El santero. Gonzalo España

Читать онлайн.
Название El santero
Автор произведения Gonzalo España
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063374



Скачать книгу

un diálogo de sordos que más o menos equivalía a lo siguiente:

      —No me diga que no trajo los balines, chino rependejo. No lo diga, porque lo mato.

      Henry volvió a mostrarle las manos vacías.

      —Mire este animal. Tiene carne para medio año y sobra, una pieza así no se presenta nunca jamás en la vida. No me diga que no trajo los balines, chino cabrón.

      Henry mostró las manos vacías por tercera vez.

      —¿Se imagina ese cuero tendido en la sala? ¿Se imagina esa cornamenta colgada en la pared? ¿Se imagina la fama de cazadores y lo que diría la gente de nosotros? No me diga que no trajo los balines, chino marica.

      Entretanto, el bisabuelo había ido acercándose, tratando de prenderlo y asestarle por lo menos un pescozón, pero Henry retrocedía un paso cada vez. El hombre tenía tan caliente la mano que acabó por descargársela en su propio trasero, arrancándose de allí una nube de chispas y polvo.

      Fue un momento de desolación digno de olvidar. Tener aquella pieza a menos de un palmo y dejarla escapar era la circunstancia más triste en su vida de labriego y cazador. Dicen que una lágrima rodó de sus ojos.

      Pero el destino quiere las cosas a su modo y tal vez para remediar tanto enojo, o para hacerlo más agudo, había puesto allí una mata de pedralejo, planta cuyas semillas, es cosa sabida, son más duras que el plomo. El bisabuelo descubrió por el rabillo del ojo los racimos que el arbusto le ofrecía y sin pensarlo dos veces arrancó una manotada de pepas, y cargó el arma como si se tratara de auténticos perdigones. Hecho esto, alzó arteramente la escopeta, apuntó con sevicia al lomo del gran animal y apretó orgulloso el gatillo. En medio de un estruendo infernal los perdigones del pedralejo salieron un poco atascados, el venado cayó sobre unos matorrales con las patas alzadas al cielo, como venado que sabe que un tiro de esos resulta mortal y por eso cayó de semejante manera. Padre e hijo alcanzaron a llenarse de encanto y admiración.

      El humo de la descarga tardó en disiparse. Estaban a punto de avanzar con resolución para reconocer y cobrar la presa cuando el pesado animal comenzó a levantar trabajosamente el anca, sacudió con fastidio la adornada cabeza y exhaló con un bronco resuello el humo que se había tragado. Tardó todavía un poco más en alzarse sobre las patas delanteras y ponerse en pie. Era tan grande y pesado que sus cascos se hundían suavemente en la hierba, y tan alto que el estandarte de su cornamenta se alzaba sobre los pomarrosos.

      Ya para ese entonces, niño Henry había adquirido el aspecto de perro sharpei que lo acompañaría toda la vida. El pellejo de la frente, muy rojo a causa del sol y de la pigmentación natural de la piel, se le engrosaba de tanto fruncirlo; los ojos se le tornaban saltones, la nariz le abultaba como una breva madura, caminaba inclinado hacia delante con cara de preo­cupación, retorcía mucho los labios y no paraba de maldecir. Era que estaba aprendiendo los números y cada que pasaba del veintitrece al cuarenta y dos la maestra le amarraba un pellizco en el culo.

      Nada se habló del enorme venado. El bisabuelo se puso tan triste al verlo desaparecer en la meseta que ni siquiera se acordó de castigar al culpable de la pérdida. Cuando el muchacho intentó contarle el incidente a Briceida, lo calló diciendo que allí no se había visto otra cosa que un simple cervatillo, tan pequeño que había marrado el tiro. En adelante, cada que Henry pretendía hablar, lo paraba de un grito: “¡Usté cállese, chino rependejo, o le asiento la mano!”.

      Nunca más se habló del asunto, pero pasado algún tiempo niño Henry regresó corriendo otra vez. En esta ocasión no abatió la mata de girasol, sino que se escurrió como un huracán por entre las piernas del bisabuelo y fue a meterse debajo de una cama, al tiempo que lanzaba un grito siniestro: “¡Papá! ¡Mamá! ¡Llegó el fin del mundo!”. Intrigado, el hombre caminó hasta la puerta y se asomó cauteloso, apenas para contemplar la montaña florecida que pasaba de largo. El pánico ante algo tan sobrenatural como una mon­taña caminando le impidió moverse del sitio. Briceida, que al grito de niño Henry había sacado la cabeza por la ventana de la cocina, la vio y cayó desvanecida encima del fogón, que por suerte estaba apagado.

