Название | Homo bellicus |
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Автор произведения | Fernando Calvo-Regueral |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417241940 |
El año 622 de la era cristiana, Mahoma, «el último de los profetas», abandona La Meca: es la Hégira, una huida que se convertirá en el inicio de la fulgurante expansión del islam. En poco más de cien años, un imperio con origen en Arabia se asienta desde el Hindú Kush hasta España portando una fe capaz de unificar tribus y de domeñar por la fuerza a todos los que se opongan a los preceptos de la nueva verdad revelada del Corán. Solo la derrota de sus huestes a manos de Carlos Martel en la batalla de Poitiers (732) detendrá esta fuerza en Occidente, ciertamente más exhausta de sus propias conquistas que batida de forma decisiva, porque «el mahometanismo es un mar infinito, siempre hay oleaje y nada permanece firme… Sucédense las olas unas a otras en su fanatismo» (Hegel dixit).
En un principio Mahoma, que carecía de mentalidad militar, se limitó a una acción política impregnada de religiosidad que uniera las tribus árabes. Sus primeros contingentes fueron nómadas del desierto, quienes mostraron con su frugalidad ser excelentes guerreros: eran capaces de hacer largas marchas sobre camello con un odre de agua y un puñado de dátiles en sus morrales. Su acción se basaba en la sorpresa, concentrándose con velocidad del rayo para atacar los puntos débiles del contrario y luego dispersarse con la misma rapidez. Si al principio combatían por el botín, Mahoma les imbuirá de un sentido superior cifrado en un grito que resonaría durante siglos: Allahu Akbar, ‘¡Dios es grande!’. Nacía así la guerra santa o yihad, sabiamente manejada como elemento cohesionador de los pueblos que se van uniendo a esta religión radicalmente nueva. La intransigencia de bizantinos y persas para con los pueblos que sometían favoreció que estos recibieran a los árabes como libertadores. Si no ofrecían resistencia, eran respetados en sus usos y costumbres a cambio de cargas fiscales; si, por el contrario, se resistían, su destino era ser arrasados por la fuerza inercial de estas formaciones tan livianas como eficaces.
A la muerte del profeta el ejército crece y va abandonando el camello por el bello y rápido caballo árabe. Como las de Roma en su fase expansiva, estas fuerzas eran sumamente versátiles: de Bahréin copiaron la lanza larga de asta flexible; de Abisinia otra corta para ser arrojada al modo de un venablo; de los partos asiáticos el arco y de los indios las habilidades metalúrgicas para fabricar más y mejores armas. El cuerpo principal era el de caballería, pero no la pesada que entonces imperaba en Europa, sino una sumamente móvil. Como su maniobra preferida era el envolvimiento, desplegaban en forma de media luna, situando en el centro un cuerpo de arqueros cuyas filas iban relevándose para crear un volumen de lanzamiento que desgastara al enemigo, momento en que las alas de jinetes se lanzaban a la carga con cimitarras y mazas, seguidas muy de cerca por una infantería ligera que mantenía enlazado el conjunto. Eran formaciones pensadas para la razzia y la ofensiva. Los árabes prefirieron en un principio ampliar sus territorios como mancha de aceite a consolidar sus conquistas con fuerzas de ocupación, evitando batallas de consideración y asedios a las plazas fuertes que encontrasen por el camino.
Sus contingentes rara vez superaban la cifra de cinco mil hombres, aunque a veces se agrupasen en unidades superiores cuando la acción lo requería. Estaban constituidos por una vanguardia, el grueso (kalb, ‘corazón’), sendas alas y la «zaga» o retaguardia. Sus mandos eran una elite árabe de la que, cuando la marea se refrene, emergerán califatos, cuyas disensiones —principalmente entre sunitas y chiíes ortodoxos— darán tiempo a Europa para la contención de esta potencia que como tromba ha irrumpido en la historia. Su fervor religioso los llevaba a acantonarse en una especie de conventos-fortalezas para evitar mezclarse con las poblaciones locales (muy probablemente las famosas órdenes militares cristianas se inspiraran en este modelo). El creciente empleo de mercenarios terminaría por crear castas aparte, destacando entre todas ellas la de los turcos otomanos, quienes mantendrán la presión bélica al heredar el fanatismo musulmán, sus tácticas —bien que perfeccionadas— y una flota que iba a sembrar el pánico en el Mediterráneo, especialmente en su banda oriental.
