El santero. Gonzalo España

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Название El santero
Автор произведения Gonzalo España
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063374



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diablo no lo dejó terminar. “Yo lo acabo”, declaró, apartándolo con rudeza, y prosiguió por el corredor rastrillando sus pezuñas en las baldosas hasta perderse en la oscuridad.

      Cierto o no, al bisabuelo lo hallaron esa mañana tendido en el suelo, medio cuerpo afuera y medio cuerpo adentro de la puerta desatrancada. Como les fue posible, Briceida y los muchachos lo llevaron a rastras hasta la alcoba y trataron de revivirlo a punta de infusiones de acónito y mejorana, sin lograr sacarlo de su sopor. Hacia el mediodía, cuando todos estaban afuera, despertó sobresaltado y corrió al patio envuelto en una manta. Desde la pila del agua se puso a mirar hacia el lado del caney, en cuyo techo descubrió al corpulento visitante, que amarraba las varas de guadua y enfardaba la paja con habilidades de maromero. Una nube de pájaros oscuros volaba a su alrededor.

      En lugar de devolverse a la alcoba y acabar de vestirse, corrió derecho al establo y montó a pelo en su caballo palomo, sobre el que partió a galope tendido hacia Piedecuesta en busca de un cura. Arribó cayendo la tarde. Quienes a esa hora acudían a misa lo vieron desmontarse en el atrio de la iglesia. Envuelto en su manta semejaba un jinete del Apocalipsis, pero al descabalgar mostró unos calzoncillos a rayas que habían estado de moda treinta años atrás. Penetró corriendo en la iglesia y se echó a los pies del cura gritando que el diablo se había apoderado de su casa, que por Dios lo ayudara y se fuera con él en el anca de su caballo, pero el cura lo tomó por un loco y les cuchicheó a las beatas que acudieran a la Policía para prenderlo y llevarlo al frenocomio. Unos minutos después se libró a pescozones de los uniformados y huyó por entre los bancos, dejando la manta enganchada en un reclinatorio. Emprendió el camino de vuelta muerto de furia, sin cura y sin esperanzas, y arrepentido de haber abandonado a su familia en manos del diablo, pensando que solo faltaba que en la cueva de La Pisca lo asaltaran unos bandidos que tenían puesta guarida allí. No ocurrió nada de eso, pero al llegar a la famosa madriguera se cruzó con un jinete que descendía impetuoso. El tipo paró en seco a su lado. “Deme candela, compadre”, dijo, y nuevamente el bisabuelo raspó un fósforo y se encontró dando fuego a la punta de un largo cigarro sostenido por la boca de un chivo.

      —El caney está terminado —aclaró el fumador, tras echarle una espesa bocanada de humo en la cara.

      —¿Cuánto le debo? —acertó a preguntarle Sa­muel Arenas.

      El diablo lo midió de hito en hito, con ganas de pedirle el alma, pero comprendió que el bisabuelo no se la entregaría. Entonces soltó una siniestra carcajada.

      —No me debe nada, compadre, pero cambie de calzoncillos, que esos que lleva puestos parecen pantaletas de beata de los tiempos de santa Brígida.

      Despertó manoteando y espueleando a Briceida, como si ella fuera la causante de la burla que le había hecho el diablo. La pobre se debatía en vano gritando y tratando de quitárselo de encima, a punto de morir sofocada. Cuando por fin abrió los ojos se hallaba tan cansado, tan dolorido de todas partes y tan desmirriado, que tras desayunar volvió a dormir seis horas seguidas, bañado en sudor y temblando como un poseso. Esa mañana, Briceida regañó a los muchachos, diciéndoles que le parecía el colmo que no ayudaran con más empeño a su padre, pues aquella calentura no podía ser otra cosa que exceso de trabajo e insolación. Ellos fueron a mirarlo y se compadecieron de su estado. Les pareció bien ayudarle en algo y se propusieron terminar el caney. El tío Víctor les colaboró entusiasmado. Cuando el pobre despertó, el caney ya estaba terminado. No le quedó duda alguna de que lo había concluido el diablo.

      Aquel caney, levantado por el diablo en los ardores de una pesadilla, llegó a albergar hasta dos mil cabuyas de tabaco y no menos de treinta cargas de maíz. Daba gusto olerlo y contemplarlo atestado hasta las crujías con la cosecha del semestre, acuñada laboriosamente por todos los miembros de la familia. El bisabuelo y el tío Víctor pasaban horas enteras en su penumbroso amparo, colgando y descolgando las olorosas ristras de hojas ensartadas, para orearlas y refrescarlas, embriagados en su delicioso aroma.

