín inglés, naturalista y romántico, irrumpió en el continente europeo y relegó el jardín francés, geométrico y artificioso, a la historia y la arquitectura fue desplazada como cimiento de la construcción paisajística. El arte que imperaba era el romanticismo y su expresión dominante era la pintura. El jardín no hizo más que doblegarse a ese dominio. Todo un