Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany

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Название Los días ciegos
Автор произведения Raúl Alonso Alemany
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412298222



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cobrar alquileres… El siglo XIX en pleno siglo XX…, o al revés… No sé… Así es la vida, Davide. La relación supuso cierto escándalo en el pueblo, pero a ellos les importaba un pepino. ¿Se dice así?

      —Un pepino, correcto.

      —Un pepino —repitió Elena—. Y todo pareció ir bien hasta que la mujer empezó a reparar en que aquel joven relojero del que se había enamorado tenía la nariz demasiado grande. Además, no olía muy bien. ¿Y qué decir de su conversación? Tal vez fuera demasiado mecánica, ¿no? Que siendo relojero era normal, pero… Hasta un día advirtió que, caramba, no era demasiado alto. Bien mirado, era más bien bajito. ¿Y qué me dices de esa manía que tenía de pasarse la mano por la cara cuando los nervios? ¿Por qué esa inseguridad tan poco masculina? Y el sexo, en fin, el sexo no era demasiado bueno. Tal vez la precisión se la dejara el relojero en su taller, pero por lo que respecta a otros sitios… Qué podía decir la viuda. Y te voy a revelar una cosa, catalán: una mujer necesita que se la trate con precisión.

      —Tomo nota —respondí.

      Alguien soltó una carcajada en la sala de espera del aeropuerto y un gran bostezo invadió la cara de una japonesa vieja y flaca, cosa que provocó una reacción en cadena que me hizo bostezar a mí también.

      —En fin, que ella se desenamoró, que ya no sentía lo mismo, que todo cambia para volver a su origen —siguió Maria Elena—. Cosas que pasan, ¿no? Y Francesco intentó convencerla de que se equivocaba. Probó de todo. Procuró que su nariz no pareciera tan grande. Se pasaba horas y horas delante del espejo ensayando posturas, buscando el punto de luz perfecto para que aquella gigantesca narizota de águila imperial no pareciera tan monstruosa. Qué horror los espejos. Compró un perfume carísimo con el que se rociaba cada pocas horas. Era fundamental oler bien, disimular su propio olor: demasiado aceite, demasiado tiempo encerrado en un taller con resina y metal. No sé. Incluso consultó algunos periódicos y ciertas novelas para poder tener una conversación algo más agradable.

      —Pobre Francesco.

      —Incluso se compró alzas para los zapatos y se estiró por las mañanas. Quiero decir que todos los días hacía ejercicios en los que alargaba los brazos y las piernas hasta donde podía —prosiguió Elena—. Pensaba que de ese modo quizá conseguiría ser más alto, y así la viuda volvería a amarlo. También Francesco intentó controlar sus tics y sus nervios con ciertas técnicas de relajación. Pero no las dominaba del todo, cosa que le ponía muy nervioso y le volvía más inseguro. Por otro lado, empezó a masticar chocolate negro todos los días durante un buen rato, porque en una de esas revistas que había leído para mejorar su conversación había dado con un artículo que aconsejaba a ciertos hombres con ciertos problemas que comieran lentamente ese tipo de chocolate para mejorar su rendimiento.

      —¿Y le sirvió de algo tanto esfuerzo?

      —Por supuesto que le sirvió. Todos los esfuerzos sirven para algo. Lo que sucede es que suelen ser inútiles para aquello que se pretende. ¿De qué le sirvió el esfuerzo al primer hombre que intentó volar con unas alas pegadas a sus espaldas, imitando las de un pájaro, y se lanzó desde lo alto de un campanario?

      —No para volar, desde luego —respondí—, pero sí para averiguar que un hombre no puede volar.

      —Claro —me concedió Elena.

      El sonido de un teléfono móvil recorrió la sala de espera del aero­puerto. El susurro de una conversación. Un hombre pisó delante de mí con unas botas de montaña marrones con unos cordones azul cielo, como los de un asesino. Pero no levanté la mirada.

      —Sí, soy bastante listo: es una virtud considerable. Y, bueno, supongo que a Francesco todo eso no le sirvió para recuperar a la viuda.

