Название | Clara en la noche, Muriel en la aurora |
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Автор произведения | Rodrigo Atria |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789569986772 |
Estaba contenta.
A un centenar de pasos, un lienzo colgaba de un poste en el acceso al Museo de Arte Moderno. Allí aparecía el título de la exposición: El Jardín Francés. Se había inaugurado un par de días antes con buena asistencia de público, autoridades y periodistas. De pie sobre una tarima instalada en el vestíbulo de distribución del primer piso, Muriel había explicado qué cosas iban a contemplar en las salas del museo: fotografías del Parc de Bagatelle y los otros tres parques en París que conformaban el Jardin Botanique de la Ville e imágenes de la composición en coloridas cuadrículas vegetales del jardín huerta del Château de Villandry y de los ornatos geométricos como flores de lis, sobre alfombras de pasto, del jardín que rodeaba el Château de Chambord, todas ellas proyectadas en movimiento por los videoproyectores levantados en cada uno de los patios internos del museo.
—El jardín à la française —leyó Muriel de papeles que sostenía ante el micrófono— se ha visto como expresión del dominio humano sobre la naturaleza —miró hacia la gente reunida en el vestíbulo y continuó:
—Y es cierto. El boj y la rosa no están a la par del ser humano, pero esta superioridad no nos da derecho a justificar una explotación irracional y destructiva. Todo lo contrario, nos exige responsabilidad. Apropiarse de la belleza de las flores y de la bondad de las plantas tiene por condición la necesidad de amarlas y respetarlas. Amor, no despreocupación ni negligencia. Respeto, no desprecio ni maltrato.
El espíritu que impregnaba sus palabras era el de una toma de conciencia sobre la fragilidad de los equilibrios naturales que se estaban degradando aceleradamente en la era del Antropoceno:
—Espero que vean en el jardín francés un antídoto y no un tóxico —dijo Muriel. Y concluyó:
—Porque, como toda belleza, la belleza cultivada por los jardineros franceses del pasado es redentora de nuestros errores del presente…
Al terminar, destacó la importancia que la Dirección de Espacios Verdes y Medioambiente de la Municipalidad de París daba a la colaboración con el museo y agradeció la asistencia del público. Después, aplacados los aplausos de cortesía, animó a los visitantes para que pasaran a uno u otro patio interior del edificio: al jardín huerta de Villandry a la derecha, o al jardín de ornatos geométricos de Chambord a la izquierda.
Y entonces Cipriano captó la señal de Muriel y la transmitió a los técnicos para que soltaran las luces de los proyectores en cada patio interior y que los muros, suelos y cielos se llenaran de imágenes de esos jardines. Fotografías que no eran una película, sino un juego de superposiciones, desplazamientos y fundidos que creaban el ilusionismo de un espacio vivo y envolvente, como si el espectador estuviera realmente pisando la gravilla de los senderos, respirando el aire cargado de pureza y aromas, rozando pétalos, hojas y ramas podadas.
Mezclada con los visitantes, Muriel fue recibiendo felicitaciones.
Las cosas habían salido bien.
Vio a Cipriano agazapado tras una de las columnas que sostenían el segundo piso del edificio, observando con asombro el mágico despliegue de las imágenes: ciento quince mil plantas de legumbres y de flores, combinadas y organizadas según colores y tipos de cultivos, producían patrones geométricos en nueve cuadrículas vegetales del jardín huerta de Villandry.
—¿Le gusta? —preguntó Muriel en un susurro.
Don Cipriano se giró hacia ella. Tenía la cara transformada, los ojos humedecidos.
—¿Qué le parece? —volvió a preguntar Muriel.
—Muy hermoso —balbuceó el conserje—. Nunca había visto algo igual.
Muriel puso una de sus manos en el brazo de un hombre conmovido. No le importó ignorar si tocarlo así era, o no, un gesto aceptable en el código local de la correcta distancia física entre dos personas de sexo opuesto. Simplemente lo hizo.
—Me alegro de que le guste —le murmuró, mirándolo a los ojos—. Ya me dirá algo del resto de la exhibición.
Se sintió halagada por su trabajo. Después de todo, un hombre como ese, sencillo y silencioso, que llevaba tantos años trabajando en el museo, debía guardar numerosas imágenes en su memoria. Y, sin embargo, nunca había visto imágenes y luces como las que ella había traído desde tan lejos. Pensó que tenía que preguntarle muchas cosas y que lo haría. Entonces se giró y lo dejó solo, para que don Cipriano volviera a envolverse en las imágenes que seguían en su ficticio movimiento.
FRENTE A ELLA estaba el armazón, desprovisto de todos sus vidrios. Eran los restos de un invernadero francés. Entendió que, de alguna manera, la sonrisa con que acababa de fotografiar una gata preñada era irónica en ese lugar tan marchito, tan decadente. Lo miró bien: era visible que ese armazón había tenido mejores días. Don Cipriano le había contado que recordaba haber visto el invernadero lleno de plantas y flores exóticas, mucho tiempo atrás, de la mano de su padre. Anciano ahora, el hombre había sido conserje cuando el edificio de arte moderno, donde se exhibía la muestra sobre el jardín francés, albergaba la Facultad de Agronomía de una universidad. Muriel entendió que la universidad se había ido a comienzo de los años setenta. ¿Y después? Agronomía e invernadero. Tenía lógica. Había habido otro mundo allí. ¿Qué quedaba de ese mundo? Don Cipriano sabía.
No era posible acercarse a los restos del invernadero, porque el armazón estaba rodeado de una valla perimetral desde hacía pocos años. ¿Qué protegía esta reja? No quedaba mucho para robar: ni un solo vidrio; el zócalo estaba desconchado; los pilares, vigas y cerchas de fierro tenían mucho óxido; también faltaban algunas piezas de la estructura y otras estaban dobladas; en las puertas metálicas habían enmarañados grafitis basura; aún existía un seto alrededor del perímetro de la estructura, con algunas matas que luchaban por conservarse verdes, pero que, mayoritariamente, estaban secas y, en la base del seto, se observaban algunos adoquines levantados.
—¿Por qué el armazón del invernadero está enrejado? —quiso saber Muriel.
—Los niños tiraban piedras para romper los vidrios —respondería Cipriano más tarde.
—¿Y nadie decía nada?
—Nadie —diría el conserje —. Después llegaron bandas de muchachos, hombres y mujeres. Y hacían de todo… —miraría a Muriel con cierta vergüenza, como si le estuviese pidiendo perdón—. Se encaramaban a lo alto de la estructura y los chicos colgaban a las muchachas de los pies, casi desnudas, y les vaciaban botellas de vino, usted perdone, entre las piernas.
La gata se paseó por el zócalo, miró a Muriel como si sus ojos fueran un par de agudas agujas mientras calculaba si de ella emanaba alguna amenaza. Después parpadeó, bajó la cabeza y saltó a la tierra. Pronto, pensó Muriel, iba a echarse en alguna parte de ese paisaje para parir su camada. ¿Sería una buena cazadora para conseguir suficiente alimento?
¿Y