Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen

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Название Tres (Artículo 5 #3)
Автор произведения Simmons Kristen
Жанр Языкознание
Серия Artículo 5
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063329



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retrasamos porque el otro equipo llamó.

      Chase me miró, con las cejas levantadas. Mientras les conté lo que Tucker y yo hablamos, Chase parecía leer con mayor atención mis reacciones que las palabras que pronunciaba. No dije nada sobre haber traído mi madre a cuento; no tenía que hacerlo. Él sabía sobre mi conflicto recurrente con Tucker.

      —Pues, les cuento que todo eso me suena raro —dijo Sean.

      —Gracias —dije.

      Sean soltó una risita y puso su brazo sobre mi hombro, hasta que casi en el acto, vio la expresión herida de Rebecca y entonces se alejó. Quise recordar la última vez que vi a Sean tocar a Rebecca con naturalidad, y no pude.

      Cuando por fin se me estabilizó el pulso y Rebecca estuvo de nuevo de pie —si bien a regañadientes—, entré siguiendo a los demás. Fue la primera casa por la que pasamos, cuya puerta ya estaba abierta.

      Aún bajo la lluvia, el hedor que provenía de adentro era insoportable. Me tapé la nariz con el cuello de la camisa, contuve las ganas de vomitar e intenté no pensar en el derrame de petróleo en la playa.

      La sala de estar al frente se conservaba en su estado original, tanto que un arrebato de nostalgia me oprimió el pecho. Quizá el sofá estuviera cubierto por una fina capa de polvo, pero los cojines estaban ubicados en ángulos perfectos, y sobre la mesa de centro, reposaban tres revistas de antes de la guerra, con las páginas arrugadas y descoloridas, pero aún legibles.

      Pude imaginar un tazón de chocolate Horizontes humeante y caliente sobre la mesa.

      Una vela de cera, y la llama encendida.

      A mi madre, con los dedos de los pies bajo un cojín espaldero.

      A medias sentía la presencia de Chase, merodeando en la cocina, abriendo y cerrando cajones.

      Levanté una de las revistas y pasé por sus páginas viendo fotografías de mujeres felices, mujeres atractivas en trajes de baño y exhibiendo una ropa que más tarde la OFR prohibiría por inmoral. Había artículos en dichas páginas; no los leí, me limité a ojear las páginas impresas. Hacía tanto tiempo que no leía algo no autorizado por la MM.

      —¿DÓNDE CONSEGUISTE ESO?

      Mi madre sonrió, los ojos iluminados con malicia. Ojeó las páginas de la revista manoseada como si realmente le interesara, no solo para irritarme.

      —¿Quizá se la sacaste a una de las señoras en el comedor popular? —preguntó con labios fruncidos.

      —Quizá —repliqué frunciendo el ceño—. Sabes bien que pronto nos figura inspección.

      Había pasado ya casi un mes sin la visita de la MM. Teníamos el tiempo contado. Cada uno de los días de la semana que había pasado me cercioré de que en la casa no hubiera nada de contrabando por ahí.

      —Vamos, vive un poco —dijo mamá, enroscando la revista para darme un golpe en el brazo—. No te imaginas las cosas que escribían en esas páginas —agregó, enarcando las cejas.

      “No preguntes. No preguntes”.

      —¿Qué tipo de cosas? —pregunté.

      Con sonrisa triunfante, replicó:

      —Vamos, tú sabes, sobre traiciones amorosas comunes y silvestres.

      SECRETOS DE MAQUILLAJE. Chismes de estrellas del cine. A veces, en medio de todo eso, asuntos políticos, como el crecimiento de la Oficina Federal de Reformas. Inquietudes por la plataforma moral del presidente Scarboro y lo que eso implicaba para los derechos de las mujeres y la libertad de culto. Los autores embutían tales comentarios entre glamurosas sesiones de fotografías y nuevas modas. Jamás las anunciaban en las portadas. Supongo que sabían sobre el peligro que corrían, incluso por entonces.

      —¿Qué miras? —preguntó Rebecca.

