Название | Tres (Artículo 5 #3) |
---|---|
Автор произведения | Simmons Kristen |
Жанр | Языкознание |
Серия | Artículo 5 |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583063329 |
—Dije que Rebecca se está quedando atrás de nuevo —repitió, al tiempo que yo chequeaba la lucecita roja del radio por enésima vez—. Sean tendrá que llevarla de vuelta al minimercado.
Aparte de Sean y yo, él era el único que seguía pendiente de Rebecca. Al comienzo todos simplemente hacían lo posible por evitarla, como si trajera mala suerte, pero ahora su presencia empezaba a fastidiarlos. Como no se movía con la misma agilidad que el resto de nosotros, simplemente se había convertido en una carga. La mayoría ni siquiera se tomó la molestia de averiguar su nombre.
Mientras recorríamos el camino, pensaba mortificada, que Chase había tenido razón. Rebecca debió quedarse atrás, a pesar de que yo no quería perderla de vista. La última vez que nos habíamos separado, Rebecca había salido herida, y tenerla cerca de mí era la única manera de garantizar su seguridad. Con todo, a pesar de que rastrear es un trabajo que toma tiempo, Rebecca se desplazaba dos veces más despacio que nosotros, en particular por entre los arbustos y las raíces retorcidas en los lindes de la playa. Ella no iba a aguantar mucho tiempo más.
Cuando me di vuelta, Chase ya había desaparecido en medio de la niebla. Fruncí los labios. Era evidente que Chase estaba preocupado. De alguna manera, Rebecca se había convertido también en su responsabilidad.
Billy estaba cerca y lo tomé de la manga para llamar su atención.
—¿Has visto a Rebecca o a Sean?
Irritado, buscó con los ojos alrededor.
—Estaban detrás de mí hace poco.
Me rodaban chorritos de agua del pelo, me lo quité de la cara, y haciendo visor con la mano derecha, busqué a la redonda. Todo lo que nos rodeaba era gris. La luz tenue difuminaba el color, incluso el de los árboles.
Arremetí por entre el sotobosque, de vuelta por el camino andado. Los charcos de lodo se hacían más hondos en los espacios entre los árboles, y a cada paso se me ensopaban más y más los calcetines. Ahora tenía la playa a mi derecha. Con seguridad Rebecca no habría intentado vadear su camino por entre el petróleo y los animales muertos. A mi izquierda crecían altos y gruesos pastizales, y se me antojó que cualquier cantidad de bichos podrían vivir allí.
Rebecca podía hacerse daño por ahí.
—¡Becca!
El grito de Sean resonó sobre el pastizal empantanado. Abriendo camino con mis manos eché para delante.
—¡Sean! ¿Dónde estás?
Con todo, me alegré de que el aguacero aún fuera estruendoso. Aunque esperábamos encontrar sobrevivientes, igual uno nunca sabía quiénes podían merodear por una zona roja evacuada. Durante los últimos días habíamos sido tan sigilosos como nos fue posible para no llamar la atención si no era estrictamente necesario.
Hasta que por fin lo vi: cabeza y hombros por encima del pastizal que alcanzaba mi nuca. Giró, desesperado… Seguía llamando a Rebecca.
—¿Qué pasó? —le pregunté cuando estuve cerca.
—No sé, estaba justo detrás de mí —dijo apretando el mentón, con el pelo apelmazado por el agua que le corría por la cara.
Avanzamos cuatro, diez metros más, y de repente el pastizal dio paso a una calle abierta de un solo carril. El agua lluvia hacía cascada sobre las grietas de asfalto y los matorrales que a veces crecían en los baches a una altura como la mía. Casas con idénticas fachadas de ladrillo y puertas selladas con tablas se alzaban al frente.
Antes de que pudiera moverme, Sean me puso en cuclillas de un empujón. Cualquier casa de esas podía ocultar a alguien apuntado con una escopeta desde una de las ventanas rotas. Quizá, incluso, uno de los sobrevivientes que estábamos rastreando.
