Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

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Название Homo bellicus
Автор произведения Fernando Calvo-Regueral
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241940



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de que el dios de cada cual solo busca un resultado: la victoria aplastante y la conversión (o aniquilación) de la fe contraria. Este es el sentido de la frase atribuida al califa Omar al arrasar la biblioteca de Alejandría: «O estos libros contienen lo que ya está en el Corán o contienen cosa distinta. En ambos casos sobran». La intransigencia cierra salidas honrosas y endurece el conflicto.

      Otra consecuencia en el arte militar del caos bélico imperante en este largo periodo es el triunfo de la defensiva como solución estratégica. Porque cuando la historia parece retroceder, cuando la economía se contrae, cuando las sociedades se sienten desprotegidas, cuando las religiones no dan cuartel, Homo bellicus se acoraza, olvidando que toda fortaleza termina por caer. Al desaparecer en Europa el concepto de gran ejército y el predominio de la infantería —no hay poderes capaces de movilizar fuerzas permanentes, entre otras cosas por carecer de una base impositiva sólida que los costee—, aparecerán en proporción directa castillos por doquier, creando un paisaje que acertadamente asociamos con el medievo. Muchos se considerarán inexpugnables, pero todos lo serán cuando un nuevo invento revolucione la historia para siempre.

Illustration

      La guerra de los Cien Años enfrentó a ingleses y franceses, junto a sus respectivos y cambiantes aliados, entre 1337 y 1453, obviamente no de forma ininterrumpida, pues no existe colectivo humano con fuerzas físicas ni morales suficientes capaz de soportar tan largo desgaste. Si sus orígenes son difusos o, al menos, variados —luchas dinásticas, querellas feudales, disputas territoriales y económicas por mercados tan importantes como el de los Países Bajos—, su resolución no deja lugar a dudas: los segundos, victoriosos, se consolidan como potencia continental mientras que los primeros, aun vencidos, comienzan a descollar como lo que serán los siglos venideros: una fuerza abocada por la geografía a los mares y llamada por la política a ejercer una influencia intermitente sobre el resto de Europa.

      Al comenzar la guerra, Inglaterra se había anexionado el País de Gales, vinculándolo al trono al decidir que el monarca recibiera el título de príncipe de dichas tierras, mientras que en el norte contenía a los escoceses. Por otro lado, ejercía su influencia o mantenía un pie en territorios del continente, que serán los escenarios principales del conflicto: Bretaña y Normandía, Guyena y la Gascuña, sobre todo Flandes, lugar donde se anudaban las principales rutas comerciales (las procedentes de Italia, la península ibérica, la hansa báltica y las propias islas británicas). Su ejército se articulaba en torno a una curtida infantería en la que destacaba el cuerpo de arqueros. De origen rural y acostumbrados a la caza, su preferencia se decantaba por el long bow o arco largo sobre la ballesta, dada su mayor rapidez de recarga; cada uno de ellos portaba un chuzo que colocaba delante de su posición de tiro, constituyendo una muralla que dificultaba la movilidad del enemigo. Su caballería era versátil, ya que, gracias a su experiencia contra los clanes highlanders, podía alternativamente cargar o combatir pie a tierra. La marina, por su parte, practica el corso, que será desde entonces la forma británica preferida de combate naval.

      Sobre esta base, Inglaterra obtiene importantes victorias en una primera fase de la conflagración que le es claramente favorable: La Esclusa en 1340, batalla naval que evita una invasión de la isla, les asegura el control del canal de la Mancha y el libre tráfico con los Países Bajos; Crécy (1346), toma de Calais (1347) y Poitiers (1356) en tierra, unos triunfos que demuestran la primacía de su modelo militar y obligan a los franceses a firmar una tregua al ver amenazada su propia existencia por la pinza estratégica a que le somete su enemigo, desplegado en posesiones al norte y al sur del país. Es de destacar que en 1348 un jinete del apocalipsis más dantesco que el de la guerra vuelve a hacer su aparición, obligando a cancelar las operaciones; es la peste negra, la tremenda epidemia que diezmó la población europea, arruinando todo a su paso. Pero volvamos por un momento a Crécy, encuentro decisivo por prefigurar el renacimiento de la infantería como arma principal en detrimento de las huestes de caballería.

