Clara en la noche, Muriel en la aurora. Rodrigo Atria

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Название Clara en la noche, Muriel en la aurora
Автор произведения Rodrigo Atria
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789569986772



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la marginalidad y la droga.

       El joven poeta y guionista Pablo Paredes fue el ganador de la vigésima octava versión, dedicada al género Poesía, con Los animales por dentro.

       Al cumplir 29 años de existencia, el Premio Revista de Libros convocó a escritores chilenos y argentinos a participar en el género Novela. Entre las más de cuatrocientas obras recibidas resultó ganadora Clara en la noche, Muriel en la aurora, de Rodrigo Atria. El jurado, compuesto por Macarena Areco, Gonzalo Contreras y el ensayista mexicano Christopher Domínguez, la escogió por votación unánime y ahora se entrega al juicio del lector.

      A la memoria de Fernando Atria Ramírez, diseñador de jardines, que amaba las plantas y las flores como ninguno y que, como pocos, las cuidó exquisitamente en el invernadero de la Quinta Normal de Santiago.

      Él era mi padre y yo fui su testigo.

      PARTE I

      BAGATELLE

      La palabra significa cosa de poca importancia o valor, aunque el diccionario francés agrega: «… O, irónicamente, muy importante». Y es por esto que el Parc de Bagatelle, colindante con el parisino Bois de Boulogne, recibe el nombre: su palacio nació, en 1777, de una apuesta entre la reina María Antonieta y su cuñado, el conde de Artois. Fue construido en el brevísimo lapso de sesenta y cuatro días y costó, irónicamente, la bagatela de seiscientas mil libras en vez de las cien mil previstas en el proyecto original. En su día fue conocido como la Folie d’Artois —la Locura de Artois—, pero con la Revolución de 1789, a la que subsistió, los ciudadanos lo bautizaron como Parc de Bagatelle.

