Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

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Название Homo bellicus
Автор произведения Fernando Calvo-Regueral
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241940



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y doña Isabel!». Era el fin de la Reconquista… y el principio de una gran epopeya. El hecho tenía una triple trascendencia: en lo militar, era la forja del que será en breve el mejor ejército de Europa; en lo político, las instituciones y eficaces maniobras diplomáticas, mérito de Fernando, el Príncipe de Maquiavelo, inauguran una nueva época introduciendo la razón de estado como guía y norte («toda guerra es justa desde el momento en que es necesaria»); en lo espiritual, la conquista de Granada fue celebrada por todo el mundo occidental como una suerte de compensación por la caída de Constantinopla. En palabras de Fuller,

      este fue el acontecimiento más fructífero de la historia de Occidente desde que Alejandro cruzara el Helesponto. Ninguno de los dos se produjo por accidente, sino que fueron consecuencia de la necesidad urgente de expansión que a través de la Historia se ha dado en todos los pueblos viriles cuando estos han alcanzado la nacionalidad total. España había alcanzado la mayoría de edad con la Reconquista, última Cruzada contra el islam. (Batallas decisivas del mundo occidental).

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      Desde antiguo, Homo bellicus ha buscado el apoyo de la muralla y del foso, de las torres de vigilancia y las compuertas: es la expresión de su mentalidad defensiva, tanto más acentuada cuanto más retroceden los conceptos de movilidad que definen la verdadera esencia del arte militar. El paisaje de la Edad Media se asocia con los castillos, si bien con concepciones diferentes según regiones y épocas. Para los bizantinos, la fortaleza seguía siendo la pieza clave de su estrategia defensiva, por eso levantaron las que quizá sean las más complejas, robustas y temidas de la historia: las de Constantinopla. Para los franco-germanos, con su mentalidad feudal, los castillos suponían una muestra de poderío de los señores, siendo alternativamente símbolo de ostentación palaciega y refugio de villanos y campesinos. Para los árabes, las plazas fuertes eran conventos-cuarteles en los que preservar intacta su fe pero también desde los que realizar sus razzias, lo que copiarían las órdenes militares nacidas al calor de las Cruzadas… Y para España, unidad política creada en torno a un reino llamado precisamente Castilla, eran la forma de fijar la frontera siempre móvil contra los musulmanes, gozando por tanto de un carácter ciertamente expansivo: cada castillo asentaba el poder cristiano y se alzaba como punto fuerte desde el que lanzar nuevas ofensivas.

      Los castillos, en cualquier caso, solían situarse en puntos elevados, con vistas amplias y en un terreno accidentado que dificultara las labores de mina y asedio. Eran enclaves amurallados usualmente rodeados de un foso, inundable o no, y en su interior existía un espacio para refugio de los vecinos, patio de armas y cuadras para alojamiento de la guarnición, almacenes y cisternas y, finalmente, puntos fuertes como la torre del homenaje, válidos como últimos bastiones caso de caer el resto del recinto. Al principio se buscó la robustez más que el ingenio en su diseño, si bien los avances de la poliorcética como ciencia y arte de sitiar plazas fortificadas obligarían al desarrollo de estructuras poligonales, cilíndricas, en fin geométricas que favorecieran la defensa. No obstante, no nos ha de extrañar que hasta el uso generalizado de la pólvora los castillos mejor defendidos rara vez cayeran por efecto de la ofensiva enemiga, sino normalmente por falta de provisiones, epidemias declaradas en su interior o soluciones de compromiso en procesos ritualizados.

      La caída de Constantinopla en 1453 vino a demostrar una realidad inexorable: aunque sus muros resistieron bien los embates otomanos y la ciudad sucumbió gracias principalmente a la genial estratagema de Mehmed —trasladar toda una flota por tierra para atacar el flanco más vulnerable de la ciudad—, cuando el hombre se refugia en la coraza y en el muro, se instala a la defensiva, su agudeza se embota y desaparece el espíritu ofensivo. Las defensas pueden ganar batallas, pero las guerras solo se ganan con iniciativa, pues es en la movilidad y en la sorpresa donde estriba el arte militar, que impone el ingenio sobre la mera fuerza bruta.

