El santero. Gonzalo España

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Название El santero
Автор произведения Gonzalo España
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063374



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los pastos de los potreros amanecieron esplendorosamente verdes y así dieron en mantenerse durante todo el año. Jamás volvieron a desteñirse ni escasear, la finca del bisabuelo resaltaba como un enchape verde esmeralda en el universo amarillo pajizo de la meseta. Los arrieros se daban prisa por llegar a la posada de las señoritas Arenas, despreciando los lugares donde antes pernoctaban.

      Ellas decían que les regaban meados de marrano durante la noche, pero Briceida no estaba convencida, porque no había marranos ni en la finca ni en los alrededores, precisamente por falta de agua. El misterio la llevó a pensar que podían estar fertilizándolos con los guarapos de Aura, cuya potencia cobraba fama en toda la región. Para comprobarlo hurtó con disimulo una totumada y la regó en sus macetas de flores. El efecto fue el mismo que si las hubiera abrasado un ácido intenso. El líquido que alcanzó a escurrirse por entre las raíces esterilizó para siempre el suelo donde cayó.

      El prodigio de los pastos eternamente reverdecidos de la posada de las señoritas Arenas se mantuvo como un secreto infranqueable entre las cinco hermanas mayores, hasta la noche que un dolor de muelas sacó a Briceida de la cama en busca de un clavo de olor. El postigo de la cocina había quedado abierto y al dar un paso adentro encontró que un ser abominable asomaba una cara larga y cerrada, semejante a un enorme zapato con ojos y orejas. El corazón se le paralizó por más de quince minutos, pero no cayó muerta porque la mantenía viva el dolor de muelas. Necesitaba de urgencia ese clavo de olor para masticarlo y adormecer la parte afectada antes de morir del susto. El trance le permitió entender que se trataba de una mula embozalada, cuyos ojos desconsolados espiaban en la cocina un mendrugo de comida.

      ¡Este era el misterio de los pastos eternamente reverdecidos! Los arrieros descargaban sus mulas entre las cinco y las seis de la tarde, cenaban y se echaban al coleto una totumada de guarapo. A las siete roncaban como benditos. Las cinco hermanas salían entonces a los potreros y embozalaban las mulas con sacos de fique. Las pobres no comían en toda la noche. A las tres y media, antes de despertar a sus dueños a los pescozones, Demetrio les quitaba los sacos. Un rato después los arrieros ya las estaban enjalmando y cargando para reanudar la marcha. Las mulas se les morían antes de llegar a San Gil, pero los pastos de las Arenas permanecían siempre verdes y lozanos.

      Corriendo el tiempo, las buenas mujeres se dieron también el lujo de ofrecer en su posada los pollos más gordos, las mazamorras más fortalecidas y los platos de mute mejor guarnicionados del continente. Esta era otra de las ventajas suplementarias de los guarapos de Aura. Mientras los arrieros dormían profundamente, ellas chuzaban con agujas de arria los sacos de fique cargados de maíz, frijol y millo, menguándolos en tan ecuánime proporción que nunca nadie notó el faltante. Con los granos engordaban los pollos y preparaban aquellas sopas inolvidables, molían las arepas y municionaban las mazamorras.

      La consagración de la inolvidable posada ocu­­­rrió la tarde que un obispo viajero acertó a pernoc­tar en ella. El bisabuelo Samuel y Briceida le cedieron gustosos su cama matrimonial, hijas e hijos obsequiaron a la comitiva. Pero el prelado no apuró alimento alguno hasta la hora del desayuno, cuando se declaró antojado de unos huevos pericos. Lilia batió cuatro esplendorosos huevos criollos en la sartén, los guisó con tomate y cebolla junca y los espolvoreó con queso reinoso antes de freírlos en pura mantequilla. El obispo se lamía todavía los dedos a la hora de pedir la cuenta.

      —Dos pesos con cincuenta —declaró Lilia, implacable.

      —¡Dos pesos con cincuenta! —protestó el prelado, poniendo cara de horror.

      Un buen desayuno no costaba en aquellos tiempos de Dios más de centavo y medio. Ninguna de las hermanitas Arenas dijo nada, pero todas comprendieron que a Lilia se le había ido la mano.

      —¿Es que acaso los huevos son escasos por aquí? —insistió el purpurado, exigiendo una explicación.

      Lilia, por toda respuesta, dobló una rodilla.

      —Muy escasos, santidad.