      El prodigio trashumante no se detuvo: su andar era lento, tan majo y maravilloso que demoró un rato en desvanecerse por la senda polvorienta del camino.

      Durante los siguientes días todos en casa permanecieron alelados y mudos, actuando unas veces como autómatas y otras como sonámbulos. Briceida olvidaba pelar las cosas que cocinaba, lloraba sin saber por qué y una mañana metió por descuido el gato en una olla de agua hirviendo; el bisabuelo se la pasaba horas enteras sentado en el retrete sin bajarse los pantalones. Era el único sitio donde podía pensar a sus anchas. Él, en particular, se hubiera vuelto loco de remate si no consigue descifrar el enigma. Por fortuna, la montaña florecida volvió a salirle al paso unos días después, entre la bruma de la madrugada, cuando regresaba del ordeñadero con un par de baldes repletos de leche en las manos. Delante el uno del otro, el hombre supo que iba a morir de terror, pero no quiso morirse sin saber de qué se trataba aquella locura.

      Cuando finalmente la interpretó, los baldes que portaba se le cayeron de las manos, retumbaron contra el suelo y le chisguetearon los mostachos en espuma de leche.

      Se trataba del venado que asustó a sus ovejas, en cuyas espaldas habían reventado y florecido las pepas del pedralejo, formando un bosque espeso, con flores, chamizos, enredaderas, mirlas, ardillas y hasta micos, que saltaban por entre las verdes ramas.

      II

      Esa era la vida del bisabuelo Samuel Arenas, un hombre recio y laborioso, de pelo ensortijado y bermejo, ojos colorados, nariz larga y puntiaguda, piel blanca sembrada de pecas, mezcolanza de zorro blanco y pisco almagrado, que nunca pidió tregua al surco ni se arredró ante el trabajo, ni ante la lengua de nadie, y que engendró hijos hasta los noventa y dos años con una catorcena de mujeres de las que se ha perdido la cuenta. Se desconoce la causa de su éxito con el sexo débil, pero se atribuye al intenso almizcle que lo acompañaba, dado que era hombre de baño una vez al mes, gran caminador, impenitente fumador de tabaco y labriego de mucho sol y mucho sudor. Su piel emanaba un fuerte remusgo a macho cabrío, a cobre caliente y batido, y a trazas de gallinaza.

      Solo una vez en la vida le dio por llevar encima un aroma distinto del natural suyo. Había venido a temperar a una de las quintas vecinas una hermosa señora de la ciudad y el hombre estaba de romper cercas por tener un encuentro con ella a la sombra de los pomarrosos. No se sabe nada del cortejo, ni si hubo cortejo o no, pero una madrugada se desnudó y se lavó a poncheradas con agua helada en la pila del lavadero, y enseguida entró a vestirse todavía a oscuras mientras Briceida le preparaba el café cerrero. Le había dicho que necesitaba viajar de urgencia hasta Piedecuesta para renovar las estampillas de las escrituras y pagar ciertos derechos sobre la tierra, cosa que en parte era cierta, pero nunca explicó por qué causa aquella mañana le dio por echarse encima medio frasco de un perfume francés que guardaba sin abrir al fondo de un baúl desde hacía muchos años, y que se abstenía de usar porque jabones y fragancias eran para él cosa de afeminados.

      Lo cierto fue que, al salir del cuarto, envuelto en aquel aroma arrebatador, los perros de la casa destaparon los colmillos en plan de atacarlo, se encabritó el caballo y retrocedió echando coces, el pocillo del café cerrero le dejó a Briceida el asa en el dedo y cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. El hombre puso el pie en el estribo con gran trabajo y montó para dirigirse a la cita, pero al cruzar la primera vega del vecindario, ya seguro de tener la presa en las manos, le cayó encima una colmena de abejas enloquecidas. A duras penas pudo retroceder y buscar refugio en el rancho, adonde llegó envuelto en un enjambre tan negro como un tifón. Quince días permaneció adentro escuchando el fragor de un río sobre el tejado y renegando de su perra suerte, hasta que su primogénito Pascual Liborio tuvo la buena ocurrencia de sacar de la casa lo que restaba del perfume y regarlo a la pata de un árbol lejano, hacia donde partieron en bloque las abejas, como atraídas por un imán.

      Otro día, niño Henry dio aviso con alegre grito de centinela desde el patio, donde se la pasaba jugando con un perrito: “¡Patos por el oriente!”. Ya le habían enseñado en la escuela que el lado por donde sale el sol se designa como el oriente y su contrario, como occidente,