Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen

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Название Tres (Artículo 5 #3)
Автор произведения Simmons Kristen
Жанр Языкознание
Серия Artículo 5
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063329



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había una pistola y una caja con munición. Miramos asombrados, en silencio, durante un segundo, el contenido antes de que Jack la sacara. Deslizó el cargador. Había una bala en la recámara. Oí el clic con un sobresalto.

      —Tu colega también dejó esto por aquí —le dijo Jack a Billy, que regresaba con otro cajón—. Te está esperando adentro.

      Billy miró a través de la puerta y se ruborizó. Chase le lanzó al jefe de Chicago una mirada fulminante al tiempo que Rat se reía.

      —Déjalo en paz —le advirtió Chase, que volvió a concentrarse en la pistola—: Ember, tiene razón. Alguien estuvo aquí y quienquiera que haya dejado el arma, la dejó hace poco.

      —¿Por qué dices eso? —preguntó Sean.

      —El cargador está limpio, sin seguro —contestó—. A menos que alguien lo limpiara hace muy poco, la humedad y el polvo hubieran bloqueado el mecanismo.

      Jack enarcó las cejas y se tocó la sien con el cañón de la pistola.

      El tiempo se detuvo.

      —No dejas de pensar ni un segundo, ¿verdad, Billy? —dijo chasqueando los dedos, y luego le arrojó el arma—. ¿Cierto, Gordinflón? Sin ofender, claro.

      Así apodó a Billy desde que se vieron.

      Con indecisión, como esperando alguna broma, Billy cogió el arma y se la puso al cinto, en la espalda, al modo de Chase.

      Jack soltó una carcajada, y dijo:

      —¿Quién se nos volvió ahora el gran hombre, ah?

      El comentario me hizo rechinar los dientes.

      —¿Crees que fueron ellos? —preguntó Sean—. ¿Tres?

      Eludí a Jack y volví a la entrada. Sentí que me hervía la sangre al tiempo que delineaba el número 3 con la yema de los dedos. Un arma oculta en una casa señalada con el signo de la resistencia. Definitivamente estas cosas se las habían dejado a alguien.

      Recordé lo que Sean había contado semanas atrás, en Knoxville. Los transportadores recibían mensajes de Tres en el refugio para que de allí los distribuyeran en otros ramales. Corría el rumor de que su base estaba ubicada en el mismo lugar, pero nadie parecía saberlo a ciencia cierta. Quizá no fuera más que una coincidencia, pero ¿qué tal que Tres hubiera usado esta casa como una especie de punto de encuentro? ¿Una especie de bodega para sus suministros? Era evidente que alguien había estado aquí hace poco, y eso significaba que alguien de Tres todavía podía estar vivo, y de ser así, teníamos que encontrarlo. Si las ramas de la resistencia pudieran unificarse, nos sería posible contraatacar a la MM, pero para hacerlo, necesitábamos la inteligencia de Tres.

      Rat y Jack murmuraban algo en secreto.

      —¿Qué pasa? —les pregunté—. Si sobrevivieron, pueden ayudarnos.

      —¿Como nos ayudaron en Chicago? —espetó Jack de vuelta—. Teníamos contactos de Tres repartidos por toda la ciudad. Uniformados, incluso. ¿Dónde estaban cuando cayeron los túneles?

      Levanté los hombros a la defensiva. Sí, seguro, Tres era ilusorio, engañoso, pero nunca había oído a nadie en la resistencia hablar abiertamente en su contra.

      —Estamos todos en el mismo lado —dije.

      —No te engañes, cariño—dijo Jack—. Tres está en su propio lado.

      Se escuchó un trueno, y un relámpago blanco fractu­ró en dos pedazos el cielo. La lluvia seguía su embate contra el techo. A lo lejos, los ecos de los truenos parecían repetirse sin solución de continuidad.

      Quizá Jack tuviera razón: incluso si Tres hubiera sobrevivido, esperar que los de Tres nos ayudaran era un sueño vano. Si ni siquiera habíamos podido encontrar los rastros de quienes abandonaron la casa en ruinas, mucho menos íbamos a encontrar a los reyes rebeldes.

