Clara en la noche, Muriel en la aurora. Rodrigo Atria

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Название Clara en la noche, Muriel en la aurora
Автор произведения Rodrigo Atria
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789569986772



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bien, que fuese a tener una reunión de trabajo. A propósito, le comentó que iba a revisar alguna de las charlas preparadas para sus talleres sobre el jardín francés. Había encontrado material local. Y dedicaría una para hablar de las orangeries, aquellos edificios hechos para cuidar árboles y plantas. No todo el mundo sabía lo que significaban. Las habían inventado los italianos para los jardines renacentistas y las llevaron a su esplendor los arquitectos y jardineros franceses. De la limonaia, o el giardino d’inverno, se pasó a la orangerie. Cierto, las habían inventado para proteger cítricos y otros arbustos exóticos destinados a jardines de privilegio. Pero lo realmente importante era el concepto que había permanecido en el tiempo y en la cultura: esos eran edificios de espléndida arquitectura para crear microclimas donde algunas especies vegetales, «tan injertadas en nuestros paisajes —así lo pensaba— que su origen llega a parecernos propio», podían sobrevivir a las peores inclemencias. El privilegio del pasado se había convertido en una esperanza para el futuro en un mundo crecientemente inhóspito. Le dijo que había pensado hacer un fotomontaje para mostrar una colonia humana en Marte con la Orangerie del Parque de Bagatelle o la del Jardín de las Tullerías. «Un poco mucho», le respondió Emma. Y Muriel se rio: efectivamente, podía ser un peu beaucoup. Pero el mensaje no podía estar más claro, ¿no te parece? La creatividad y la virtud bien utilizadas. «Es tarde», le dijo Emma. Muriel le respondió que lo sabía. Por eso iba a dejarla dormir. Bonne nuit, susurró. Y volvió a quedarse sola. Se levantó del sillón y recogió del suelo la copa con el resto de Aperol spritz, para apurarlo de un trago.

      Media hora después, duchada y vestida, Muriel subió al comedor del hotel. Desde ese piso superior se veían las luces de la ciudad extendidas como una mancha de antorchas. Pidió una copa de carménère, que el mesero, un tipo joven, barba de tres días y peinado disparejo, definió como vino tinto, de cepa extinguida en Francia y sobreviviente en el país, así que única en el mundo, con aroma a frutos rojos y violetas, algo inmaduro, aunque no mucho, y de taninos más suaves que el cabernet sauvignon. La explicación le cayó bien. Decidió probar una copa y se sentó a una mesa junto al ventanal. Eligió su cena.

      Los efectos de las luces interiores y exteriores, en la noche santiaguina, producían un reflejo curioso: las mesas del comedor parecían flotar como nubes sobre la ciudad. Varias estaban ya ocupadas. Pasajeros y visitas, sin duda. Evocó a Emma. Estaría durmiendo. Saltó a lo que le quedaba por montar de la exposición, tres días antes de la apertura. Tiempo suficiente, pero no para echar demasiadas horas por la borda. Haría fotos de la inauguración para mandárselas a Emma. Le hubiera gustado tenerla con ella para que fuera testigo de cómo se desempeñaba profesionalmente en un medio extraño y distinto.

      Primer plato de su cena.

      No se atrevía a relajarse. Su presencia allí no era parte de la naturalidad de aquel lugar, ni de la ciudad. No había viajado para hacer turismo, sino para hablar de jardines, arquitectura, cultura y desafíos de la modernidad urbana. Le agradaba la ciudad que hasta ese momento había visto. Poco todavía: el barrio del hotel, bohemio y algo híbrido, y el que estaba próximo al museo, con una gran avenida que pasaba junto al parque de la Quinta Normal y que parecía estar recuperándose de una prolongada decadencia. Árboles en una lucha desventajosa contra la polución de miles y miles de motores. La urbanización del mundo era imparable. La pregunta sobre la que quería fundar su reflexión decía así: ¿resultaba posible humanizar ese proceso, ya que no era posible detenerlo antes de que hubiera desencadenado todos sus impactos, algunos quizás irreversibles? Y si era posible, ¿entonces hasta qué punto? La cuestión era encontrar la fórmula para resolver el conflicto entre naturaleza y urbanización. En esa fórmula, los jardines tenían su parte. Lo creía firmemente. La respuesta estaba en la cultura y, más precisamente, en la cultura de los jardines. Esto es lo que llegaba a proponer: conocer una de las corrientes de la jardinería. El jardín francés. ¿Qué habían pensado sus creadores? ¿Por qué? ¿Y qué lecciones aún eran válidas? Paseó la mirada por las mesas del comedor. Mesas compartidas por cuatro hombres o mesas de dos parejas, mesas de dos hombres o una pareja, mesas con una persona, solo hombres, y una única mesa con una sola mujer. La suya. Observó el ventanal. Descubrió que tenía encima la mirada de un tipo solitario. Oblicuamente. Pensó que un efecto del reflejo de las imágenes en el vidrio podía distorsionar los ángulos.

