Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

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Название Homo bellicus
Автор произведения Fernando Calvo-Regueral
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241940



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y disponer de una masa de maniobra al mismo tiempo. Aunque el «dibujo» sobre un papel de su esquema pudiera recordar al de la falange griega, lo cierto es que la legión la superaba en flexibilidad: mientras podía formar una masa compacta defensiva al igual que aquella, la concepción táctica de la legión era eminentemente ofensiva. Desplegadas para la lucha, las centurias ocupaban un espacio considerable, pues cada legionario necesitaba espacio para el lanzamiento de sus armas arrojadizas y el manejo de la espada llegado el momento. Por su parte, los manípulos podían escaquearse y adoptar diversas formas en función del tipo de batalla en que fueran a intervenir.

      Como todo ejército, el romano era fiel reflejo de la sociedad a que servía, de forma que si en lo espiritual y cultural Roma absorbía divinidades y costumbres ajenas, en lo militar el sistema legionario era capaz de absorber todo avance que reforzase la idea principal. Así, copian y mejoran las formaciones griegas y etruscas, adoptan el pilum o jabalina recuperable y el largo escudo de los samnitas, mejoran las cotas de malla de los celtas, los cascos germanos y la temible espada corta o falcata celtibera. Llegado el caso, tal y como vimos, la potencia terrestre supo hacerse marítima para levantar unas «fuerzas armadas» útiles para atender las misiones que la política les encomendaba. Pero la legión tenía dos armas netamente superiores a las de cualquier enemigo de su época: una cadena de mando muy bien engrasada —el cerebro— y un infante endurecido por la disciplina y el continuo perfeccionamiento de sus habilidades —el músculo—, pues «en Roma la instrucción era una batalla sin sangre… y la batalla un entrenamiento con sangre» (la cita es de Flavio Vegecio Renato, uno de los primeros tratadistas militares de Occidente). En el terreno logístico, las famosas calzadas romanas, diseñadas única y exclusivamente en principio para fines militares, dotaban al sistema de una movilidad terrestre nunca antes conocida. Y los campamentos, modelos de orden, rapidez en su construcción y seguridad en elementos defensivos, marcarían toda la historia militar posterior. Los romanos diseñaron, además, un complejo sistema de recompensas y condecoraciones, tan importante para la moral.

      Prueba de la versatilidad de la legión es que el sistema se impuso a todo tipo de enemigos, en diferentes terrenos y en distintos tipos de batalla, de forma sostenida y durante largo tiempo. Así, las legiones vencieron al poderoso ejército de Aníbal en Zama y también supieron imponerse en batallas navales durante las guerras púnicas. Derrotaron a la falange helena en Cinoscéfalas, Magnesia o Pidna, triunfaron en asedios como el de Cartago y Numancia, sometieron a temibles tribus como las galas, germanas o britanas e incluso domeñaron a caudillos tan escurridizos como el luso Viriato, uno de los primeros maestros de la «guerra de guerrillas». Y cuando se enfrentaron entre sí mismas en luchas fratricidas venció siempre el modelo más avanzado, así el de César en Farsalia. Y, por supuesto, también bebieron el amargo cáliz de la derrota, alguna tan demoledora como la del bosque de Teutoburgo, lo que no juega en contra de la superioridad del modelo: ninguna orgánica es perfecta, infalible, y es precisamente su capacidad de absorción y aprendizaje de las adversidades lo que mejor caracteriza la superioridad de su espíritu. Y el de las legiones, estoico y dotado de una inconmensurable voluntad de triunfo, era fiel reflejo de Roma, el imperio que la alumbró: «La victoria en la batalla no depende del número o del simple valor, requiere destreza y disciplina… Vencimos por escoger bien a los hombres, enseñarles los principios de la guerra y castigar la indolencia». (Vegecio, De re militari).

