Название | Homo bellicus |
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Автор произведения | Fernando Calvo-Regueral |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417241940 |
No hay parte de mi cuerpo que no tenga cicatrices; no hay arma, utilizada cuerpo a cuerpo o lanzada de lejos, de la que no lleve una marca. He sido herido por espadas, traspasado por flechas, derribado por catapultas, golpeado muchas veces con piedras y palos… Por vosotros, por vuestra gloria, por vuestra riqueza.
Sin un claro heredero, sus sucesores crean reinos fragmentarios que lucharán entre sí y disolverán el legado político de su caudillo, no así el cultural, mucho menos el legendario. Muerto el hombre, el mito de Alejandro Magno cobrará fuerza desde entonces hasta nuestros días como uno de los personajes más grandes de la historia.
«En la guerra no se debe uno jamás atar a lo absoluto ni ligarse a un conjunto irrevocable de decisiones. Como cualquier juego de azar, la guerra no tiene un final preconcebido. La lucha debe en todo momento adaptarse a las circunstancias», diría el gran militar e historiador J. F. C. Fuller. Este fue el gran instinto de Alejandro, que combate en invierno, en montaña, en desiertos; que absorbe culturas, dinastías y religiones; que, no conforme con ser héroe como Aquiles, rivaliza con los mismísimos dioses. Esta fue su genialidad y lo que le convirtió en el primer gran general de todos los tiempos. Pero el reloj de la historia no se detiene y pronto marcará la hora de una ciudad en proceso de expansión y que logrará el sueño, esta vez sí, de forjar un imperio universal. El sol de la civilización, que alumbró primero Mesopotamia y Egipto, que se desplazó luego a Grecia, seguirá irremisiblemente su camino hacia Occidente para detenerse durante siglos sobre el Mediterráneo central. Va sonando la hora tan trágica como triunfal del Senado y del Pueblo de Roma… y de sus enemigos.
Homo bellicus alcanza en Grecia la mayoría de edad. Como apuntábamos en el capítulo precedente, la guerra es consustancial al concepto de formación, que antepone el cerebro a la masa, el soldado al guerrero, el mando de los más aptos y la disciplina a la tiranía o la horda. Aunque ya pudimos rastrear la aparición del orden cerrado en Oriente, lo cierto es que la falange helénica en sus diferentes versiones marca el inicio de la orgánica militar. Todo modelo bélico busca en realidad un imposible: organizar una actividad esencialmente caótica como es la guerra. Pero aunque ningún modelo asegure la victoria, la falta de él sí suele ser garantía de derrota. En el sistema militar griego podemos apreciar todos los rasgos —tangibles pero también inmateriales— que caracterizarán a los más eficaces ejércitos o, por mejor decir, a los más estructurados, que suelen ser los que vencen no solo en una batalla, lo que al fin y al cabo puede depender de la suerte, sino en todo un periodo histórico determinado.
Aunque hemos visto que el concepto de falange fue cambiando con el tiempo y por regiones, podemos deducir algunos factores comunes a todas sus variantes. Estratégicamente, la falange podía ser proyectada de forma ofensiva, sirviendo por tanto a los objetivos fijados por la política. En el plano táctico evolucionó desde su vocación eminentemente defensiva —recuérdese que la deshonra para el soldado griego provenía de perder en combate precisamente su escudo, no la espada— hacia una organización más liviana y presta al ataque, lo que se consiguió al combinarla con otras armas como la caballería, infantería ligera y fuerzas irregulares en un todo superior. Lo mismo ocurrió con su logística: si la falange inicial era sumamente pesada (el equipamiento del combatiente alcanzaba los 35 kilos, lo que obligaba a marchar con esclavos que transportasen la impedimenta), va haciéndose más ligera gracias a las reformas tebanas y macedónicas.
