El santero. Gonzalo España

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Название El santero
Автор произведения Gonzalo España
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063374



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aquí quedamos de limosna, una mano adelante y otra atrás. ¿Junto con eso quiere que me ponga a atajar cabros?

      Y no se volvió a hablar del asunto.

      El joven Alberto cabalgó siguiendo el rastro del desastre, una avenida tan ancha como un mar, por donde parecía haber corrido un rastrillo gigante. A lado y lado no había otra cosa que un paisaje surrealista, mezcla de demencia y desolación. De la tierra arrasada brotaban los muñones y las ramas de los árboles como brazos desnudos clamando piedad al cielo. Junto a ellos, la gente enloquecida gemía, maldecía y levantaba también los brazos al cielo, como desafiando a Dios. Alberto se preguntaba si él no había enloquecido también, porque debía estar rematadamente loco para andar en semejante misión, pero no se detuvo. La langosta le llevaba poca ventaja, unas horas después comenzó a sentirse arropado por algo parecido a un tibio chubasco. Al comienzo este chubasco tenía una solidez arenisca, como de tormenta del Sahara, pero cuando la masa de insectos aumentó en densidad, le fue imperioso aceptar que nunca llegaría a cruzarlo, y que nunca daría alcance a su perseguido. Había tantos bichos por pie cúbico de aire que formaban una barrera casi sólida. Alberto pensó que si los pueblos arrasados a su paso se aplicaran a comerlos con disciplina y con juicio, no pasarían hambre en muchos años. Pronto empezaron a devorarle el cabello y las cejas, pero aun así prosiguió. Solo cuando descubrió que su cabalgadura perdía la crin y la cola, y encontró que sus ropas comenzaban a desaparecer bajo el mordisqueo frenético de las voraces alimañas, dio vuelta atrás y escapó a galope tendido.

      De regreso, contemplando otra vez el gigantes­co lendel desolado, se le ocurrió pensar que aquel mismo camino podía conducirlo hasta el lugar donde se había originado el desastre, y decidió seguirlo. Tras cruzar el Chicamocha y remontar el lomo de una pelada cordillera se halló en un frío altiplano, donde ya no pudo identificar el país que pisaban los cascos del rucio. Unas gentes lo acogían en sus ranchos, otras lo rechazaban al confundirlo con el jinete anunciador de la plaga. Como fuera, el pasto estaba creciendo, las plantas reverdeciendo, el mundo empezando a recuperar su color. A medida que las huellas del desastre se debilitaban, lo atendían mejor y tenían más cosas para brindarle. Finalmente el paso de la langosta fue solo un recuerdo en la mente de los pueblos, pues los campos habían vuelto a la normalidad y ya no quedaban vestigios de la devastación. Le resultó fácil seguir tras la huella porque con solo preguntar si por allí había pasado la langosta hombres y mujeres parecían despertar, desatornillaban la lengua y hablaban a rienda suelta, mencionando con precisión hechos y detalles, en particular el monto exacto de lo perdido en el cataclismo.

      Dos años después de haber salido de la casa paterna arribó a un pueblo remoto, donde, en una lengua cadenciosa que había aprendido en el camino de ida y que habría de olvidar en el camino de vuelta, le contaron una historia que satisfizo por completo su curiosidad.

      Habían transcurrido cuatro años exactos de su partida cuando un mozo espigado, de piel oscurecida por el viento y los soles del trópico, atravesó el zaguán de la casa diciendo que ciertamente Lilia tenía razón, que aquel hombre había cometido una bellacada de las peores y se merecía que la langosta lo persiguiera y lo atormentara hasta el final de los tiempos. Todos se quedaron mirándolo y tratando de reconocerlo, tenía aires con alguien de la familia, habían escuchado esa voz en alguna parte, casi sabían de quién se trataba, pero no podían identificarlo porque estaba bastante más alto, había algo melodioso en su acento, ese bigote que le cubría el labio y que parecía burlarse de todos con sus puntas de brocha no resultaba posible. “Carajo, ¿es que ya no lo reconocen a uno?”, exclamó finalmente, abriendo los brazos para abarcarlos en ellos. Entonces se produjo una explosión de júbilo inenarrable: los Arenas se le echaron encima y durante por lo menos media hora no pararon de abrazarlo, besarlo y acariciarlo, ni más ni menos que si hubiera resucitado. Querían palparlo y olerlo, familiarizarse de nuevo con él, les resultaba imposible creer que hubiese regresado y estuviera allí; pero pasada la euforia del recibimiento, los besos, las lágrimas y los abrazos, y consumidos los huevos pericos que Briceida le sirvió de carrera en la mesa de la cocina, la familia en pleno se congregó a esperar que soltara el cuento del jinete de la langosta.