Illustration

      Es cierto: los imperios sucumben desde dentro, o al menos la carcoma de las instituciones que en su día los hicieron prevalecer favorece la caída ante cualquier sacudida exterior. Roma comienza a colapsar en el siglo III dentro de una crisis que será decisiva no solo porque marca el inicio de su declive sino porque prefigura una nueva era. Larvada durante varias generaciones precedentes, esta crisis será global, radical y removedora: por un lado, es una crisis política, pues las sucesiones al cetro imperial cada vez generan más tensiones y los elegidos tenderán al despotismo (es la hora de los «emperadores-soldados»). Por otro, es una crisis financiera: en una economía tan desarrollada, aparece por primera vez el virus de la inflación como monstruo destructor de riqueza, hidra generadora de desigualdades sociales que llegarán a ser intolerables. Pero es también una crisis moral y espiritual, cuando una fuerza que Roma no es capaz de concebir y, por tanto, contra la que no tiene antídoto, va ganando «corazones y mentes»: se trata del cristianismo, tanto más fuerte cuanto más perseguido, tanto más ecuménico cuanto más disperso. No se lucha con legiones contra mesías y apóstoles; los esclavos devorados por leones en la arena son abono de los siempre útiles martirologios. Si las ideologías y los odios raciales ya habían endurecido en el pasado el fenómeno bélico, el factor de la religiosidad monoteísta complicará y endurecerá a partir de ahora la ecuación.

      Y es, por supuesto, una crisis militar: las legiones se han tornado en ejércitos territoriales apegados solo a la región concreta que les atañe, leales solo a sus mandos, guardias pretorianas cada vez más desconectadas del pueblo al que sirven, necesitadas de botín durante su tiempo de servicio y de medios de subsistencia una vez concluido. La movilidad demográfica, ciertamente beneficiosa en algunos aspectos, lleva aparejados dos ingredientes que debilitarán los pilares del imperio: las ansias de libertad y las epidemias, alguna de ellas tan mortíferas como la de la peste. Los pueblos sometidos menos romanizados ven llegado el momento de saldar viejas deudas y los bárbaros presionan en todas las fronteras atraídos por la riqueza de ese imperio que sienten cada vez más débil: la gente de guerrear reconoce rápidamente el olor de la sangre, el inconfundible aroma del miedo. De norte a sur, los sajones incursionan Britania, los francos el siempre interesante corredor de la actual Bélgica, los alamanes el delicado corredor Rin-Danubio, los vándalos penetran por los Balcanes y los godos orientales en Tracia y Anatolia. Era solo una primera oleada de las invasiones que provocarán entre 375 y 480 d. C. la famosa —pero gradual— caída del Imperio romano.

      Acostumbrados a ver el mapamundi en un plano vertical norte-sur, quizá hoy nos cuesta entender que Roma se movía en un eje geopolítico este-oeste (de hecho, el primer mapa del imperio, muy tardío, es una proyección horizontal, con centro en la urbe). Con las reformas de Diocleciano, la conversión al cristianismo de Constantino y, sobre todo, con la división del imperio a la muerte de Teodosio (395 d. C.) en dos enormes porciones —en realidad sendos imperios en sí mismos con marcadas diferencias, uno muy romanizado a Occidente y otro helenístico, también asiático, a Levante—, la potencia milenaria reconocía de facto su incapacidad para administrar tantos retos internos y externos, sellando su propio destino con aquella suerte de acta de defunción histórica, por más que la inercia mantuviera sus estructuras y aparataje formal en pie todavía durante un largo tiempo hasta la definitiva desaparición del Imperio romano tal y como se concibió a sí mismo, tal y como lo concebimos actualmente. En qué fecha se produjo este evento decisivo es, sin lugar a dudas, materia de otro capítulo. Un nuevo mundo, atomizado, mixtura de pueblos previos a la romanización, de una latinidad descompuesta y de hordas radicalmente nuevas, estaba a punto de estallar en la cara a Clío, la musa de la historia. Y si comenzábamos la época grecorromana con una cita de Indro Montanelli, justo es ahora terminar con otra extraída de su clásica Historia de Roma:

      Lo que hace grande la historia de Roma no es que haya sido hecha por hombres diferentes a nosotros, sino que haya sido hecha por hombres como nosotros. Ellos no tenían nada de sobrenatural, pues si lo hubieran tenido nos faltarían razones para admirarles. […] Creo que el daño más grande que pueda hacérseles es el de silenciar su humana verdad […]. Jamás ciudad del mundo tuvo una aventura más maravillosa. Su historia es tan grande que hace parecer pequeñísimos hasta los gigantescos delitos que la siembran.

      Romanismo, cristianismo y germanismo iban a marcar un nuevo y largo periodo de la historia, cuyo sol buscaba otra vez girar hacia poniente. Tardaría unos siglos en llegar al extremo occidental del Mediterráneo para buscar en su periplo ir plus ultra, más allá… Siempre más allá.

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      Guerreros,