Examiné las ventanas primero. Todas las puertas estaban mancilladas por un aviso con los estatutos. Ni siquiera la lluvia lograba despegarlos de la madera.
—¡Allá! —dijo Sean, señalando a una figura solitaria, de pie, en la calle, sobre la línea amarilla del medio.
Antes de que pudiera detenerlo, Sean corrió hacia la figura. Yo lancé una última mirada a la redonda en busca de cualquier movimiento en las casas y luego corrí tras él. Al acercarnos reconocimos el vacilante paso, y las dos muletas metálicas se hicieron evidentes.
Sean no detuvo la velocidad de su marcha para arrastrar a Rebecca fuera de la calle. Ella alcanzó a soltar un grito de sorpresa y acto seguido puso resistencia, hasta rodar sobre el pasto mojado. Salpicaduras de barro impregnaron su ropa y le mancharon la cara.
—¡Qué pasa contigo! —la increpó Sean—. Debemos evitar las carreteras. Te lo dije.
Sentada y con las piernas extendidas al frente, Rebecca se recompuso. Había perdido las muletas con la caída, y allí, donde por lo general estas abrazaban sus brazos, la piel estaba herida, sangrando. Intenté ocultar mi gesto de impresión.
—¿Te preocupa que me atropelle un auto? —le dijo a Sean con mirada insolente, las mejillas manchadas y los brazos abiertos a la calle a nuestra espalda.
—Sí, Becca. Justo eso.
—Ya no más, los dos —les dije, y me interpuse entre ambos—. Nunca se sabe quién puede ocultarse en un lugar como este. Eso es todo lo que está tratando de decirte.
—Lo que está tratando de decir es que soy una niña, eso es todo lo que…
—Si solo dejaras de comportarte como…
—¡Sean! —le dije, y le indiqué la carretera—. Ve a buscar a los otros. Te seguiremos.
Sean entrelazó las manos detrás de la nuca y luego las dejó caer, frustrado.
—Vale —dijo y desapareció en el pastizal bajo la lluvia.
Respiré profundo para llenarme de paciencia y me acuclillé a su lado.
—Déjame ver tus brazos.
Los mantuvo pegados a su cuerpo, con la mirada fijada en la dirección por donde había partido Sean… Su labio inferior temblaba.
Intenté descongestionarme el pecho.
—Se preocupa por ti, eso es todo.
—Me odia —dijo tan bajo que apenas si la oí.
Cogí sus muletas para ocupar mis manos con algo. Aunque Rebecca no lo dijera, yo sabía que nos culpaba de su desgracia. Me dije, por enésima vez, que con nosotros estaba mejor que con la OFR, que nosotros no la acarrearíamos de aquí para allá ni la exhibiríamos para alejar a los ciudadanos de la perversión. Pero al verla allí sentada en un pozo de lodo, con los brazos con llagas relucientes sin siquiera intentar proteger su cara de la lluvia, no pude menos que cuestionarme.
Cosa que no significaba que iba a permitirle rendirse.
—Levántate —le dije—. Ya basta de compadecerte.
—¿Qué dices?
—Ya me oíste. Levántate.
Se resistió, y al ver que yo insistía, me arrebató las muletas. Apenas si dejó ver una mueca de dolor al asegurar las abrazaderas a sus antebrazos.
—No es lo más fácil del mundo, por si no te has dado cuenta —dijo, y yo sabía que no lo era; y haría cualquier cosa por remediarlo, pero también sabía que para sobrevivir por aquí no podía rendirse.
Luché contra la compasión que me carcomía por dentro y enarqué una ceja.
—Tampoco es fácil escabullirse todas las noches de una instalación de seguridad para tontear con un guardia.
Abrió sus enormes ojos de azul glacial.
—Ember…
—Tienes que volver al minimercado —dije, y cambié de tema—: Sean te llevará…
—Ember