      Cuando los últimos dos tipos de nuestro equipo regresaron de reconocer las otras casas, les conté a todos sobre la llamada de Tucker. Eso pareció aliviar algo la tensión. Dado que Tucker ya había hablado conmigo, resolvieron que yo siguiera contestando. De esta manera, de haber alguien escuchando nuestros intercambios, no podrían saber cuántos conformábamos el grupo. A pesar de las reservas mudas de Chase, metí de nuevo el radio en la bolsa plástica y me la eché al hombro.

      Nos pusimos en marcha. Seguí detrás de Billy, que continuó caminando protegiéndose de la lluvia con un plato que sostenía con una mano como un halo sobre la cabeza. La silueta de la cacha de la pistola se transparentaba en la zona lumbar, bajo su camiseta empapada.

      Nos dispersamos por lo que quedaba de la tarde, caminando por entre la maleza en el bosque, a paso lento sobre la arena. El cielo se recogió en una fina capa blanca, mis ropas, secas y endurecidas, raspaban la piel. En los pies me salieron ampollas, pero no descansamos. Una pausa hubiera hecho que las preguntas susurradas se volvieran un grito unísono: ¿Adónde íbamos? ¿A quién encontraríamos? Chase sentía lo mismo. No tenía que decirlo en tantas palabras. Era evidente en los puños apretados y su mirada fugaz, que no se detenía en nada, siempre en movimiento.

      Cuando entramos a un viejo parque estatal, la playa dio paso a pantanos y marismas. Árboles retorcidos obstaculizaban el camino y hundían sus raíces blancas como largos y delgados dedos en las aguas turbias. Seguimos en fila india por una trocha forjada hace mucho tiempo y abandonada antes de la guerra, espantando a manotazo limpio los mosquitos que zumbaban en nuestros oídos al tiempo que avanzábamos a tropezones por entre la broza.

      Nuestro grupo mermaba. Rebecca y Sean se habían quedado atrás de nuevo, y para seguir conectados con ellos y los otros al frente, Chase y yo redujimos el paso, aislados en el medio del cortejo. No íbamos a dejar inermes a nuestros amigos, pero tampoco podíamos perder el rastro de los demás.

      Cuando nos pareció que la trocha había desaparecido del todo, descansamos al lado de un arroyo en espera de Sean y Rebecca. La luz era más tenue bajo los árboles, y una cortina de enredaderas y follaje formaban una especie de caleta aislada. Nos sentamos sobre unas rocas cubiertas de musgo y compartimos una lata de atún en aceite y puré de papa en polvo, en silencio, excepto por nuestros pensamientos. Casi grito de alivio cuando me quité los zapatos para sacudir la arena y hundí mis pies en las aguas frescas y cristalinas.

      Después de un rato, Chase se puso de pie y entró al agua. Mirando a la distancia, se puso en cuclillas y metió las manos en el arroyo. Bebió. Luego se sacó la camiseta por encima de la cabeza.

      Sentí que se me sonrojaban las mejillas. Pensé que debía mirar para otro lado, en vano. Él sabía que yo estaba aquí; pero igual, no pude evitar la sensación de que me entrometía en algo íntimo. Había algo distinto en él —en la inclinación de la cabeza, en la manera como caía a plomo su brazo— que me hería el corazón.

      Se irguió, escurrió la camiseta que había metido en el agua y se restregó la nuca con ella. Los músculos de sus hombros se movieron, rodaron, formaron aristas de alas al levantar los brazos. Una cicatriz bien marcada corría de sus costillas a la espina dorsal. La luz filtrada por el follaje reflejó la cacha metálica de la pistola ajustada en la cintura de sus jeans.

      Sin poder detenerme, me vi de repente dando pasos adelante hasta que el chapoteo del agua en mis tobillos me regresó a la realidad.

      Se dio vuelta para encararme, con sus emociones cautelosamente ocultas. Tragué saliva, consciente de su mirada, que oscilaba entre mis ojos y mis labios.

      El corazón me dio un salto. Luego otro.

      —¿Cómo te hiciste esa herida? —pregunté.

      Enarcó una ceja.

      Puse la palma de mi mano sobre su espalda. Al tocarlo, tomó un sorbo enorme de aire, giró y se alejó, sacu­diendo la camiseta. ¿Estaba avergonzado? ¿De su aspecto físico? Me parecía imposible.

      Volví a colocar mi mano allí. Esta vez se quedó quieto.

      —Sé