Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

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Название Homo bellicus
Автор произведения Fernando Calvo-Regueral
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241940



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que le den capacidad de maniobra y provoquen la duda en el contrario: desde allí puede progresar hacia el corazón del Imperio persa o bien marchar hacia el sur. Elegirá esta última opción y prolongará la ruta hasta Egipto en la idea de ocupar los puertos del litoral mediterráneo, asegurarse el flanco meridional y garantizar una nueva fuente de suministros. Al apercibirse de que por un fallo de su usualmente eficaz sistema de información ha cometido un error y tiene al ejército de Darío en su retaguardia, se revuelve raudo contra él y acepta una nueva batalla en el golfo de Issos, donde el terreno le es favorable al ser angosto, pues con ello anula la abrumadora superioridad numérica de los asiáticos, quienes no se pueden desplegar cómodamente. El tándem Parmenión al mando de la falange actuando como contención y el Magno al frente de la caballería avanzando como lanza está más engrasado en cada encuentro con el rival.

      Tras esta nueva victoria, que sigue ayudando a cohesionar sus unidades y robustecer su moral, ocupa Tiro en una demostración de fuerza en guerra de sitio, pues para conquistar este vital puerto fenicio ubicado en una isla sus ingenieros han de construir una calzada sobre la que levantar las torres de asedio. Y llega a tierras egipcias donde es nombrado faraón, funda la Alejandría más famosa de todas las que levantará en su periplo y se pierde en el oasis de Siwa, cuyos sacerdotes lo veneran como a un dios: quizá fuera aquí donde Alejandro, además de dar tiempo a su ejército para recuperarse, concibiera una idea más grande que la mera sumisión de los medos. Con la confianza ilimitada que tenía en sí mismo, una vez derrote a Darío buscará ir hasta los confines del mundo para levantar un imperio universal. Algunos de sus colaboradores no comparten tales designios.

      En 331 a. C. repasa los ríos Éufrates y Tigris y, ahora sí, acepta la que será la batalla decisiva en Gaugamela —o Arbela—, una llanura donde Darío aguarda con un descomunal ejército desoyendo de nuevo a quienes le aconsejan dejar al macedonio adentrarse más y más en las profundidades de Persia, desgastándole hasta agotarlo. Cuando ambas formaciones se encuentran cara a cara, un escalofrío de temor recorre las líneas griegas: miles de hombres y jinetes, arqueros, carros de guerra, camellos, elefantes, la escolta real y tropas de todo tipo los aguardan, acaso triplicándolos en número. Alejandro se ciñe su máscara de héroe, arenga a sus oficiales, tranquiliza a sus tropas y, dejando al veterano Parmenión al frente de la falange macedónica, encabeza a lomos de su caballo Bucéfalo la vanguardia de los «compañeros» en una de las más épicas cargas de caballería de la historia. La superior instrucción de su ejército y la calidad de sus mandos subalternos, tras varios momentos de indecisión, le llevarán a la victoria.

      Quizá sea este el momento de aclarar el término falange macedónica, que puede dar lugar a equívoco. En primer lugar, la falange ya no es aquella formación eminentemente defensiva de Atenas o Esparta, sino una más flexible mejorada por Filipo II a imagen y semejanza a su vez de la de Epaminondas, el tebano, y terminada de perfeccionar para la ofensiva por Alejandro en sus campañas. En segundo lugar, tanto este como su padre no conciben una fuerza basada únicamente en el sistema falangita, sino que crean un todo orgánico en el que este grueso de infantería pesada no es más que la formación principal, acompañada de unidades ligeras, tropas auxiliares y una poderosa caballería de diferentes tipos: yunque y martillo. También de zapadores y artillería, entendiendo por esta en la Antigüedad armas como las ballestas o las catapultas. Por último, si bien el núcleo «duro» de esta fuerza siempre fue macedonio, lo cierto es que había ido helenizándose a medida que Filipo iba consiguiendo sus propósitos e «internacionalizándose» después con mercenarios y levas regionales gracias a las conquistas de Alejandro Magno. En cualquier caso, era una fantástica herramienta en manos de grandes generales y compuesta por curtidos veteranos diestros en el oficio de guerrear.