      El obispo pagó furioso y se largó. Después de despedirlo con las manos en alto y fingiendo enormes sonrisas, todos los Arenas se volvieron hacia Lilia y comenzaron a recriminarla.

      —¿Por qué le cobraste tan caro? La comida abunda en nuestra casa, ni que estuvieran escasos los huevos.

      Ella entonces les dio una respuesta que les abrió para siempre los ojos al mundo de los negocios.

      —Los huevos no, pero los obispos sí —dijo en tono contundente.

      En definitiva, el negocio prosperó a las mil maravillas, hasta cuando ellas se fueron casando y ausentando. Aura estableció sus guarapos en el vecino pueblo de Los Santos, Lucila abrió una tienda, Lilia partió hacia Bucaramanga, Carolina montó en la grupa de un viajero adinerado que la llevó a vivir a la capital, Delia se entró de monja. La posada de las señoritas Arenas continuó fija en la mente de los arrieros como el recuerdo de un paraíso perdido.

      VIII

      Aparte de estos diarios sucesos, que ponían briznas de sabor en el árido plato de la vida, ocurrían otros hechos desproporcionadamente insólitos, episodios que ya no cabían en el registro de una simple crónica familiar y que por su naturaleza extraordinaria sembraban en el alma la incertidumbre de un confuso destino, cuando no la certidumbre de lo fatal, como aconteció cierto día de mayo de un azul luminoso y plateado, tiznado en una de las esquinas del cielo por un remolino de gallinazos.

      —¡Cuánto les voy a que perdimos una novilla! —exclamó el bisabuelo con cara de tragedia, en la puerta de la cocina, intentando discernir el extraño origen de aquella aglomeración y encorajinado con la idea de que alguno de sus animales había escapado durante la noche, sufriendo un fatal accidente.

      —¡Cómo se va haber perdido si anoche las contamos y estaban todas completas! —se atrevió a contradecir Briceida.

      —Las contaría Henry —fue la respuesta del campesino, que entró en la cocina buscando un cuchillo de desollar.

      Ella no alegó más porque era cierto que las había contado niño Henry, y además porque le notó el pescuezo muy colorado debajo de las orejas, señal de visible enojo.

      —¿Va a desayunar, sumercé? —preguntó.

      —¡Qué desayuno ni qué carajo! Primero vamos a ver qué es lo que está ocurriendo —maldijo el patriarca y se retiró dejando el aire pesado y sulfuroso.

      Gastó media mañana hurgando entre vegas y rastrojales en busca de la vaca muerta, antes de concluir que aquello no era cosa de vaca muerta ni cuatro cuartos. Por el cielo continuaban llegando delegaciones enteras de gallinazos que acrecentaban la negra nube danzante, el día había comenzado a cerrarse. “¡Virgen del agarradero!”, exclamó de pronto, sacándose el sombrero y huyendo a todo correr, repentinamente convencido de la naturaleza sobrenatural de lo que ocurría encima de su cabeza. Había comenzado a lloverle mierda blanca sobre los hombros, cual descargas de fusilería, como si los zamuros quisieran hacerle sentir su poder descargando las deyecciones encima de él. Cualquiera de estas descargas podía dejarlo ciego de caerle en un ojo, pero él no se abstenía de mirar de cuando en cuando hacia arriba, aunque sin parar de correr, pues el tornado estaba cada vez más denso y cada vez más rasante, al punto de aletearle junto a las orejas. Era un tifón de aves carroñeras como solo puede formarse alrededor de la hecatombe de una gran peste o de un camposanto de batalla. Cuando por fin llegó a la casa ya no había luz, las aves de corral se habían recogido en sus aseladeros, encima del mundo giraba un torbellino renegrido y ululante, los perros atravesaban el campo con sus aullidos tremebundos dirigidos al ojo que parpadeaba en su centro, al que confundían con una luna quemada. Briceida y los muchachos rezaban el rosario a cuentas apuradas. “Es la guerra”, advirtió Lilia con una voz gruesa y acongojada, que no parecía ser la suya, “viene otra vez la guerra, esta congregación de zamuros es una junta para repartirse los muertos”. El bisabuelo no le creyó, pero Briceida le dijo que abriera mucho los ojos, pues algo malo podía estar ocurriendo otra vez con las cosas de la política.

      Al domingo siguiente, el hombre madrugó a llevarle unas gallinas a Pola y a pedirle una interpretación del suceso. La sibila le confirmó la