El santero. Gonzalo España

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Название El santero
Автор произведения Gonzalo España
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063374



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hacia el más allá—. En todo lo que resta del siglo no habrá más guerras declaradas, pero nadie acabará de recoger muertos.

      IX

      La guerra no llegó, pero llegó la langosta.

      Apareció un día mediando la tarde, en forma de un jinete maltrecho que se aproximaba a pasos muy lentos, abriendo una trilla en las espigas que cubrían la meseta. El caballo que montaba, un ruano derrengado que a duras penas podía con él, tardó eternidades en llegar hasta la cerca de madera que rodeaba la casa. Cuando el jinete se agachó a desatrancar el portillo, se fue de cabeza por entre sus orejas y cayó como un fardo. Toda la familia acudió corriendo en plan de auxiliarlo. Lo rescataron de entre las patas del caballo famélico, que se había quedado dormido e inmóvil, y encontraron que se trataba de un sujeto con cara de vieja lloricona; mientras lo arrastraban hacia la casa, comenzó a repetir entre balbuceos que la plaga estaba llegando. Nadie entendió de qué les hablaba, pero todos notaron que Lilia se apartó de él con visible repugnancia.

      No necesitaron atenderlo porque no pidió nada y simplemente se durmió en el umbral, sobre el costal donde dormían los perros, que no paraban de husmearlo y gruñirle, tan abatido como si hubiera cabalgado jornadas enteras de día y de noche para llegar hasta allí. Le tiraron una vieja manta encima, trancaron la puerta y fueron a preguntarle a Lilia qué significaba semejante visita, pero igual la hallaron profundamente dormida.

      Al día siguiente Briceida se levantó muy temprano y fue a mirarlo y a reconocerlo mejor. Lo halló ajustando los arreos del jamelgo, que había dormido ensillado, no quiso invitarlo a seguir, pero le llevó desayuno y al acercarse lo observó con detenimiento. Era un sujeto de cualquier parte del mundo menos de ninguna conocida por ella. Parecía un saco de piel con huesos adentro, las ropas le bailaban, llevaba los pantalones amarrados con vueltas de cabuya. En sus ojos bullía un temor legendario y recóndito, un miedo sin fronteras; se diría a punto de romper a llorar. Apuró el plato en silencio junto a la puerta y procedió a despedirse. Todos le estrecharon la mano y le agradecieron que se hubiera tomado la molestia de venir con el anuncio de que la plaga estaba llegando, aunque seguían sin saber a qué clase de plaga se refería. Lilia volvió a apartarse con visible hostilidad. “Él es quien la lleva detrás”, dijo entre aterrada e histé­rica, tan pronto el jinete se alejó, “la plaga lo persigue por sus culpas y pecados, por algo muy feo que hizo, y por donde vaya pasando irá dejando desgracias”. Le preguntaron de qué clase de plaga hablaba. Respondió que no lo sabía.

      Unas horas después cayeron las primeras “guías”, unos como saltamontes enormes, voraces, de afiladas y tremendas mandíbulas. Delante de los ojos del bisabuelo, que no salía de su asombro y congoja, uno de ellos se banqueteó de una sola sentada una hoja de tabaco.

      —¡Mierda! —dijo—. Lo que nos trajo el amigo fue nada menos que la langosta.

      Hacia el mediodía ya estaba cayendo un chubasco cerrado de animalejos. Lilia gritó que solo haciendo mucho ruido era posible impedir que el grueso de la nube se posara en el campo. Miraron hacia arriba y contemplaron un gran telón en cinemascope volando por lo alto, una galerna semejante a los radios de una rueda gigantesca y veloz que proyectaba fantasmagóricas luces. Millones, billones y trillones de rubias langostas azules, violetas, marrones, castañas, según el color que el sol les iba arrancando.

      El bisabuelo requisó de urgencia todas las tapas de las ollas y los objetos que hicieran o sirvie­­ran para hacer ruido, y con suma habilidad reparó una olvidada matraca de Semana Santa, cosas que distribuyó entre sus hijos. Por su parte cargó la escopeta y los dos viejos revólveres que conservaba des­­de la guerra de los Mil Días. Luego, distribuidos en los cuatro puntos cardinales de la granja, los perros, los muchachos, él y Briceida, abrieron fuego graneado. Uno daba vueltas a la matraca, los otros golpeaban las tapas de las ollas, los demás restallaban rejos y zurriagos, el bisabuelo disparaba metódico su escopeta y sus revólveres, los perros aullaban en coro.