      Tuve que luchar contra el súbito impulso de quedarme con la revista solo para mí. Los recuerdos eran intensos: llegar a casa tras el arresto, comprender que todas las cosas se las habían llevado los de la MM. Mi mejor amiga, Beth, apenas si había logrado quedarse con un par de cosas, una de las revistas de mi madre entre ellas, aunque luego las perdimos en los túneles en Chicago. Ahora no parecía muy bien quedarme con esta cuando bien podía llegar a significar mucho para alguien que algún día volviera.

      Con todo, fue doloroso pasársela a Rebecca.

      Me compungió ver las huellas de mis botas sobre la alfombra y me perdí a lo largo del corredor camino a los cuartos de atrás, para evitar la cocina.

      La puerta de la habitación chirrió al abrirla. Justo al entrar había un tocador de madera con una carpetica y un pequeño peine de plata encima. Me estremecí al ver mi imagen en el espejo redondo… Mi pelo corto y liso y pasando de negro a castaño, y mi piel de un rosado subido por el sol.

      Entonces, a mi lado en el reflejo, vi los dos cuerpos que yacían en la cama, y grité.

      Capítulo 3

      MUERTOS. Cascarones de piel color café y labios recogidos en correosa maraña. Orificios donde debieron estar los ojos. Esqueletos reteñidos cubiertos en ropas picadas por las polillas.

      Mi pie se enredó en una alfombrilla en el suelo y caí de espaldas contra la pared. El golpe me dejó sin aire, o quizá, más bien, ya estaba sin aire para empezar, porque cuando traté de aspirar otra bocanada, no me fue posible.

      Los cuerpos empezaron a moverse, como vueltos a la vida sobre el edredón de flores. Escuché un susurro, un ligero rastrillar, y vi ropa que se movía. Me paralicé. Mis músculos se congelaron. Caí a la altura del pie de la cama y pude ver con horror cómo una desteñida pantufla rosada se escurría, como tirada por una mano invisible, sobre un huesudo tobillo, para luego exponer el curtido pie de un anciano.

      De la pantufla brotó una legión de cucarachas, cada una del tamaño de un dedo, chorreando como lava en un volcán.

      Como pude, gateé hacia atrás en busca del corredor y me puse de pie. Apareció Chase, dijo mi nombre, pero no pude registrarlo. Lo observé en silencio y fijé mi mirada en Sean, quien había llegado poco antes que Chase, y ya estaba tras la puerta haciendo muecas de espanto ante los cadáveres. Completamente inmóviles. Las cucarachas eran las que se movían. Cientos de ellas. Por todos lados.

      Me eché para atrás, sacudiéndome los brazos y el pelo. La piel me escocía como si las cucarachas se me hubieran metido por el cuello, bajo mi ropa y en los zapatos. “Quítenmelas de encima. Quítenmelas de encima. Quítenmelas de encima”.

      Chase me tomó el rostro entre sus manos y pude por fin fijar mi mirada en la suya. Vi allí una solidez que me ancló, me calmó el pulso.

      —¿Qué hacían aquí? —pregunté, de repente furiosa con ellos… con los muertos. No debieron asustarme; había visto peores cosas, mucho peores.

      —Ven, salgamos a tomar algo de aire —me dijo.

      Aparté sus manos.

      —¿Por qué no habrán evacuado, como todos los demás?

      No había el menor rastro de violencia. Era como si se hubieran acostado a dormir, y por alguna razón, no se hubieran vuelto a despertar, cosa que me inquietaba aún más.

      —No sé.

      —Deberían haber evacuado. El Gobierno había despejado esta zona hacía años.

      Volví a sacudirme el cuerpo con los brazos, molesta con el cosquillo en la piel.

      —Quizá no quisieron hacerlo —dijo Chase, mordiendo el labio inferior y asomándose al cuarto.

      Sus palabras dieron paso a algo más sólido y más fuerte que mi inicial temor. Invertí el asunto. Esta gente no se había entregado; se expresó, tomó partido. Quizá esa fuera nuestra única verdadera alternativa. Escoger nuestro destino.

      —Odio a las cucarachas —dijo