La carta 91. Raul Ramos

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Название La carta 91
Автор произведения Raul Ramos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412404838



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      —No es eso, no es eso…

      La forma en la que Adam se expresaba, como una presa asustada, hacía que Rachel se inquietara cada vez más.

      —¡Pues qué ha pasado! ¡Explícate!

      —¡Quiere mandarme a la guerra!

      De repente, se hizo el silencio. Incluso se escuchó un vaso caer y romperse en la habitación anexa debido a la impresión que había causado aquel grito en la madre de Rachel.

      —¿A… la guerra? Adam, dime que es una broma…

      —¡No lo es! Quiere que trabaje en un hospital de campaña, dice que es lo mejor para mi futuro…

      —Eso, si tienes un futuro, porque a la guerra se va, pero nunca se sabe si se vuelve —expuso Rachel, dándose cuenta de su poco acertado comentario por la mueca de horror que mostró Adam.

      —No lo entiendo… A veces pienso que mi padre quiere librarse de mí. Estoy seguro de que piensa que no estoy a su altura, que se avergüenza…

      Las lágrimas de Adam se fundieron con las gotas de agua que aún caían de su corta cabellera castaña. En un momento todos sus sentimientos se habían vuelto contra él.

      —Eso no es cierto, Adam. Tu padre te ama. Es solo que su forma de demostrar su amor es… distinta. Si quiere eso para ti, es porque de verdad piensa que es lo mejor, aunque ninguno de los dos lo entendamos…

      Rachel se acurrucó junto al joven, le acarició la mejilla para animarle. Estuvieron un par de minutos sin decir nada.

      —Voy a ir —dijo Adam finalmente.

      —¿A hablar con tu padre?

      —A la guerra.

      De nuevo se hizo el silencio. Pegada a él, Adam notó a Rachel temblar. No esperaba ese cambio de opinión repentino. Intentó calmarla con una explicación.

      —Mi padre no quiere que contraiga matrimonio contigo porque cree que necesito hacerlo con alguien que me aporte más reconocimiento. De acuerdo, pues iré a esa guerra y acumularé todo el reconocimiento necesario por mí mismo, de manera que no necesitaré buscarlo en otra persona. Entonces, podré casarme con quien quiera. Es decir, contigo. Tendrá que aceptarlo y admitirlo.

      Aquellas palabras sonaban a locura, pero no estaban exentas de lógica.

      —No quiero que vayas a la guerra por mí, Adam —manifestó Rachel sintiéndose culpable, con los labios temblorosos.

      —No lo mires así. No lo hago por ti. Lo hago… gracias a ti. No lo haría por ninguna otra cosa. Pero así eres tú, que haces que sea capaz de hacer cosas que creo imposibles en mí. Por nada del mundo iría a una zona en conflicto, pero si es para que mi padre nos deje casarnos, lo haré. El miedo que tengo es inmenso, casi incontrolable. Lo reconozco. Pero el amor que tengo por ti es todavía mayor. No lo haría si no estuviera seguro de ello…

      Esta vez fue Rachel la que aportó las lágrimas.

      —Y en caso de marcharte… ¿Cuándo te irías? ¿Y a dónde?

      —No lo sé todavía. No he querido saber nada más por el enfado. Pero eso no importa. Allá donde vaya, por muy lejos que sea, te llevaré siempre en el corazón. Te lo prometo.

      Rachel se apretó más fuerte contra el joven. Quería sentir ese corazón del que hablaba. Ese corazón que deseaba que no dejara de latir debido a los infortunios de la guerra.

      Aunque, realmente, era incapaz de pensar que aquella marcha no podía significar otra cosa que la muerte de su amado, pero no dijo nada. Dejó que el silencio borrara esos oscuros pensamientos de su mente. Pensó que pronto despertaría y se daría cuenta de que todo aquello estaba siendo una pesadilla.

      Se equivocaba.