Por otro lado, lo accidentado del territorio griego, poco apto para cabalgadas a diferencia de las llanuras asiáticas, explica la preminencia de la infantería sobre la caballería. El carácter ceremonial de los tiempos arcaicos también influyó en la concepción de este sistema: antes de las invasiones medas, las ciudades-estado litigaban con sus respectivas falanges en choques frontales relativamente comedidos, en la inteligencia de que el primero en atisbar victoria inequívoca sería proclamado ganador, aceptando el contrario la derrota: los hombres debían volver a sus quehaceres en tiempos de paz y, dada la poca densidad de población de la zona, no convenía a ninguno enzarzarse en guerras largas. Esto reforzaba otra idea subyacente al modelo: el colectivo primaba sobre el individuo, la disciplina sobre el heroísmo, no estando en general bien considerados los alardes de valor singular, que se reservaban para las sagradas olimpiadas. El éxito era del orden, de la falange como un todo, en definitiva, de los ciudadanos. Quizá por eso los hoplitas, ya formados, entonaban antes de entrar en combate el peán, canto coral griego en honor de Apolo: la música y la milicia, los aedos y los soldados comenzaban así un mutuo enamoramiento.
La esencia de toda orgánica reside, empero, en la calidad individual de su soldado, tanto en el orden físico como moral. Cada sociedad «destila» el combatiente que merece y, a su vez, este la representa: el hoplita, un ciudadano libre consciente de sus derechos y deberes, era la auténtica base de la falange. Los hoplitas formaban hombro con hombro y se protegían mutuamente con sus escudos, presentando una masa compacta erizada de las lanzas largas que constituían su armamento principal (reservándose la espada para el combate cuerpo a cuerpo). Combatir en primera fila era un honor y se utilizaba para recompensar a los valientes. Los infantes se encuadraban por edades y veteranía de vanguardia a retaguardia, y las bajas de una hilera eran cubiertas por soldados de la siguiente: «¿Quién me sigue? ¿Quién es un valiente?». Empleada como decimos por toda la Hélade, los espartanos llevaron la falange a cotas de heroísmo jamás igualadas, mientras que Epaminondas mejoraría para Tebas el sistema dotándolo de una movilidad que permitía el orden oblicuo en el campo de la táctica, y Filipo II y Alejandro Magno la perfeccionarían convirtiéndola en una herramienta ofensiva más versátil que prefigura la orgánica que la superará definitivamente: la legión romana. En cualquier caso, su principal fortaleza era la disciplina, asumida como máxima virtud en la guerra por unos hombres cuya virtud máxima en la paz era su ideal de libertad. Disciplina y libertad, o disciplina como garante de libertad, conforman el binomio que resume el verdadero espíritu de la falange, crisol en que se forjó el predominio de Europa.
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SPQR: el Senado, el pueblo y las legiones de Roma
Los términos espíritu guerrero y espíritu militar suelen aplicarse indistintamente y sin embargo yo no encuentro otros más opuestos entre sí. A primera vista se descubre que el espíritu guerrero es espontáneo y el espíritu militar reflexivo; que el uno está en el hombre y el otro en la sociedad; que el uno es un esfuerzo contra la organización y el otro es un esfuerzo de organización.
ÁNGEL GANIVET
Cuarenta años después de la muerte de Alejandro Magno en Babilonia otro heleno, Pirro, acudía en socorro de la Magna Grecia (280-275 a. C.) y entraba en colisión con una ruda ciudad en franca expansión por la península itálica. «Si “sufro” otra victoria como esta tendré que regresar solo a Epiro», bromeó amargado el estratego al apercibirse de que por más triunfos que cosechara su indudable genio militar, la gran capacidad de movilización de recursos de Roma, el soberbio temperamento de su pueblo y la voluntad de dominio a toda costa de su Senado hacían de esta urbe un enemigo indomable. Las «victorias pírricas» habían despertado a una fiera llamada a ser un imperio milenario… El mejor punto de partida para estudiar la historia bélica de los romanos —y de sus enemigos— son, sin embargo, las guerras púnicas, auténtica catapulta de lanzamiento para su expansión (264-241 a. C. la primera, 218-201 la segunda, 149-146 la última). Porque este ciclo de tres largas y extensas conflagraciones determina el auge de la república romana, su consolidación y, finalmente, su clara vocación de imponerse en el entorno de un mar que terminará por bautizar como Nostrum, es decir, su manifiesta intención de conquista de todo el orbe conocido.
Los fenicios, señores del mar, fueron uno de los pueblos más fascinantes —también enigmáticos— de la Edad Antigua y a ellos debemos esa maravillosa herramienta