Setenta años después de la victoria de Poitiers, el nieto de Martel, Carlomagno, es proclamado emperador como vimos al inicio de este capítulo. Mezclando diplomacia y fuerza con suma habilidad, Carlomagno pacifica el interior de su imperio, unifica en un ejército «nacional» las mesnadas de las distintas demarcaciones y se propone cuatro grandes objetivos en política exterior: contención del islam por el sur, expansión hacia centro Europa, dominio de los levantiscos lombardos en el norte de Italia y protección —también doma— de los estados papales, no menos conflictivos. Su obra durará lo que su poderosa figura: tras su muerte, el imperio se divide, perdiendo su hegemonía y debilitándose en luchas internas, que los vikingos y otras hordas salteadoras aprovecharán para sus correrías. Esta situación no mejorará hasta la constitución con posterioridad del Sacro Imperio Romano Germánico, del mismo signo pero con el centro de gravedad desplazado hacia la actual Alemania.
El ejército de Carlomagno era, en comparación con el árabe, pesado: toda vez contenida la avalancha, el monarca inició un plan de fortificación de las fronteras eminentemente defensivo, pues, en parte por el sistema feudal, en parte por la debilidad demográfica, no podía permitirse el lujo de disponer de grandes formaciones. No obstante y dentro de su idea centralizadora, sí crearía una considerable fuerza basada principalmente en una potente caballería formada por nobles y apoyada por un contingente de infantería de leva: por cada conscripto que partía a una campaña (llamado precisamente partant), otros tenían la obligación de ayudar económicamente a la lucha (los aidants). Aunque data de esta época el ideal caballeresco que asociamos con la Edad Media, lo cierto es que todavía estamos lejos de la imagen de esos flamantes jinetes que vendrán tiempo después. Lo que ya tenían era un profundo sentimiento espiritual, exacerbado desde la aparición de una nueva religión totalmente incompatible con el ideal cristiano.
Dos siglos después de la fecha que hemos tomado como referencia, estas dos concepciones socioeconómicas, militares y espirituales antagónicas iban a enfrentarse en las Cruzadas. Así, cuando el papa Urbano II, pasado el pavor del año 1000, lanzó la famosa proclama en la que incitaba a sus fieles «a tomar el camino del Santo Sepulcro», lo hacía movido por tres motivos principales: unificar a una cristiandad peligrosamente fragmentada, arrebatar los lugares sacros (y sus riquezas y rutas mercantiles) a los infieles y prometer a los desheredados prosperidad en unas tierras libres de la tiranía feudal. Deus vult, ‘¡Dios lo quiere!’, será el grito de signo contrario al de ¡Alá es grande!; por oposición a la yihad nace el concepto de guerra santa católico. Si la intención tenía sentido, la primera campaña no pudo ser más caótica desde sus mismos preparativos. Dos expediciones partieron en 1096 a Tierra Santa, una popular, completamente fuera de control y dada al pillaje, contenida por búlgaros y selyúcidas, y otra caballeresca constituida por huestes sin dirección conjunta y que actuarán solo en beneficio personal de sus cabecillas. La toma de Jerusalén en 1099 no será aprovechada, pues estos señores importarán el injusto modelo de vasallaje a los territorios conquistados, mostrándose incompetentes para crear un reino fuerte en la zona, por lo que en 1187 el gran sultán Saladino reconquistó para el islam la ciudad tras obtener una resonante victoria en la batalla de los Cuernos de Hattin.
Entre 1095 y 1291 fueron proclamadas ocho cruzadas mayores e infinidad de otras menores dirigidas no solo contra los árabes sino también contra cátaros, prusianos, bálticos y otros «herejes», sin contar las luchas que tuvieron lugar en España y Portugal dentro del proceso de Reconquista que, visto con perspectiva, fue una cruzada permanente, desde luego mucho más fructífera que sus homólogas europeas. Ambas religiones y sus ejércitos se desgastarían mutuamente a lo largo de estos siglos, favoreciendo todo tipo de acciones de otros imperios que supieron aprovechar la circunstancia, como por ejemplo el mongol de Gengis Kan III. Si hemos visto en otros apartados aparecer el fanatismo religioso como multiplicador negativo de violencia en el fenómeno bélico, una de las peores herencias de la Edad Media fue sin duda la de situar