      25 de agosto de 1346. Amanece lluvioso en Crécy, una pequeña localidad situada en uno de los valles preferidos de Homo Bellicus por su importancia como corredor estratégico entre Francia y centro Europa, el del Somme, al noreste del país. Los rudos arqueros galeses, acostumbrados al clima de su tierra, tensan las cuerdas de sus arcos largos, que han protegido de la humedad en fundas de cuero. Instalan sus chuzos de punta delante de sus posiciones de tiro mientras los peones de infantería forman a retaguardia y, aún más atrás, en reserva, jinetes desmontados. Los flancos están cubiertos por obstáculos en forma de fosos y trincheras, que ayudarán a contornear el principal ataque del enemigo. El campo está embarrado: si la caballería francesa cierra, corre el riesgo de quedar enfangada y, por tanto, expuesta a una lluvia de flechas. Por eso el rey Eduardo III ha elegido este terreno: su idea es dar la batalla en dos fases, una primera de contención y otra segunda al contraataque.

      La caballería francesa, formada por la flor y nata de su nobleza, tiene un espíritu ofensivo digno de admiración, pero rayano en la soberbia y el absoluto desprecio a la infantería. Combaten, además, con gran superioridad de fuerzas. Los jinetes, impacientes, cargan contra el cebo que les ha tendido su oponente: tal es su ansia que desordenan en el avance a su propia línea de ballesteros, genoveses que no pueden cumplir su cometido: sus armas son más potentes que los arcos británicos pero tardan mucho más en ser recargadas. Al ir acercándose a la vanguardia británica, la mole de caballeros acorazados se va estrechando hasta formar una vulnerable columna, dificultada en sus movimientos por el barro. Aunque no logran superar el muro de estacas, son obstinados y valientes: en más de quince ocasiones cargarán sobre los ingleses, solo para ir cayendo en un apocalipsis de cabalgaduras agonizando, lodo tragándose a sus jinetes, flechazos y cuchilladas por doquier. Al acabar la jornada el espectáculo es dantesco: el rey galo, Felipe VI, apenas logra comprender cómo una banda de campesinos ha destrozado su flamante ejército.

      Todo cambiará cuando Carlos V acceda al trono de Francia en 1364: sofoca revueltas en el interior del reino, lo reorganiza apoyándose en unas florecientes clases medias para embridar a los señores feudales, tiende una eficaz red de funcionarios, sanea el tesoro y costea un ejército permanente. Refuerza la flota, busca alianzas con la entonces ya poderosa Castilla, fortifica París y se apoya en cabecillas militares como Bertrand Duguesclin, cuyas célebres Compañías Blancas consiguen importantes victorias que hacen girar la rueda de la fortuna en favor de los franceses. En 1372 obtienen la resonante victoria de La Rochela, primer encuentro naval de importancia en que se emplea artillería, y en 1375 obligan a su oponente a firmar la paz: Inglaterra ya solo conserva el paso de Calais y una estrecha franja entre Bayona y Burdeos al sur. El país ha de soportar la humillación de ver sus costas saqueadas por flotas mixtas franco-castellanas y lusas bajo el mando de Fernán Sánchez de Tovar: «Ficieron gran guerra este año por la mar, e entraron por el río Artemisa [Támesis] fasta cerca de la cibdad de Londres, a do galeas de enemigos nunca entraron» (Crónicas de los Reyes de Castilla).

      Para complicar la situación, los monarcas ingleses de finales de siglo y principios del XV se ven sacudidos por revueltas en Irlanda y también de los galeses, empleándose duramente para sofocarlas. Tras varios intentos fallidos de invadir de nuevo Francia y muchas cavilaciones, el joven rey Enrique V se decide a lanzar una nueva campaña: tras desembarcar en Normandía, incursiona de nuevo por el valle del Somme. Con ello atrae a su enemigo en 1415 hasta una localidad llamada Azincourt, donde contra todo pronóstico su pequeño pero muy motivado y disciplinado ejército logra derrotar a la flamante caballería pesada francesa, que en su orgullo parece haber olvidado las lecciones de Crécy y Poitiers. La batalla es, en realidad, una repetición de aquellas dos, pero esta vez tiene una trascendencia simbólica porque sobre ella se forjará el orgullo de la nación inglesa, los happy few del día de san Crispín. Más allá de la leyenda de que esta batalla es el triunfo del pobre frente al poderoso, el embrión de ejército británico despliega sus virtudes: está bien mandado, cuenta tanto con buenos subalternos