Название | El santero |
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Автор произведения | Gonzalo España |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583063374 |
Tío Víctor tenía la cara encendida como un tizón y echaba fuego por los ojos, pero a ella no le importaba lo que estaba por ocurrir. Fue un minuto eterno de tensión y silencio, roto intempestivamente en el momento que el tío Víctor volvió a la cocina, retiró un tronco mediano del arrume de la madera y caminó hasta la mesa del comedor, donde lo colocó a la altura de sus partes más torpes, que a su vez colocó encima del tronco después de tumbarse los pantalones. Desde allí, con el hacha levantada, volvió a preguntarle a Delfina:
—¿Es que insistes todavía, mujer rebruta?
Ella respondió en tono glacial:
—Pues si esa es la única manera que dejes en paz a las purnieras, ¿qué es lo que esperas?
—¡Entonces que se vaya todo al diablo! —reventó el tío Víctor, seguro de que ella no le daría la voz de alto, como el ángel al bueno del Isaac, y dejó caer el hacha.
La hoja descendió como guillotina y se hundió sobre el tronco, que partió en dos sin partirle aquello, porque al instante de caer el tío Víctor hurtó el culo con rapidez. Casi sin parpadear, y por supuesto sin decir palabra, la arrancó del madero haciendo palanca y, como si se hubiera tratado de un simple golpe fallido, volvió a subirla sobre su cabeza y a lanzarla por segunda vez, hurtando de nuevo el culo en el momento exacto. Sus ojos y los ojos de Delfina se encontraban en el aire, los de ella como pidiendo una explicación a semejante falta de puntería.
—¡Agradezca que se defiende! —comenzó a declarar el tío Víctor cada que fallaba, arrancando de nuevo la cuchilla del tronco para dejarla caer una y otra vez, a tiempo de esquivar el golpe sacando el culo—: ¡Agradezca que se defiende! ¡Agradezca que se defiende!
Y así se la pasó un buen rato subiendo y bajando el brazo, hasta que se le enfrió la rabia.
IV
Por aquel tiempo, auténticas manadas de caballos horros deambulaban por la meseta. Quizá en ese entonces el mundo estaba todavía lleno hasta el tope de caballos horros, pues nadie se servía de ellos para montarlos ni trabajarlos. Los pastizales los mantenían orondos, su vista alegraba las praderas y el espíritu de los granjeros; eran un canto a la libertad.
Todo se pintaba de otro color cuando les daba por reunirse en los corredores de las casas en plena noche. El Patas era lo primero en que se pensaba cuando sus cascos aterradores azotaban las baldosas. Era como si llamaran, impacientes, pidiendo que les abrieran y el miedo se convertía en terror si les daba por peerse o estornudar. Y no se diga de los olores que penetraban por las rendijas de las ventanas y por debajo de las puertas cuando descargaban su remesa de cagajón verde, pues nada existe más penetrante ni maloliente que el cagajón de caballo recién plantado. Para qué hablar del respetable servicio que amanecía en el piso de los corredores. Alberto, Luis María, Pascual Liborio, Daniel o cualquiera de los muchachos se veía obligado a levantarse para echarlos en plena noche cuando el bisabuelo tronaba desde su cuarto: “¡Corran esos hijueputas caballos!”, pero media hora después los tenían de vuelta y el incordio se prolongaba hasta el amanecer.
Sin embargo, todo esto fue sidra dulce comparado con lo que dio en ocurrir cuando se les pegó la sarna y empezaron a llegar de noche a rascarse los pescuezos en los horcones del corredor. Bastaron dos o tres sesiones de frenética rasquiña para que los troncos se salieran de asiento y todo el techo del alar se viniera al suelo. La familia Arenas despertó en medio de un estruendo de terremoto, las mujeres estuvieron a punto de enloquecer, Sara se desmayó, Lilia quedó rara, Carolina decidió hacerse monja.
