Название | Homo bellicus |
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Автор произведения | Fernando Calvo-Regueral |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417241940 |
Por tanto, y como suelen advertir los especialistas, fue el imperio el que creó a los emperadores y no al contrario. Aunque en sus primeros tiempos había sido una monarquía, Roma conservó siempre un temor atroz a los reyes, asociando su figura a la de la tiranía, una reliquia bárbara. No obstante, durante la larga etapa expansionista republicana que acabamos de resumir todas las corrientes socioeconómicas fueron confluyendo casi irremisiblemente hacia un poder único, central, que subsumiera en una sola figura el poder civil y militar, financiero y estratégico, divino y terrenal. Varios factores coadyuvaron a ello: la necesidad de reducir tensiones internas (revueltas campesinas y de esclavos, como la famosa de Espartaco), la contención de conflictos por el poder (guerras civiles) y, muy destacadamente, la urgencia por embridar a una casta militar que si al principio supo subordinarse a la política, iba cobrando preponderancia no solo como herramienta de conquista sino como fuerza policial interna, una especie de estado dentro del estado, que bien podía ser invocado —casi siempre perniciosamente— como garantía de estabilidad.
La persona que usualmente más se asocia al imperio no llegó paradójicamente a ser investido como emperador: Cayo Julio César, por más que su época sea la de transición desde una república paralizada por las intrigas hacia la forma autocrática de gobierno. Convencido de que el poder de Roma dependía de dos factores, «soldados y dinero», lanzó una campaña relámpago que sometiera definitivamente a toda la Galia, llevando las conquistas hasta el canal de la Mancha y manteniendo a raya, de paso, a los germanos. Se trató en realidad de varias guerras sucesivas donde Julio César aunó fuerza, diplomacia y terror hasta conseguir la definitiva victoria de Alesia sobre Vercingétorix (52 a. C.), valeroso caudillo que había unido a las fragmentadas tribus de su país y que solo aceptó entregarse en persona al general que le había derrotado. Merece la pena reseñar siquiera la genial osadía con que César logró esta importante victoria: al luchar en dos frentes, uno interno contra las fuerzas rodeadas de los galos y otro externo proveniente de la ayuda que estos iban a recibir, los romanos levantaron dos murallas concéntricas, una de contravalación y otra de circunvalación, «emparedándose» voluntariamente…, solo para batir con mucho riesgo y por partes a sus indómitos contrincantes.
Con ello consiguió recursos económicos y la lealtad absoluta de sus legiones, pues sin duda César fue un capitán a la altura de Alejandro o Aníbal, pero a costa de granjearse poderosos enemigos, como su antiguo compañero de triunvirato, Pompeyo, con quien sostuvo una demoledora guerra civil que agotó a Roma, terminó por sumirla en la anarquía y provocó las iras de los senadores, algunos de los cuales se confabularon y lo asesinaron para «salvar la república» en los idus de marzo de 44 a. C.; pretendían soslayar el riesgo de una dictadura personal. Pero Bruto y los demás criminales estaban despejando en realidad el camino al poder de los príncipes supremos, de un autoritarismo que cerraba la triada de las formas de gobierno romanas: monarquía, república e imperio.
El largo periodo de prosperidad que supuso el mandato del primer emperador, Augusto, la Pax Romana, reforzó la necesidad de un poder omnímodo, si bien auxiliado por una burocracia cada vez mayor, otro monstruo que a sí mismo se alimenta y crece parejo a las conquistas. La geopolítica del primer imperio (31 a. C.-235 d. C.) oscilará a partir de ahora entre dos tendencias naturales en una potencia de tan enorme poderío: consolidar lo que ya se dominaba, reforzando el limes, los límites fronterizos, o bien proseguir empujando estos más allá. Y esta estrategia alternativa, más o menos meditada, mejor o peor gestionada, funcionó, tanto en el orden doméstico como en las relaciones exteriores. La dinastía Julio-Claudia invade Britania y consolida zonas todavía dudosas, como la Mauritania Tingitana o Judea. Los Flavios añaden algún territorio menor y comienzan un plan para racionalizar las fortificaciones, especialmente en la vulnerable línea Rin-Danubio. La dinastía Antonina o de los «cinco buenos emperadores» continúa la obra defensiva, flexibiliza los tributos, alivia el régimen esclavista, establece un programa de subvenciones alimentarias y trae una era de estabilidad donde la periferia, dividida en distritos, cobra gran importancia. Los Severos conceden la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio y cierran este ciclo, si bien ya con claros síntomas de agotamiento que anuncian la falla histórica que se avecina.