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      Pólvora. Del lat. pulvis, -ĕris ‘polvo’. 1. f. Mezcla explosiva de distintas composiciones, originariamente de salitre, azufre y carbón, que a cierto grado de calor se inflama, desprendiendo bruscamente gran cantidad de gases, que se emplea casi siempre en granos y es el principal agente de la pirotecnia.

      (Diccionario de la Lengua Española)

      Como ocurre con todos los grandes inventos o descubrimientos realizados por la humanidad —si de gran invento puede ser calificado el que ahora estudiaremos—, los orígenes de la pólvora son difusos o, por mejor decir, confusos, con multitud de teorías que reivindican para una determinada persona, región geográfica o momento histórico la paternidad del hallazgo. El debate, aunque interesante, tiene algo de estéril, pues la radicalidad de la innovación no estriba tanto en su partida de nacimiento como en el uso generalizado de la misma. Además, como vimos con la agricultura o la forja de metales, como veremos con el vapor y la electricidad, los grandes avances suelen responder más bien a movimientos colectivos, apuntan siempre a varios centros primigenios o irradiadores, nos indican que si el descubrimiento viene realmente a cubrir una necesidad, entonces su difusión es global y ocupa rápidamente extensos territorios, revolucionando el reloj de los tiempos.

      Los indicios más remotos sobre el empleo de la pólvora se sitúan en China, si bien en estadios meramente experimentales, restringidos o lúdicos. Desde allí pasaría durante la Edad Media a los mongoles, por un lado, y al Próximo Oriente por otro, llegando a Europa quizá ya en torno al siglo XII: árabes y cristianos la emplearon militarmente en los sitios de Zaragoza (1148) y de Niebla (1252), respectivamente. Franceses primero e ingleses después la empezaron a usar de forma generalizada durante la guerra de los Cien Años, tanto en tierra como en mar, y las repúblicas genovesa y veneciana en sus luchas por Chioggia (1378). Del impacto que su empleo produjo en los campos de batalla, el rey Alfonso XI nos dejó una muy vívida descripción:

      E tiraban los moros muchas pellas de fierro que las lanzaban con truenos, de las que los cristianos había muy grande espanto, ça en cualquier miembro del ome que diese, levábalo a cercén, como si ge lo cortasen con cochiello… E cualquier ome que fuese ferido de ella luego era muerto, e no avia cirugía ninguna que le pudiere aprovechar, lo uno porque venía ardiendo como fuego, e lo otro porque los polvos con que los lanzaban eran de tal natura que cualquier llaga que ficieran, luego era ome muerto.

      En el sitio de Constantinopla (1453), los turcos emplearon unas gigantescas piezas para abatir las murallas de la ciudad, pero es en la guerra de Granada cuando los españoles, aliviando su peso, crean la artillería moderna: más ligera, móvil y de recarga rápida. Solo así las bombardas y los primeros grandes cañones, válidos únicamente para el sitio, pueden independizarse de la servidumbre de estar fijados en un emplazamiento para pasar a complementar a infantería y caballería. Las coronelías del Gran Capitán ya tienen desarrollados varios calibres y tamaños, así como armas de fuego portátiles, que serán perfeccionadas para crear un tipo de soldado que revolucionará el arte militar en la Edad Moderna, el arcabucero. Los jinetes se benefician de las pistolas y, para la época de esplendor de los tercios, la pólvora está perfeccionada técnicamente, la industria armamentística muy especializada y, lo que es más importante, la táctica renovada para dar cabida a este radical invento. Comparecen los mosquetes, las granadas de mano, las bombas rompedoras… Y las naves que por esas mismas fechas surcan las rutas en pos del Nuevo Mundo tienen la artillería embarcada de forma integral en sus superestructuras.

      Hay autores que afirman algo inquietante: la pólvora «democratiza» la guerra. Es cierto: por un lado, cualquier peón, por humilde que sea, puede derribar a distancia al rico caballero dotado de la mejor armadura; cualquier pueblo, por insignificante que sea, podrá derribar los muros de los más altos castillos. Pero esa igualdad en la lucha lleva aparejada obviamente un siniestro reverso: la capacidad de destrucción se generaliza de tal manera que muy pronto las restricciones