Aquella noche, contemplando el desastre de las tejas y las cañas despedazadas, los muchachos juraron sacarse de encima el problemita de los caballos. Uno o dos días después partieron en torvo silencio y trajeron del pueblo cuantas latas vacías de manteca La Sevillana les fue posible encontrar en tiendas y depósitos, y como si ello no fuera suficiente entraron con sigilo de asaltantes a la cocina y requisaron todas las ollas y peroles viejos, que ataron en racimos con cuerdas de fique a las latas vacías. Tan pronto el arsenal estuvo completo salieron a la pradera y juntaron en una gran corraleja la totalidad de los brutos que merodeaban por los alrededores. Les llevó varias horas amarrarles al rabo las latas de manteca y los racimos de ollas y peroles viejos, faena que solo completaron hacia la medianoche, cuando tumbaron el falso y los espantaron a sombrerazos. Una estampida que nunca imaginaron arrancó entre gritos y relinchos, dejando atrás una inmensa nube de polvo.
Se sabe que a esa hora exacta el tío Víctor estaba acuclillado entre las eras de su maizal, aquejado de un fuerte ataque de disentería. La noche que lo arropaba era fría y despejada, desde el lugar donde se hallaba veía caer estrellas fugaces. Todo esperó menos que la tierra echara a temblar y a sacudirse bajo sus pies. Con la cabeza en alto y los calzones en los tobillos, tratando de atisbar por entre los mechones de las mazorcas la causa del estremecimiento, descubrió la nube de polvo que avanzaba por la meseta. Unos segundos después una masa infernal pasó a su lado como una locomotora desbocada. Las latas de manteca tropezaban contra las piedras, sacaban chispas y brincaban sobre el lomo de los caballos, para de allí volver a caer. El tío vislumbró infernales jinetes maromeros que montaban y desmontaban del anca de bestias apocalípticas. Los calzones enredados en sus pies le impidieron moverse y de alguna manera le salvaron la vida, pues de haber intentado ganar el espacio que lo separaba del rancho habría perecido debajo de la estampida. Quedó en medio de la polvareda y de un olor a chamusquina, que en parte emanaba de su propia piel. La visión lo dejó estíptico de por vida.
Con las primeras luces del alba recobró el suficiente valor para salir de la cama, adonde había entrado brincando por la ventana, y correr hasta la casa del bisabuelo, de la que lo separaba un cuarto de legua. Una nueva oleada de terror lo sacudió al contemplar el pórtico derrumbado. Sin atreverse a dar un paso más, llamó con gritos de condenado:
—¡Compadre Samuel! ¡Muchachos! ¡Salgan si están con vida! ¡Virgen santísima! ¿Qué le ha ocurrido a esta casa?
Los de adentro se asomaron por las rendijas y vieron sus largos bigotes rojos temblando al frío de la madrugada. El bisabuelo aventuró un cuento.
—¿Acaso no lo visitaron anoche las once mil regiones del infierno, compadre Víctor? Las que pasaron por aquí nos tumbaron media casa —gritó desde adentro.
El tío Víctor cayó al suelo sin sentido. Los muchachos desatrancaron la puerta y salieron a recogerlo, arrastrándolo por los brazos. Estaba tan pálido, a efectos del miedo y la disentería, que Briceida lo creyó muerto y le lanzó a la cara un balde de agua helada para revivirlo. El pobre despertó y de inmediato comenzó a gritarles con desesperada alarma:
—¡Cómo es que duermen todavía, carajo! ¿Acaso no escucharon anoche las once mil regiones del infierno? ¡El cielo nos ampare!
Sus largos bigotes rojos temblaban con vehemencia, sus ojos de desquiciado crecían con su grito ronco. Le ofrecieron café para tranquilizarlo. El bisabuelo trató de ayudar, diciendo:
—No solo las escuchamos, compadre Víctor, sino que a punto estuvimos de perecer: una de esas criaturas del averno me tumbó anoche