Название | Clara en la noche, Muriel en la aurora |
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Автор произведения | Rodrigo Atria |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789569986772 |
TRAS ENTRAR AL hotel, Muriel pasó al bar, fue a la barra y se sentó en una esquina. El barman, un tipo joven, moreno, peinado de manera cuidadosamente desordenada, la saludó con cierta familiaridad. Hacía ya varios días que la veía por allí. «¿Un Aperol?», le preguntó. Muriel forzó una sonrisa y asintió. Necesitaba algo de alcohol en el cuerpo para sostenerse esa noche como la única flor que el Agregado de Cultura iba a poner en un vaso de agua solitario. Aún era temprano, así que podía matar un poco de tiempo en la barra antes de subir a la habitación y prepararse para la hora en que pasarían a buscarla en un automóvil con patente diplomática. Muy llamativo, muy elegante. Très frappant, vraiment très élégant, pensó. Mientras el barman preparaba su aperitivo, se dedicó al ejercicio de calcularle la edad. La mirada de la gata, pero con algo de disimulo. Estaba estirando la cuerda, pero hacía ya mucho que había aprendido hasta dónde jalarla, en qué momento enviar el mensaje correspondiente: no puedes ir más allá. Calculó: ¿quince años menor? El tipo se dio cuenta de que estaba siendo auscultado y entró, con una sonrisa, en el juego. No era raro que aceptara enredarse en ese pulso sutil con una pasajera del hotel alguna vez durante la semana. Jugar con la tentación. Muriel pensó que el tipo estaba para alguien como Emma. Pensó: Que deviendrait Emma? Sí, ¿qué iba a ser de ella? Nunca había estado tan pendiente de su hija. ¿Sería la soledad y la distancia, casi inalcanzable, a la que se encontraba? Cuando la copa con el aperitivo llegó a sus manos, admitió que le daba igual que el tipo fuera tanto menor: para ella, también tenía su encanto. Tomó algo de alcohol y dejó que el líquido cubriera su lengua, que, lentamente, corriera hacia su garganta y bajara hasta su estómago. Cerró los ojos. Sintió la aterciopelada suavidad del alcohol. Se le ocurrió una pregunta: ¿Se hablaría francés o español durante la cena de esa noche? Salvo al Agregado, no conocería a nadie. Decidió que iba a plantear el tema del invernadero con crudeza, sin pelos en la lengua. Quien fuese que estuviere invitado. ¿Cómo se había llegado a la vergonzosa ruina del edificio? Desidia. Alguien no había hecho su trabajo y esto le había importado un comino a alguien más. Acercó su cámara fotográfica y la encendió para repasar las fotografías almacenadas en la tarjeta de memoria. Allí estaba todo. La evidencia. Siguió repasando fotografías: apareció Emma sola y Emma con su pareja, el tipo que no le gustaba para ella. Apagó la cámara. Bebió otro poco y decidió llevarse la copa a su habitación. Ni siquiera pensó que podría haber un problema. Simplemente, se levantó, tomó la copa, además de sus cosas, y le dijo al barman que cargara el aperitivo a su cuenta. Le dejó una mirada de propina y se fue.
El ascensor llegó pronto. Subió con Muriel y una pareja de jóvenes que no se atrevieron a mover la boca delante de ella, salvo para sonreírse bobamente.
En su habitación, la tarjeta de invitación todavía estaba sobre la mesilla donde la dejara horas antes. La mujer del servicio había hecho la limpieza, sin tocarla. Quizás la leyera. Habría sido fácil e irresistible. Seguro. Así podría haberse enterado de la cena que Muriel tenía esa noche en casa del Agregado de Cultura de la embajada de Francia y director del Instituto Francés, y para la que se le pedía asistir con una tenida formal. ¿Y qué? Si ella hubiera sido la mujer del servicio, habría hurgado en el armario. La entendía. ¿Qué hubiese elegido para ponerse una mujer que, sin ser ella, hubiera querido serlo? ¿Al menos, por una noche?
