Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen

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Название Tres (Artículo 5 #3)
Автор произведения Simmons Kristen
Жанр Языкознание
Серия Artículo 5
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063329



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—repitió Chase—. Ya basta.

      —Correcto.

      Algo me llamó la atención detrás de ellos. Sobre el suelo, donde había terminado la zapatilla, algo plateado salía de bajo el edredón. Chase se hizo a un lado cuando le apreté ligeramente el antebrazo.

      —Hay algo bajo la cama —dije.

      Sean, pálido y empapado de sudor y lluvia, gruñó, e hizo un ademán en dirección a los cuerpos.

      —Después de ti —dijo—. No quiero que se coman mis uñas, gracias.

      Apretando la boca, Chase alejó la zapatilla de una patada y luego barrió con la pierna bajo el colchón para dar con una oxidada caja metálica, del tamaño de un maletín, pero dos veces más gruesa y con una cerradura de clave. Algunas cucarachas quisieron trepar por su pierna, pero se deshizo rápido de ellas.

      —¿Qué puede ser? —pregunté.

      —Algo bueno —dijo Sean—. De lo contrario no estaría tan bien cerrada.

      Chase se arrodilló e intentó abrirla en vano. Su contenido resbaló y sonó por dentro al tiempo que la sacaba al corredor, donde el hedor no era tan fuerte.

      —Tal vez no debamos tocarla —dije, sintiendo de repente como si nos dispusiéramos a profanar una tumba.

      Chase había guardado en su vieja casa una caja de madera llena de recuerdos de su vida de antes de la guerra: fotografías con su familia, el anillo de matrimonio de su madre, que yo sabía que aún cargaba en uno de los bolsillos delanteros de sus pantalones. Así, la idea de alguien hurgando en sus cosas, tal y como ahora nosotros nos disponíamos a hurgar en las de otro, me dio una punzada de remordimiento… pero no suficiente para detenernos.

      —Ni modo —dijo Sean, y tomó el estuche. Giró varias veces los pequeños números oxidados, pero la caja permaneció tercamente cerrada.

      Chase se masajeó la nuca.

      —Quizá contenga algo negociable.

      —Quizá valga la pena conservarla —dijo Sean, levantando los ojos para ver a Rebecca, que ahora observaba desde el umbral de la puerta—. Analgésicos, medicamentos, alguna cosa.

      —Quizá más cucarachas —agregué yo.

      Sean retiró las manos de la caja, simuló una arcada y la recogió de nuevo.

      —Meros insectos —balbució—. Los verdaderos hombres no les temen a los insectos. Aunque tengan pequeñas cabecitas y enormes cuerpos relucientes.

      Escuchamos unas voces afuera que nos distrajeron del hallazgo y nos condujeron a la puerta principal, donde vimos una figura bajo la lluvia. A pesar de que Jack nos invitaba a acercarnos desde el garaje, yo me negaba a descender los escalones. Aunque la manada de perros no se veía por ahí, eso no significaba que yo no los presintiera merodeando en la oscuridad.

      —Parece que encontraron algo —dijo Rebecca, y puso una serie de tazas que había recogido en el aparador de la cocina, sobre las barandas del porche, donde empezaron a llenarse con agua lluvia. Alcé una y me enjuagué la boca para quitarme un sabor amargo que se había acumulado allí, agradecida con Rebecca por haber pensado en ello.

      —Ellos no fueron los únicos que encontraron algo —farfullé.

      Jack, maldiciendo el mal tiempo, acercaba una canasta de madera a la casa. Todo parecía indicar que venía pesada. Jack la reacomodó en la cadera y avanzó bajo la lluvia. Billy lo seguía detrás, con la camiseta pegada al pálido y flaco pecho. En nuestra prisa por refugiarnos, no nos tomamos la molestia de examinar el garaje.

      —Para nada mal, ¿verdad? —dijo Billy, y descargó su fardo en el combado suelo del porche.

      Dentro del cajón había una docena de latas oxidadas de comida. Abrí los ojos como platos, y mi barriga vacía saltó de regocijo.

      —Hay un camión de Horizontes —dijo Jack, pero no parecía muy contento. Bueno, no parecía contento con nada desde que cayó Chicago. La verdad tampoco había mucho que celebrar. —Todas las otras casas en esta calle ya han sido saqueadas —agregó.

      Rat fue el último en volver, con un enorme abrigo verde sobre sus hombros. Le sacudió, engreído, las mangas.

      —¿Se puede conducir el camión? —pregunté. Rebecca podía hacerse en la cabina mientras reconocíamos la playa.

      —No, a menos que tengas cuatro neumáticos de repuesto —dijo Billy—. Los cuatro están pinchados.

      Chase se rascó la coronilla.

      —El pueblo está saqueado, ¿qué hace aquí un camión de suministros?

      —Qué más da —dijo Jack, abriendo una lata de duraznos con su cuchillo. La tapa soltó óxido y el almíbar le rodó por la barba incipiente del mentón al tiempo que se sorbía el contenido.

      —Espera, Chase tiene razón —dije—. ¿Por qué demonios somos los primeros en encontrar estas cosas? A mí me parece que esto lo surtieron después de evacuar.

      Nunca había visto dejar tanta comida en un único lugar. Nadie que yo conociera dejaría un camión de Horizontes sin supervisar, a menos que estuviera al cuidado de empleados gubernamentales.

      Volví la mirada a los cuerpos sobre la cama y me recorrió un escalofrío.

      —Quizá Wallace lo reabasteció —dijo Billy.

      Chase y yo nos cruzamos una angustiosa mirada.

      —Él robó miles de camiones de Horizontes en Knoxville. —Aunque Billy se encogió de hombros, los ojos sí se le iluminaron—. Tal vez él sabía que nosotros veníamos —agregó serenamente.

      Yo no sabía qué pensar. Las latas de comida a todas luces habían pasado años aquí.

      —O quizá esté muerto —dijo Jack sin rodeos, y señaló hacia el garaje—: ¿No les dije que recogieran el otro cajón?

      Fruncí el ceño en señal de reproche cuando Billy se encorvó y arremetió de vuelta a la lluvia.

      —¿Ahora qué? —vociferó Jack—. ¡Dios mío, como si todos no estuviéramos pensando lo mismo!

      —¡Cállate, Jack! —le dije.

      No tenía idea de quién podía haber dejado los alimen­tos, pero sabía que no habían sido los sobrevivientes del re­fu­gio. No hubieran tenido la menor oportunidad de acopiar suministros antes de que cayeran las bombas. De estar vivos, estarían rebuscando comida, como nosotros.

      —Bien. Parece que también ustedes encontraron algo —dijo Rat.

      A mis espaldas, Sean balanceaba la caja metálica de seguridad al interior de un lado de la casa. Esta golpeó produciendo un golpe seco.

      Justo sobre su hombro, afuera, al lado de la puerta principal, había un único número en metal negro que indicaba la dirección de la casa. Estaba cubierto por una espesa capa de óxido y tenía los bordes corroídos.

      “Tres”.

      Chase señaló moviendo la cabeza hacia la puerta de la habitación.

      —La cuidaban, la caja, un par de fiambres.

      Rat olisqueó con la puntiaguda nariz.

      —¿Todavía frescos?

      —No —dije, y deseé olvidar esa imagen para siempre.

      Sean sacudió la caja y se escuchó de nuevo el ruido metálico.

      —Intenté dar con la clave, pero tal vez sea mejor abrirla de un tiro.

      —Tres —dije en voz alta. Los demás guardaron silencio y me miraron.

      —Son cuatro números —dijo Sean.

      Chase vio lo que yo había visto.