      Una calurosa mañana, mientras removían fardos y petacas como sombríos estibadores en la bodega de un buque, del techo recalentado les cayó un joto de avispas patiamarillas. Huyeron despavoridos, tratando de quitárselas de encima a los sombrerazos y arrancándose con desesperación las que los picaban sobre los ojos. El tío Víctor no se detuvo hasta llegar a la cocina de la casa y retirar del fogón un leño encendido, con el que entró de nuevo al caney para poner fuego al avispero. Al segundo prendieron las sartas de tabaco, los carapachos resecos de las mazorcas, la paja del techo y las varas de la armazón. Mientras trataban de salvar la cosecha y apagar aquel endiablado incendio, una lengua de candela lamió el techo de la casa. Las secas cañabravas que servían de cama a las tejas ardieron como yesca en pocos minutos, el edificio se convirtió en una bola incandescente, todo acabó convertido en carbón, con excepción de las gruesas tapias de tierra pisada, las únicas que quedaron en pie cual mudos y tiznados testigos de los arrebatos del tío.

      La familia vivió los meses siguientes en el pa­lomar que el bisabuelo había construido para sus palomas mensajeras. El tío Víctor se la pasó días enteros llorando desolado el desastre, tan afectado y tan triste que todos se acercaban a consolarlo y a echarle el brazo sobre los hombros. Entonces rompía a llorar con más fuerza y solo acertaba a decir:

      —¡El único consuelo que me queda es que no se me escapó viva ni una sola hijueputa avispa!

      VII

      Existía un sortilegio adicional y era que aquella casa, inmersa en los pastizales de una meseta encantada, colindaba con la rojiza y polvorienta calzada del camino real, que en sus partes planas no estaba macada­mizado. Decir camino real era decir farándula y romería. Por allí desfilaba de tarde en tarde el circo del mundo, desde los simples arrieros y sus enjambres de mulas, hasta los vendedores de específicos y promotores de milagros; los poetas peregrinos y suicidas, los candidatos presidenciales y los dictadores en ejercicio, los generales en derrota, los rechonchos obispos, los criminales convictos, los presidiarios, los comediantes, los soldados, gente de las más diversas raleas, dignidades y oficios. Los días de sol inclemente muchos se acercaban a rogar por un sorbo de agua. El bisabuelo les vendía por un cuarto de centavo una totumada del guarapo preparado por Aura, una de sus hijas. Después de apurarlo, los viajantes recogían el cuello, henchían las fosas nasales atosigadas por el ácido acético, ponían los ojos en blanco, largaban un ruidoso regüeldo y salían disparados dejando una nube de polvo.

      No era extraño que a las recuas las cogiera la noche y los arrieros recalaran allí. El bisabuelo les cobraba medio centavo por servicios de potrero y por permitirles descargar las mulas y dormir en los corredores de la casa, sobre sus enjalmas. Briceida pensaba que si se pudiera ofrecer un buen plato de caldo a los caminantes y buen pasto a las acémilas a cambio de dos centavos y medio, el negocio sería redon­do. Toda la vida se habló de las arcas llenas de monedas y de las albricias que traería semejante bonanza, pero a ella a duras penas le alcanzaba el tiempo para gobernar la casa y controlar a los niños, de modo que el sueño de dar y atender posada nunca se materializó.

      Solo cuando los niños crecieron pudo encararse seriamente el proyecto. Tanto habían escuchado hablar del venero que pasaba frente a la casa sin que nadie lo explotara, tantas sumas y restas se habían hecho sobre el mantel de la mesa del comedor que se sentían naturalmente preparados para el desafío. Aura ya era experta en guarapos, Carolina en guisar sopas y caldos, Lilia y Lucila en fabricar arepas, los muchachos fueron a sembrar suficientes pastos. Demetrio, un gigantón que los rebasaba a todos en corpulencia, se ofreció desde un comienzo como cobrador. El bisabuelo alentó y bendijo la iniciativa.

      Pero ocurrió que el primer arriero llegó con cuarenta mulas. Se vendió un plato de caldo, una arepa y una totumada de guarapo, las mulas comieron toda la noche y acabaron con el pasto. Hubo que esperar tres meses, y que lloviera de nuevo, para recibir a un segundo huésped, con el que ocurrió lo mismo. Bastaban cuatro recuas para agostar las reservas de todo un año, y sin pastos suficientes los arrieros no se detenían. El negocio resultó un fracaso redondo.

      Y así hubiera sido, sin lugar a dudas, si las señoritas Arenas no tuviesen ya comprobada la potencia de los guarapos hechos en casa. Bastaba que un arriero sediento se empujara una totumada de aquel brebaje para que durmiera de un solo