      9 de enero de 1942

      En cuanto Adam observó el coche oficial llegar a su hogar a través de la ventana de su habitación, sabía que había llegado la hora. Apartó la cortina para ganar algo más de campo de visión y vio a un hombre entregar una carta a su padre y hablar con él. El señor Stein volvió a entrar a la casa tras finalizar la conversación y unos segundos después golpeó la puerta de la habitación de Adam.

      —Adelante —permitió el joven, resignado y sentado en su cama.

      —Ha llegado una carta, hijo —informó el padre accediendo a la habitación y sentándose junto a él—. Imagino que ya sabes lo que contiene.

      —Supongo que mi destino y la fecha de mi partida —acertó Adam cogiendo el pedazo de papel que le ofrecía su padre.

      —Filipinas —dijo el señor Stein. Por primera vez en su vida, Adam notó algo de humanidad en su voz—. La aviación japonesa ha bombardeado la isla de Corregidor durante cuatro días y hay muchos heridos.

      —Pues me haré cargo de ellos lo mejor que pueda —fue lo único que alcanzó a decir Adam, arrastrando cada palabra con una tonelada de amargura.

      —Al parecer han cesado los bombardeos. El oficial me ha dicho que no cree que vuelvan a atacar en un tiempo, y que además ese tiempo será aprovechado para preparar bien las defensas. Es lo único que ha podido decirme. Parece que ahora la isla va a ser más segura. Puedes estar tranquilo…

      —Lo estaría si me creyera todo lo que dicen por la radio, que Estados Unidos está dominando a Japón en el Pacífico y todo eso… Pero sería un estúpido si me creyera todas esas mentiras que no son más que publicidad de guerra…

      —¡No eres un estúpido, hijo! —afirmó el señor Stein con fiereza. Se quitó las gafas y pasó uno de sus dedos por sus ojos para secar un par de lágrimas—. Que nadie se atreva a decir que mi hijo es un estúpido. Estoy muy orgulloso de ti, ¿sabes? Puede que me odies por obligarte a esto, pero no lo haría si no estuviera convencido de que es lo mejor para ti, por desgracia.

      Adam asintió con la cabeza, esperando que ese gesto sirviera para que su padre disminuyera algo su culpabilidad.

      —¿Cuándo me voy?

      —Esta noche. Mañana embarcas, y esta noche vienen a por ti. —Tanta premura encogió el corazón de Adam, su estómago se revolvió y de su interior parecieron emerger cientos de cuchillas con la intención de destrozar sus nervios—. Ya sabes que en el frente todo puede cambiar de un día para otro y que las acciones se avisan con inminencia para evitar que se filtren datos al enemigo.

      —Lo sé. Lo acepto. —Adam puso su mano en el hombro de su padre—. ¿Sabes? Es la primera vez que te oigo decir algo bueno de mí, que muestras algo de ternura. Así que, si ha tenido que ser una guerra la que ha causado ese logro, pues entonces me voy con menos pena.

      Padre e hijo se fundieron en un profundo abrazo. Al señor Stein no le importó llorar profundamente, debatiéndose entre el deber y el amor como padre.

      —Quisiera despedirme de Rachel… —solicitó el joven.

      —Ve, hijo. No pierdas ni un segundo.

      La sonrisa que encontró Rachel en la cara de Adam cuando este llegó a su casa impedía presagiar las terribles noticias con las que había ido a visitarla. Cuando le dijo si le acompañaba a visitar la bahía de San Francisco una última vez, el joven tuvo que adelantarse y sostenerla en sus brazos para que no cayera al suelo de la impresión. Hasta aquel momento, Rachel esperaba que todo hubiese sido un mal sueño. Pero ahora era cierto. Adam se marchaba a la guerra.

      —A Filipinas —comenzó a explicar Adam mientras paseaban por el precioso paisaje de la bahía, un estuario por el que circulaba casi la mitad del agua de California. La humedad del paraje permitía un color verde vivo y un aroma característico que permitía fundirse con la naturaleza si uno se dejaba llevar por su encanto. En el horizonte, la masa de agua les mostraba la inmensidad del mundo—. Me voy a Filipinas. No es mal lugar para ir de viaje.

      —Qué