      No vio llegar al mesero junto a su mesa para retirar el primer plato y dejar el segundo.

      Su aparición repentina había roto el eslabón de la mirada de un hombre sobre ella. Pero, ido el mesero, la cadena se había restablecido y allí estaba el hombre, mirándola furtivamente. Y descubrió que también la miraban desde la mesa ocupada por cuatro hombres. Acaso estuvieran hablando de ella. Una competencia desleal, porque estaba sola. Sin la complicidad de una pareja, hombre o mujer, daba igual en esas circunstancias, donde cobijarse, donde sentirse más segura. A veces, como en ese minuto, echaba de menos la relación que había terminado apenas un año antes y que duró tres años. O la anterior, que terminó cuando empezó esta última, duró cinco años y empezó después de que concluyera la previa, que subsistió por dos años y puso término a la relación con el padre de Emma, que no echaba de menos porque había sido un amor enfermo, bipolar, que lo único grato que le dejó fue, precisamente, a Emma. Ahora ya no estaba para empezar ninguna relación que aspirase a ser estable. Era un falso sueño, que estaba enterrado. Lo había sustituido por encuentros esporádicos. A veces torpes, a veces carnalmente satisfactorios. Los aceptaba, nada más. Pero tenían que darse demasiadas condiciones. Y ella era quien las establecía. No una mirada furtiva o un diálogo bobo, a la distancia, sobre su persona. Porque los tipos hablaban de ella, por supuesto. Los hombres de la mesa de a cuatro. Había otras dos mujeres en el lugar, pero ellos estarían discutiendo acerca de quién se filtraría en su habitación para meterse con ella en la cama. Era lo que solían discutir los hombres en presencia de una mujer sola. Cómo hacerse con la presa, las estrategias de avance y el golpe final. Un código universal. Y no estaba de ánimo para soportar estupideces. Así que miró hacia ellos con cara de fastidio. Eso era, fastidio. El mismo sentimiento que la había visitado durante ese día de tanta exigencia con el hombre a cargo de la exposición en el museo. Era esto lo que le molestaba. Y la molestia conducía a ella misma, más allá de los personajes que habitaban en ese momento el comedor del hotel. El problema no era el lugar, ni las circunstancias, sino ella misma. Hacía tiempo que no estaba bien. Quizás había aceptado viajar al otro lado del mundo porque el cambio de aires le daba una oportunidad para revisarse y mejorar. No se hallaba aún en la fase del declive, sino en la de la vigencia. Como el jardín à la française, cuya vigencia duró cien años. Cien años de esplendor.

      Entonces vio llegar al mesero para retirar el segundo plato y ofrecerle la carta de postres. Sin embargo, Muriel la rechazó, porque no ordenaría postre ni café.

      El mesero se retiró, acostumbrado a la indiferencia de los clientes, y ella se levantó de la silla, miró con vacía neutralidad el espacio que la rodeaba y avanzó hacia los ascensores. La presa se iba, elegante y ágil. El mensaje quedaba a su espalda, reverberando en el aire, para quien quisiera descifrarlo: sepan ustedes que nada de interés hay en este lugar. Origen, auge, vigencia y declive; las cuatro fases del jardín francés. Además de su legado. Para eso estaba ella en la ciudad: hablar de más de dos siglos de cultura, de principio a fin. Para hablar del culto a los jardines también en su presente. Ahí les dejaba eso… Y desapareció en el ascensor.

      MURIEL SE QUITÓ los pantalones y así se instaló, de piernas cruzadas, sobre la cama. El computador portátil sobre sus muslos. Lo encendió y activó el navegador Chrome. En el rectángulo de búsqueda en Google, tecleó la frase que tenía en su celular: «Hacienda Quilpué». La página digital que se abrió anunciaba cerca de trescientos veintisiete mil resultados. Inmediatamente debajo ofrecía un conjunto de doce imágenes ordenadas en tres hileras de a cuatro. Situó la flecha del cursor en la foto superior izquierda y pulsó la tecla «Entrar». Se desplegó una página de múltiples hileras de cinco fotografías cada una, donde se combinaban imágenes antiguas del edificio principal y parte de su jardín —el espejo de agua y los cipreses topiarios a sus costados—, con imágenes recientes de sus ruinas y abandono. La primera imagen de la primera hilera era un archivo con extensión jpg, de un solo elemento: una foto en colores de parte de las ruinas del palacio. Volvió entonces a la página