      Alberto se relamió con lo servido y comido, se chupó los dedos, repitió el plato cuatro veces, apuró una jarra de leche, un tarro de mermelada con todo el pan de la semana, una rueda de queso y catorce arepas preparadas de urgencia, se limpió la boca con el mantel, eructó, bostezó, se repantigó y los envolvió a todos en una sonrisa de felicidad, pero no dijo nada. Se le veía muy cansado. Después de preguntar por las distintas cosas ocurridas durante su ausencia, y de indagar hasta por los perros de la casa, pidió permiso para retirarse y se echó a dormir durante una semana.

      Lo dejaron descansar todo el tiempo que quiso, hasta que salió del cuarto. Entonces le sirvieron un suculento almuerzo y se sentaron alrededor para aguardar a que comiera y empezara a soltar el cuento. Los Arenas eran ya un conjunto mayor: sumados los perros y el gato de la casa, el loro y la calandria, el mico amazónico que Henry encontró un día en el patio y el total de dieciocho hijos e hijas, formaban una asamblea silenciosa y expectante, casi amenazadora, que aguardaba con justa razón la bendita historia. Pero el bandido se limitó a interrogarlos sobre infinidad de asuntos, a preguntarles por la marcha de las cosechas y la frecuencia de las lluvias, sin adelantar una sola palabra sobre aquello que los carcomía. Por la noche ocurrió lo mismo, pese a que el bisabuelo Samuel le picó la lengua con varias copitas de brandy.

      A la mañana siguiente, el cansado macho rucio que lo había llevado y traído en su larga travesía murió de físico cansancio. El final era de prever, porque había llegado con el lomo cundido de incurables mataduras. Briceida decía santiguándose: “¡Dios mío! ¿Adónde es que ha ido mi hijo? ¿Qué es lo que sabe que no quiere soltarlo?”. Hasta que al bisabuelo se le agotó la paciencia y, luego de pasarse en casa una semana sin atender los cultivos ni combatir las hormigas que devoraban las eras, por esperar a que Alberto abriera la boca y soltara lo que sabía, lo encaró de muy malas pulgas y le dijo con resolución:

      —O me cuenta ahora mismo lo que todos estamos esperando que nos cuente, o me paga el rucio.

      Alberto dijo entonces que el jinete se llamaba Telmo Brilhante, y que no era otra cosa que un esta­fador y un fullero que por donde pasaba iba cometien­do tropelías. En un pueblo robó los ajuares de la esposa del comisario y huyó. El comisario lo persiguió con toda la policía bajo su mando, pero no pudo alcanzarlo. En otro pueblo robó la custodia de la iglesia, el cura lo excomulgó, pero esto no le hizo mella. En el siguiente lugar raptó la novia virgen que acudía a la iglesia para casarse y la devolvió inflada de cuatro meses. Y así de pueblo en pueblo y de tropelía en tropelía, hasta que robó los tabacos de Je­susa Urubú, que era una bruja de ancestros africanos radicada en un pueblo del Brasil. Todo puede ser robado, menos los tabacos de Jesusa Urubú. “¡Los taba­cos de Jesusa Urubú, virgen santa!”, decía Alberto, alzando la voz hasta el techo, y grandes y pequeños se hacían la cruz temblando de miedo.

      Total, Jesusa Urubú convocó contra Telmo Brilhante a todos los portentos que conocía, importó del África la langosta y se la echó encima. Desde entonces, un jinete desmirriado y famélico, con cara de apuro y de vieja lloricona, montado en un rocín tan estrafalario como él, antecede el terrible paso de la langosta, doquiera que asome. Llega apenas unas horas antes, implora algún bocado y se concede un pequeño descanso, para proseguir a todo galope. Tras su partida comienza el chubasco. Son las primeras langos­tas, o guías, que de una sola sentada devoran una hoja de tabaco, o engullen una mazorca. Después cae el grueso, la nube impenetrable y oscura que cubre la tierra, la devoradora del mundo. No se sabe dónde puede hallarse en estos momentos tan inconcebible y revuelto portento, pero la persecución continúa.

      Escuchada una y otra vez esta historia, que cada vez que la contaba sobrecogía a la familia, Briceida puso todo el empeño en alimentarlo de la mejor manera posible, ya que lo notaba extremadamente delgado, y había llegado a pensar que acaso hubiera algo suelto en su mente a causa del hambre. Le gustaba la música de las extrañas palabras que usaba, su forma de pronunciarlas, pero temía que se tratara de brotes de demencia. Las caspiroletas y el caldo de palomo lo repusieron en breve. Lilia, por su parte, lo obligó a repetir la historia una y otra vez, la aprendió con lujo de detalles y le refirió por tantos