      Ahora chubascos como de granizo, manotadas gruesas y sueltas de langostas, desfondaban los árboles cada cierto tiempo. El bisabuelo les hucheaba los perros, que las mataban a las dentelladas. Pero estas eran solo las albricias. De un momento a otro a los luchadores les entraron calambres y se les envararon los músculos, y ya no pudieron mover sus instrumentos con la misma energía, y era que la atmósfera había empezado a tornarse pesada, casi sólida, y los mazos de la matraca comenzaron a frenarse, y los rejos a entraparse en el aire, y el chubasco que estaba cayendo se convirtió en un tiroteo de lamparones pegajosos e inmundos, de golpes secos y breves que estremecían y cortaban la piel. Los perros langosteros acabaron ciegos a serruchazos, los Arenas echaron a correr y a duras penas lograron trancar detrás de sí las puertas empujadas por la avalancha, ensordecidos por el golpeteo de los bichos que se mataban a los golpes contra las ventanas, al tiempo que las tejas se rebullían y sufrían como en carne propia el insoportable gemir del mundo.

      Las langostas cubrieron la tierra, todo fue consumido disciplinada y metódicamente, el susurro roncador de sus mandíbulas diminutas cortó, tragó y deglutió hasta la última brizna de hierba. El horror de que el turno les llegara también a ellos se prolongó hasta la medianoche, cuando oyeron por fin el silencio de la nada. No supieron cuándo los venció el sueño, pero a la mañana siguiente, al asomar los ojos temerosos y espiar los alrededores, se encontraron cegados por la luz de un universo sin sombra, por el resplandor de un horizonte vacío donde nada hacía estorbo al sol, un panorama donde no quedaba otra cosa que el esqueleto de la tierra, el aire sin música, los árboles sin hojas, el campo escueto y vacío: la merde, como dirían los franceses.

      X

      Era preciso salir a buscar semillas, volver a sembrar las eras, replantar el jardín, encontrar hortensias, novios y begonias para tener otra vez flores en los chorotes del patio y del corredor, preparar nuevos almácigos de tabaco, beber agua colada para matar el hambre, hacer calceta, bostezar y aguardar pacientemente a que retoñaran las ramas de los árboles y los pastizales, antes de volver a escuchar el trino de los pájaros y tener en el plato al menos un grano de maíz de mazorca tierna para llevarse a la boca, pues hasta la última brizna de hierba había sido talada por la plaga de la langosta, pero Alberto Arenas, en lugar de quedarse a compartir las angustias y las tribulaciones de la familia, ensilló uno de los machos rucios de la cuadra y se presentó ante el bisabuelo, como un cruzado en plan de batalla.

      —Padre, salgo de viaje —anunció sin mirarle a la cara.

      —¿De viaje? —preguntó el viejo, rascándose la cabeza—: ¿Es que se ha vuelto loco?

      —Padre, debo partir —reiteró el joven, sin levantar los ojos del suelo.

      —¿Partir? ¿Y hacia dónde piensa partir a estas malditas horas?

      —Padre, voy detrás de ese hombre. Necesito saber quién es y de dónde viene. Si no lo averiguo no estaré tranquilo el resto de mi vida.

      El bisabuelo Samuel se quedó mirándolo con ojos a la vez sorprendidos y atónitos. El resto de los muchachos hizo rueda en el patio, esperando a que de un momento a otro lo prendiera de los calzones y lo desmontara. Pero el mundo andaba tan desquiciado que todo era posible y hasta el viejo acabó hablando en tono razonador.

      —Ya sabemos que la langosta lo persigue por una mala fechoría que hizo, con eso basta —dijo, tratando de disuadirlo.

      —No, no es suficiente —declaró Alberto desde lo alto de la cabalgadura—: necesito saber qué cla­­se de fechoría cometió, y a quién, y en dónde.

      —¿Y eso a vusté qué le importa, carajo? Qué tal que el tipo sea un criminal y no le guste que le averigüen la vida.

      El muchacho no cedió. Finalmente, el bisabuelo alzó una mano, invitándolo a largarse.

      —Aquí estamos demasiado jodidos para andar discutiendo pendejadas. ¡Coja para donde le dé la gana, chino de mierda, pero no vaya a tirarse el rucio!

      Las cosas pasaron tan rápido que Briceida no alcanzó a darse cuenta. Cuando le dijeron que Alberto se había ido detrás del tipo de la langosta salió corriendo de la cocina, pero ya no pudo alcanzarlo.

      —¿Cómo