      —Por supuesto que no. La mujer se fue distanciando de él. Mi primo alargaba las conversaciones con ella de manera artificial, cuando se presentaba en su casa (al principio) y cuando se encontraba con la viuda en plena calle (más tarde). Qué sensación más desagradable, ¿no?

      —Como seguir masticando un chicle una hora después de habértelo metido en la boca.

      —Se te desencaja la mandíbula y sigues ahí, masticando y masticando esa cosa dura con marcas de tus propios dientes. Puaj. Compra otro paquete, hombre. Hay miles de peces en mar; miles de chicles en los kioscos.

      Levanté las cejas y me imaginé a Maria Elena haciendo el mismo gesto.

      —Cierto día, Francesco llegó a casa de la viuda y se la encontró con otro tipo, que objetivamente, dicho sea de paso, tenía la nariz incluso más grande que él. Era un hombre que no es que destacara por su amena conversación ni que desprendiera un olor a jazmín allá por donde fuera. Era maestro de escuela o bibliotecario o farmacéutico… No sé, no me acuerdo, supongo que no importa. Imagínate al pobre Francesco cuando pilló al amor de su vida (¡por la que había intentado incluso reducir el tamaño de su nariz!) con otro hombre. Él, que le había comprado cada día un ramo de rosas.

      Me pareció entonces que las palabras de Maria Elena hablaban de mí. Pensé en Masha y en las cartas que una vez encontré sobre su mesa. Pensé en atar cabos, en que me empezara a crecer la nariz como a Francesco y en el olor de mi perfume. Me sentí como el ciego que no quiere ver.

      —… llegado a ese punto, claro —seguía diciendo Maria Elena—. «¿Y qué hay más grande que el amor?», se preguntó mi primo Francesco. Es una gran pregunta, ¿no crees? Porque, sabiendo la respuesta, uno se podría curar de la enfermedad de amor, se podrían dejar en nada los remedios de Arnau de Vilanova. A la mierda con ellos.

      Se rio, se calló y esperó mi respuesta.

      —Aunque si curáramos el mal de amor —respondí—, haríamos polvo las carreras de los cantantes melódicos. ¿Qué hubiera sido de Alejandro Sanz?

      Elena no se rio en la otra punta del mundo y mi broma rebotó por el espacio, entre ondas y logaritmos, camino del cementerio intergaláctico de los chistes sin gracia.

      —Y mi primo Francesco tenía la respuesta muy cerca —continuó Elena al cabo de diez segundos—. Te recuerdo que te estoy hablando de finales de los años treinta y principios de la década de los cuarenta.

      —Tal vez podría haberse vengado yéndose con la hija de la viuda, ¿no? De hecho, al principio estaba interesado por ella.

      —No seas vulgar, querido. Además, creo que la hija no estaba muy por la labor. David, piensa: ¿qué hay más grande que el amor? ¿Qué cosa puede acabar con él? ¿Qué puede apartarlo de súbito del primer plano? ¿Qué es capaz de borrarlo todo de la faz de la Tierra, incluso el amor no correspondido?

      Busqué la respuesta a mi alrededor. La busqué en la tos de un hombre gordo que, con los ojos cerrados, se limpió la rebaba de la comisura de los labios. La busqué en mi mente en blanco y en ese gato encerrado en mi estómago. La busqué en la anciana japonesa que había bostezado y en la pareja francesa que se desperezaba en un banco de Sheremetievo.

      —¿Qué hay más grande que el amor? —pregunté finalmente.

      —Pues la vida, querido, la vida —respondió Elena.

      —La vida.

      —Te estoy hablando de los primeros años de la década de los cuarenta, de la Italia de Mussolini, de una Europa que empieza a quedar devastada por la guerra, el hambre, los muertos.

      —¿La guerra?

      —La supervivencia, David. Eso pensó Francesco. Si hay algo más grande que el amor, eso tenía que ser la vida, la supervivencia. —Hizo una pausa—. Sí, la guerra.

      —Se enroló en el Ejército.

      —No exactamente. Más bien se hizo al monte, ¿se dice así? —preguntó.

      —Sí, se hizo al monte, se tiró al monte. Algo así.

      —Pues eso.

      —¿Se hizo partisano?

      —Exacto.