Bebió nuevamente de la copa que aún mantenía en la mano. La dejó. Se quitó los zapatos y fue al armario. Paseó los ojos por la ropa colgada. No tenía muchas opciones. Un conjunto de chaqueta y pantalón, negro, combinado con una blusa de seda y gasa, con cuello redondo, le pareció lo adecuado: la haría verse más delgada, sería elegante y estaría cómoda. El toque de informalidad y simpleza lo pondría en sus zapatos tipo ballerina, también negros. Bien. Iba a ducharse. Bebió el resto del Aperol y fue al baño. El aperitivo la hacía sentirse ligeramente tibia. Se desnudó. Quedó así frente al gran espejo de pared colocado detrás del lavatorio. Estaba cerca de los cincuenta años, había tenido una hija a los veintidós. Demasiado joven. Un lejano acontecimiento y, sin embargo, el tiempo transcurrido le había hecho bien. Su cuerpo se había recuperado. Escrutó su cara, no tenía arrugas en el labio superior, aunque algunas habían aparecido en la comisura de los párpados. Tocó sus pechos: aún estaban bastante firmes y redondos. Pasó una mano por su estómago: allí se formaba un pequeño volumen, pero nada adiposo, ni grotesco. Después tocó su abdomen, también liso y sin estrías. Se veía bien, el vértice oscurecido por el vello púbico. Lo frotó: transmitía una sensación mullida, esponjosa. Dudó por un segundo, pero entonces tocó los labios de su sexo: aún tenían suficiente grosor. Los abrió con los dedos y notó la humedad que empezaba a suavizarlos. Deslizó sus dedos por entre ellos, arriba y abajo, delicadamente. Cerró los ojos. Su cuerpo aún podía atraer a un hombre; sin embargo, era ella quien no había podido retenerlos. ¿De qué huían? ¿De qué parte de ella escapaban? Imaginó unos dedos masculinos en el lugar donde estaban los suyos y, segundos después, la humedad de su sexo se hizo más líquida. Le gustó. Mantuvo sus dedos entre los labios de su vagina. ¿Por qué no? Les permitió que la exploraran, que tocaran el recóndito lugar habitado por el más agudo placer. Allí se hundieron, allí presionaron. Lo tomó como si fuera el pequeño botón de una flor y un espasmo la sacudió. De la boca se le escapó un quejido. Abrió los ojos. Había tomado una decisión. Dio el agua de la ducha, se metió a la bañera. Graduó el agua para darle la temperatura adecuada y la dejó caer sobre su cabeza. Al escurrir por su cuerpo hacia el desagüe, tuvo la sensación de ser envuelta por un velo. Llevó sus dedos nuevamente a su sexo, se penetró con el índice y el medio, juntos, y los movió rítmicamente. Imaginaba la posesión: el hombre tendido sobre ella, su abdomen contra el suyo, balanceándose entre sus piernas recogidas y abiertas, entrando en su vagina y saliendo, entrando y retirándose. Sintió la aceleración de su sangre. El agua de la ducha le dejaba un tenue sabor dulce en la boca. Retiró los dedos de su interior y se frotó entre los labios de su sexo. La imagen de una muchacha, desnuda y colgada de los pies desde lo alto del invernadero, le llegó a la cabeza. Apareció Emma repentinamente, pero en seguida la reemplazó por ella misma. Era una mujer a la que un hombre desnudo, doblado sobre ella y con los labios empapados de vino, la hacía sacudirse y gemir mientras la besaba en su vagina. Más y más. Hasta que de pronto surgió de sus entrañas un latigazo que la abría de par en par y la vaciaba en espasmos cada vez más ligeros. El agua de la ducha seguía envolviéndola. Levantó la cabeza y dejó que los delgados chorros la golpearan en la cara. Estaba bien. Sintió que aún era una mujer en plenitud. Podía ir a la comida de esa noche y enfrentarse sola a todos. Estaba segura de no tener ninguna flaqueza en su cuerpo, ni en su mente.
Una hora después, Muriel estaba lista, aguardando en el vestíbulo del hotel por el automóvil que enviarían a buscarla.
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