      Los soldados macedonios solían ser reclutados por tribus, lo que reforzaba su idea de pertenencia y cohesionaba las unidades. Eran instruidos en el empleo de la sarisa, la característica pica del hoplita ahora alargada hasta unos formidables seis metros de longitud, mas también en el lanzamiento de jabalinas y el uso de la espada para el cuerpo a cuerpo. Pero, como en otros grandes ejércitos, el arma principal del infante eran precisamente sus pies: acostumbrados a duras marchas de instrucción con todo el equipo y víveres para varios días por la agreste Macedonia, los soldados alejandrinos tenían una movilidad que desconcertaba a sus enemigos (si en el sistema arcaico heleno llegó a haber diez porteadores por cada hoplita, Filipo prohibió taxativamente esta costumbre, permitiendo solo un paje por cada diez combatientes, lo que de paso reforzaba su orgullo de pertenencia a la infantería).

      Un gran general es siempre un buen psicólogo que trata de ponerse en la mente del enemigo. Alejandro supo previamente a la batalla de Gaugamela que Darío había sido advertido de la posibilidad de un ataque nocturno, creencia que el macedonio alimentó cuando hacía en realidad todo lo contrario: al despuntar el amanecer, los persas y sus aliados estaban desvelados, mientras que los helenos habían recibido la orden tajante de cenar bien la noche antes y de dormir plácidamente, con lo que se encontraban frescos a la hora de formar para la batalla. Por otro lado, el que su enemigo hubiera allanado la tierra de nadie le llevó a pensar acertadamente que los asiáticos fiarían la fuerza de su empuje a la velocidad de sus carros falcados —provistos de guadañas en las ruedas—, de sus elefantes y de sus caballos. Esto le facilitaba la información «psicológica» que necesitaba, pues los despliegues siempre tratan de ocultar debilidades: si su propia carga de caballería se desplazaba más a la derecha, el terreno no estaba apisonado, por lo que era precisamente allí por donde debía lanzar su principal ataque.

      Alejandro echa los dados sobre este tablero que, como vemos, ha estudiado concienzudamente. Siguiendo la idea del orden oblicuo de Epaminondas, se lanza al asalto al frente de su cuerpo principal de caballería por el ala derecha, cuidando siempre de que las unidades ligeras de infantería mantengan el contacto entre él y la falange principal, que ha de actuar como yunque. Estira la cabalgada hasta el terreno no aplanado por los persas, con lo que logra separar el ala izquierda enemiga de su centro: como sus jinetes cabalgan en formación de cuña, a una orden suya giran raudos para aprovechar la brecha y penetrar por ella, amenazando al mismísimo rey Darío. A punto de iniciar la persecución del monarca en su huida, recibe un mensaje de Parmenión comunicándole que los asiáticos están a punto de romper la línea de la falange macedonia (algunos contingentes, de hecho, han llegado hasta el vivac heleno). La caballería de los compañeros renuncia a la persecución y vuelve en auxilio del viejo general, envolviendo a los persas y alzándose con la victoria. El valor de tu enemigo te honra: tras el combate, los macedonios, devotos del heroísmo, se dedicaron a enterrar con suma reverencia a los muertos de ambos bandos… y proclaman rey de Asia a Alejandro Magno en el mismo campo de batalla, pues «así como no hay dos soles en el cielo, no puede haber dos reyes en la tierra».

      Tras la batalla, Darío huye y cae al poco tiempo asesinado a manos de sus propios hombres. Alejandro llora su muerte —«No era esto lo que yo pretendía»— y envía el cadáver a la madre, Sisigambis, para otorgarle un digno entierro. También rinde pleitesía a la tumba de Ciro el Grande; el mensaje es claro, mas para algunos preocupante: él es ahora el sucesor legítimo del trono persa y no meramente su sojuzgador. Después, sabe que ya nada se interpone entre él y Babilonia, Susa y Persépolis, las históricas y ricas ciudades que conforman el corazón del imperio. Arrasada la última de ellas como venganza por el incendio de Atenas ocurrido como vimos durante la segunda guerra médica, Alejandro ve llegado el momento de licenciar a las tropas griegas y quedarse solo con sus macedonios más las fuerzas mercenarias y locales que va reclutando.

      Y tras la gloria…, la incertidumbre y las luchas intestinas y el agotamiento: al marchar sobre Afganistán y la India, su ejército, que no concibe el apetito insaciable de su jefe y tolera a disgusto su adopción de costumbres orientales —muy en especial la para los griegos humillante rendición de pleitesía—, va entrando en crisis, con casos de insubordinación que minan la moral y hacen aparecer el peor rostro del héroe, quien llega a eliminar a sus más íntimos colaboradores, como Parmenión. Llevado por el delirio, asesina con sus propias manos a Clito el Negro, el bravo veterano que había salvado su vida en el Gránico. Tras una victoria dudosa en el Indo, Alejandro, muy cansado,