El santero. Gonzalo España

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Название El santero
Автор произведения Gonzalo España
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063374



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el nombre le había brotado de la boca de manera espontánea, por aquel entonces García Márquez no existía en el mundo de las letras. “Olvídalo”, dijo.

      Al bisabuelo Samuel le interesaba hallar un oficio adecuado para el vagabundo del Alberto, que parecía haber perdido toda vocación por el campo. Un día lo felicitó por ser buen jinete y le habló de las ventajas de la arriería. Alberto dijo que no le interesaba esa ocupación. A su manera de ver, el futuro era de las máquinas.

      Había decidido hacerse chofer.

      XI

      Con todo, ninguno de aquellos sucesos legendarios fue tan legendario como la guerra que el bisabuelo libró, a lo largo de toda su vida, contra las hormigas culonas.

      Las hormigas culonas taladraban túneles inverosímiles en el campo y brotaban intempestivamente en sus eras de yuca y tabaco. Un yucal lozano y altivo, que a la mañana había sido verde brochazo encima del paisaje, al atardecer no era otra cosa que una simple ruina de cañas peladas. El bisabuelo vio morir en aquellas diminutas mandíbulas un kilómetro de pomarrosos sembrados en línea recta durante un mes de penoso trabajo. Un día les declaró la guerra a muerte, bajó a la ciudad, se compró una maquinita de distribuir veneno clordano y las combatió durante el resto de la vida.

      Cuando se entregaba a su labor de exterminar hormigas la gente que pasaba por el camino lo tomaba por loco, viéndolo correr y zapatear como si bailara una polca, pero el hombre solo estaba ocupado en impedir de manera febril que el veneno escapase por alguna de las hendiduras del suelo. Su máquina envenenadora operaba con humo distribuido a través del agujero principal por un ventilador accionado mediante manivela. El humo que rellenaba las cavernas empezaba a escapar poco a poco por distintos lugares y el bisabuelo se volvía loco tratando de taponar las salidas. Cuando lo conseguía era el hombre más feliz del planeta, porque al día siguiente levantaría el suelo a punta de barra y contemplaría mara­villado el holocausto de sus enemigas.

      Luchó siete décadas y perdió. La noche anterior a su muerte llovió copiosamente, las nubes se disolvieron poco antes del amanecer y el sol asomó tan brillante que causaba picor. De inmediato, el aire empezó a poblarse con unos diminutos lingotes de oro que rayaban el espejo del cielo. El viejo alzó los ojos y una hormiga le aterrizó en la mitad de la frente. Encorajinado, declaró en voz alta que era preciso empezar de nuevo a envenenar el inframundo. Eso significaba dar comienzo desde ese mismo instante a los preparativos de la máquina y sus componentes, pero en lugar de ponerse en movimiento tomó asiento en el banco de las mentiras y dio un largo bostezo. Muy pronto se quedó profundamente dormido y descolgó la cabeza. En los siguientes minutos las hormigas brotaron por todos los poros de la tierra, como si hubieran iniciado una frenética celebración. Maruja las vio dibujar en el aire toda suerte de cabriolas y filigranas, antes de descubrir que su viejo esposo había muerto. Lo llevaron adentro, lo lavaron y rasuraron, y con mucha devoción lo metieron en el cajón de madera de guásimo que sus hijos trajeron del pueblo. Abriendo la tarde fue instalado en la sala, donde una multitud de parientes conocidos y desconocidos empezó a acudir desde todos los confines, unos para verlo por última vez, otros para conocerlo por vez primera. Maruja demoró mucho en decidir si contrataba plañideras o no. Se acostumbraba, por parte de los familiares del difunto, pagar este servicio para obligar a la viuda a llorar y demostrar con ello su amor y dolor. Ella estaba dudosa. Fue a mirarle la cara al viejo para ver si valía la pena y encontró que el cajón estaba repleto de hormigas culonas. No se sabía por dónde habían entrado, lo cierto era que estaban adentro, solazándose sobre el cadáver de su enemigo, que tal vez les olía a gloria. Era como si se obstinaran en demostrar que ellas y solo ellas habían ganado la pelea. Ante semejante espectáculo, en lugar de ponerse a llorar, Maruja ordenó que apresuraran la ceremonia del entierro. Cerraron la caja de madera de guásimo y corrieron con ella rumbo al cementerio.

      XII

      Una tarde, una viejísima tarde ya perdida en el tiempo, muchos años antes de este último desenlace, el bisabuelo había observado que del mejor de sus yucales sobrevivía tan solo una mata. Era el último bocado del suculento festín con que se habían hartado las hormigas durante toda la temporada, pelear por él no valía la pena, pero decidió no cederlo y cruzó a paso firme y terco el erial polvoriento que lo separaba de la planta, aplastando con sus botas de soldado los terrones resecos, y al tirar del tallo leñoso, en lugar de un racimo de tubérculos envueltos en tierra, salieron los santeros pegados uno del otro. ¡Los santeros, sus incómodos, impertinentes y odiados vecinos! El viejo los confundió en un primer momento con algún animal subterráneo, algo así como un topo, y retrocedió un paso. Al ver que se trataba de seres humanos cayó sentado en la boca de un hormiguero. Las hormigas le picaron el culo y desde entonces empezó a tomarles ojeriza.

      El sol crepuscular de aquella tarde de junio los bañó de luz tibia y los hizo ver rojizos y rubicundos, aunque eran morenos de nacimiento. Venían de la dimensión desconocida, del país de lo no visto, de la región de lo no hablado, de lo nunca pensado. Al comienzo se desparramaron por la Mesa de Jéridas en desorden, como huyendo unos de otros, pero al siguiente día pusieron pueblo en uno de sus bordes, del lado donde solo es posible mirar hacia los precipicios, tal vez por la innata necesidad de permanecer muy próximos a las profundidades de donde emergieron. Nadie sabe por qué lo llamaron Los Santos, pero así se denomina el villorrio desde entonces y así se llamará hasta que sea llamado a rendir cuentas.

      Cualquiera pensará que lo primero que hicieron fue dedicarse a construir sus viviendas, a buscar agua y leña, a sembrar provisiones de boca, pero no. Lo primero que hicieron fue armar una gigantesca cucamba de carnaval, a la que pusieron por cabeza un calabazo coronado de cabellos de fique, montado sobre una armazón de bejucos y vestido con papel de colores. Lo sostenían con unos palos ajustados debajo de sus enaguas y bailaban sin pausa a su alrededor, al son de una rústica banda de cinco instrumentos, conocida desde entonces como La Banda de las Cinco Cosas: dos flautas traversas, un bombo, un tambor y una pandereta. No parecía posible que de semejantes instrumentos pudieran arrancar música, pero al rato sonó La mula rucia y Métale candela al monte.

      El rumor de la fiesta llegó hasta los oídos de Aura Arenas, que sin pensarlo dos veces tomó la deci­sión de abrir una sucursal de sus afamados guarapos entre los recién llegados santeros. A partir de aquel mismo momento la locura no halló límite alguno. La música que tocaba la banda confundió todos sus ritmos, hasta producir uno capaz de identificarla ante el mundo por su singularidad y extrañeza: El santero, una pieza que no acaba jamás y que puede bailarse de corrido veinticuatro horas seguidas.

      Capítulo 2

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