      EL MUSEO ESTABA cerrado temporalmente, mientras montaban la exposición anunciada. Una pizarra sostenida por un atril, que habían instalado apenas unos metros detrás de la maciza reja perimetral, lo decía con claridad: «Estamos cerrados, trabajando para usted en la próxima exhibición. Disculpe las molestias». Unos pocos automóviles estaban estacionados en el patio de acceso al recinto, delante del hermoso edificio de dos pisos, diseñado en estilo neoclásico francés y construido en 1920. También había dos camionetas desde las que seis operarios bajaban rollos de tela, armazones metálicas, grandes baúles herméticamente cerrados y varios embalajes de madera, de distintos tamaños, rectangulares y delgados. A unos metros, Muriel observaba atentamente la maniobra. Había llegado a Chile tres días antes y ahora estaba de pie, sobre el suelo de un entorno que no conocía, procesando los códigos de funcionamiento de la ciudad y su gente. Algunos los entendía, porque eran universales: los del hotel en que se alojaba, los de la actividad del museo. Pero otros quizás no, porque eran locales: «No es bueno andar a la defensiva para conocer otra cultura, pero abra bien los ojos», le había dicho el agregado cultural de la Embajada de Francia tras recibirla en el aeropuerto. Y ella estaba atenta. Para procesarlos lo más rápidamente posible y asegurar que todo, cada detalle, saliera como lo había pensado en horas de trabajo preparatorio antes de abordar el avión y volar hasta allí. Como la maniobra que hacían los operarios ante su mirada. O la actitud del hombre que, junto a ella, brazos en jarra, los observaba también. Dijo llamarse Antonio y lo había conocido como el encargado de montar la exposición: «El hombre a cargo», de acuerdo con la explicación que se le dio. No precisamente un curador, porque la muestra no tenía curatoría. Pero era algo así, según lo había entendido ella. Y estaba igualmente atento. Ninguno de los dos hablaba, pese a que ya lo habían hecho: él, en un español con acento chileno, salpicado de palabras francesas e inglesas mal pronunciadas, y, ella, en un español más que pasable. Lo había aprendido en la secundaria y, tiempo después, lo había practicado durante una temporada de intercambio en Madrid. Muchos años antes. Pero el idioma castellano había permanecido en ella. Temía que la traicionase. Que las lagunas perforaran su recuerdo cuando más necesitara de las palabras españolas. Aunque ahí estaban, en ella, no dejaba de sentirse débil o insegura. Tendría que hablar mucho en español. Pero, de momento, decidió olvidar el problema: Au diable avec ça!, pensó. Ahí había, además, otro hombre, observando a los operarios y, a veces, hablándoles y orientándolos. De poca altura y enjuto, parecía cargar más años sobre los hombros de los que probablemente tenía. Un asunto de códigos: ¿cómo envejecían los hombres locales? Sobrepuesta a su ropa usaba una bata o cotona de color barquillo. Y gesticulaba a menudo. Lo habían llamado Cipriano, el conserje. Muriel podría recordarlo en detalle. Lo tenía en imágenes guardadas en la memoria de la máquina fotográfica profesional que tenía colgada de su cuello. A veces, Muriel ponía una mano sobre sus cejas, como visera, para cubrirse de un sol todavía fuerte a inicios de marzo en la ciudad y ver todos los movimientos con mayor nitidez. Sus anteojos, de marco rojo, tenían lentes que no se oscurecían a la intemperie. Llevaba el pelo bastante corto, a la masculina. Vestía una camiseta roja, suelta, sobre pantalones negros y sus pies estaban enfundados en zapatillas deportivas rojas. Rojo y negro contra fondo blanco. Este era el color del edificio del museo: un blanco que había adquirido una hiriente intensidad con la luz del sol del mediodía cayendo a raudales. Muriel se había admirado del hermoso edificio de arquitectura francesa al ver fotografías del lugar cuando supo que la Dirección de Espacios Verdes y Medioambiente de la Municipalidad de París la había designado para viajar al otro lado del mundo y hacerse cargo de la exhibición que iba a montarse allí, en la sede del Museo de Arte Moderno ubicada en una antigua quinta agrícola de una remota ciudad latinoamericana. Ese era el edificio que tenía ante sus ojos y que ahora, cuando lo veía en terreno, le parecía aun más interesante. Por su sencillo diseño, con escasos artificios decorativos y de geometría nítida, por su planta rectangular, simétrica, y por su columnata en la fachada, le recordaba al Trianón del Parc de Bagatelle, uno de los cuatro parques del Jardin Botanique de la Ville de París que administraban en la Dirección de Espacios Verdes. Pero, con sus dos pisos, era un edificio más noble y hermoso que el Trianón de Bagatelle, lo reconocía francamente. Comparable, por esto, con el Petit Trianon de Versalles, aunque este edificio era de planta cuadrada. Si no había entendido mal, el hombre que estaba junto a ella, observando la maniobra de los operarios que descargaban la camioneta, el hombre a cargo, había dicho que el edificio del museo se conocía precisamente con el nombre de Palacio Versailles. Un dato curioso.

       —¿Versailles? —preguntó ella, asombrada de que él usara la pronunciación francesa de la palabra.

       —Así es, oyó usted bien —había dicho Antonio, el encargado. Para seguidamente agregar con algo de picardía:

       —Versailles, dicho à la française.

       —¿Y cuándo lo construyeron?

       —Está en la fachada —dijo el encargado, apuntando con un dedo una inscripción en el muro—. Año mil novecientos veinte.

       El Trianón del parque de Bagatelle lo precedía por cincuenta años. Podía tratarse de una influencia directa.

       Muriel cayó en un abrupto silencio. Estaba desconcertada. En parte, por su inseguridad con el idioma local y, también en parte, por la existencia de rastros tan definitorios de la cultura francesa tan lejos de Francia, en un país que no había estado bajo su colonización.

       El encargado interpretó bien el silencio de Muriel y actuó como si ella hubiese prolongado el diálogo con una pregunta: ¿Por qué?

       —Aquí hay otro edificio al que también se le dice Palacio Versalles —explicó, y Muriel notó que ahora él usaba la misma palabra «Versalles», aunque con la pronunciación castellana—, pero no está en esta ciudad. Así que, para distinguirlos, ese quedó como Versalles y este como Versailles… à la française.

       —¿Y dónde queda el otro Versailles? —preguntó ella, ahora aún más intrigada por la información.

       —A unos noventa kilómetros. Hacia el norte.

       —¿Y tiene jardines… à la française? —preguntó.

       —Lo tuvo. Un bellísimo jardín.

       —¿Hay imágenes en internet?

       —Por supuesto —dijo Antonio. Y le sonrió—, imágenes y datos. Busque por «Hacienda Quilpué».