«No fue la diosa Victoria, ni Venus, la madre de Eneas, ni fueron los demás dioses la causa de la grandeza de Roma, sino el esfuerzo de sus legionarios». Muchos historiadores militares coincidirían sin duda con esta cita de don Ramón Menéndez Pidal. Los brazos de los soldados, instruidos para el combate en el manejo de una panoplia de armas sumamente versátil, y sus pies para marchar sin descanso de un confín a otro del imperio fueron la base de un sistema militar perfecto: la legión romana. El legionario era capaz de marchar 30 kilómetros diarios, más en caso de marchas forzadas, cargado con toda la impedimenta necesaria tanto ofensiva como defensiva y de manutención: armamento, pala y azada, escudilla, tienda de campaña y víveres para varios días; más de 40 kilos a sus espaldas. Su uniforme era eminentemente práctico: una capa que le servía de manta, una característica bufanda de lana y, sobre todo, las sandalias claveteadas, o caliga. Cuando no guerreaba o practicaba la instrucción de combate (esgrima, lanzamiento de armas arrojadizas, etc.), era un consumado obrero: levantaba campamentos y empalizadas (castrametación), mejoraba viales de comunicación y construía obras públicas de interés para la comunidad. Su alimentación, en términos que hoy nos son muy familiares, era equilibrada, a base de legumbres, vino aguado y proteínas debidamente racionadas. Pero, por encima de todo, era un soldado disciplinado, óptimamente encuadrado e imbuido de gran sentido patriótico y fe en la victoria.
Como decíamos con la falange griega, no hay un único modelo de legión, sino que su orgánica evolucionó a lo largo de la historia de Roma. No obstante, su formación típica de combate era la siguiente: a vanguardia, una cortina de velites o soldados muy ligeros prestos a la escaramuza estaba constituida por los hombres más jóvenes y pobres. Después, una primera fila de hastati, portadores de dos jabalinas recuperables o pila, una ligera y otra pesada, iban protegidos por el scutum o escudo grande ovalado. Detrás formaban los principes, dotados con lanza y una mayor protección, hombres de mediana edad «fogueados». El tercer escalón, decisivo para contener las arremetidas y actuar como reserva, eran los triarii, los más aguerridos, veteranos y mejor equipados. Este sostén era clave, pues introduce en el arte militar de forma meditada un escalón pensado para desarrollar conceptos como la reiteración de esfuerzos, el cubrimiento de flancos, la reacción ante contraataques y la explotación del éxito. En las alas, tropas auxiliares reclutadas en otros lugares de Italia y la caballería, que fue mejorando con el tiempo. Artillería (catapultas, ballestas y otras máquinas), zapadores, minadores, intendentes y lo que ya se puede considerar como una plana mayor de mando convertían al conjunto en un todo articulado y armónico…, de ahí su poderío.
La unidad mínima de combate era la centuria, con un oficial (centurión) al mando ayudado por un suboficial (optio); dos centurias formaban un manípulo, la agrupación táctica básica, y un conjunto de manípulos —normalmente treinta, diez por cada fila— más las denominadas turmas de caballería y las fuerzas auxiliares una legión (unos cuatro mil hombres en las versiones originarias, más en las sucesivas). El sistema de reclutamiento estaba pensado para favorecer la cohesión interna, y toda legión recibía una numeración, un nombre de guerra y todo un conjunto de símbolos propios, lo que reforzaba el espíritu de cuerpo. Cada legión era autónoma, si bien el sistema era modulable para que varias legiones juntas, bien acopladas, pudieran coordinar esfuerzos y mostrar un frente único cuando era necesario. En el plano estratégico, este