Название | Los días ciegos |
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Автор произведения | Raúl Alonso Alemany |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412298222 |
—Qué bonito.
—Gracias.
—Bueno, pues eso. Supongo que el amor se le fue pasando mientras intentaba que los fascistas no lo mataran. El primo estaba demasiado ocupado para esas historias. Uno no tiene tiempo para darle vueltas a quién te ama o a quién te deja de querer cuando la muerte te ronda tan de cerca.
—Parece lógico.
—Bueno, pues ahí tienes la respuesta.
—¿Quieres decir que una solución sería que me alistara en el Ejército y me fuera a combatir al Estado Islámico?
Busqué con la mirada a los dos soldados con ropa de camuflaje que había convertido en personajes de mis horas en el aeropuerto. Con sus kalashnikovs, sus conversaciones sobre el amor y su labor de protegernos para que pudiéramos abandonar su país sin que un iluminado nos hiciera volar por los aires.
—Dios no lo quiera. No podrías ni ponerte el traje. ¿Cómo era eso que decía Woody Allen?
—¿Algo sobre las hijas adoptivas y el amor libre?
—Decía que en el Ejército le dijeron que solo servía como prisionero.
—Sí —dije—. Y entonces ¿qué?
—Entonces nada: que a ti te pasaría lo mismo. Así pues, Davide, busca algo más grande que el amor, búscate otra guerra.
—Entiendo —mentí—. Si a Francesco le funcionó…
—Sí, al primo le funcionó.
—¿Y cómo acaba su historia? ¿Se supo algo más de él?
—Se supo, aunque no sé si esta parte de la historia nos conviene.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Murió en un combate indigno?
—No.
—¿No me digas que al acabar la guerra volvió a su pueblo a buscar a la viuda, a implorarle que le quisiera, que había crecido, que su nariz no era tan grande tras tanto tiempo de comer berzas en las montañas?
—No sé qué son «berzas», pero tampoco es eso. No todo el mundo tiene ese sentido del patetismo tan trabajado que tú me has logrado con los años.
—Gracias —respondí—. Pero ¿qué pasó con tu primo?
—La guerra acabó, y los partisanos, con el tiempo, fueron reintegrándose a la vida de sus pueblos. También Francesco. Aunque, claro, ya no era el mismo. La guerra cambia a los hombres. El tiempo lo hace. No obstante, a finales de la década de los años cuarenta, él era un héroe para casi todo el mundo. La típica historia: él se detenía a contarle a la gente sus vivencias en los montes, cuando mataba fascistas, y la gente lo escuchaba encantada. Una leyenda del lugar, vamos. Ya se le había quedado pequeña la historia del relojero enamorado de una viuda que prefirió a un boticario, a un abogado o a un capellán. Además, en uno de esos combates, le hirieron en una pierna. Eso se decía. Así pues, poco después de volver a la vida corriente, le concedieron una pensión con la que pudo ir tirando y se quedó a vivir en el pueblo. Tal vez él mismo se fuera convirtiendo en un Philippe Noiret, ahora que lo pienso. Pero, claro, ¿qué puede haber más grande que el amor y la guerra cuando se han acabado?
—Ya.
—Eso, querido.
—Bueno, pero la historia tampoco acaba tan mal, ¿no? La viuda no vuelve a salir y él se convierte en un personaje admirado.
—Puede, sí.
—¿Y ya está? ¿Vivió dulcemente hasta el fin de sus días? ¿Se volvió a casar, tuvo hijos?
—A veces eres tan burgués.
—¿Le pusieron al menos su nombre a la plaza del pueblo? ¿Una calle donde hay un gran reloj y en la que la gente sigue comprobando que llega a tiempo? ¿La calle Francesco Padovani? —insistí.
—Hubiera estado bien, pero no.
—¿Y entonces?
—Encontraron su cuerpo dos años después de que se reintegrara a la vida del pueblo.
—¿Lo mataron? ¿Una venganza? —pregunté.
—Qué va.
—Entonces…
—A mi pobre primo le falló el corazón en el peor momento —respondió Elena—. Se sabe porque lo estuvo contando durante años otra donnazza italiana. Una mujer que vivió hasta hace relativamente poco. Se llamaba Sofia Arnaboldi y regentaba uno de los negocios más prósperos de la localidad… No sé si me entiendes…
—Ya.
—Pues sí, querido. El pobre Francesco, gran relojero, examante mediocre y héroe de la resistencia, no muy alto, de nariz aguileña y gran aficionado al chocolate negro, poco tiempo después de haberse pasado años matando a nazis como si no hubiera un mañana (porque no lo había), murió, gordo, calvo y cojo, en los brazos de Sofia Arnaboldi en uno de los más burdeles más cutres del centro de Italia.
11
Uno se puede sentir orgulloso de las cosas más absurdas. Por ejemplo, de la victoria de un deportista de su país en una competición de esquí alpino. Solo hace falta una buena disposición y las circunstancias adecuadas. Tal vez estar delante del televisor en una tarde plomiza de invierno sin mucho más que hacer y con el mando a distancia lejos de tu alcance.
En tales momentos, un incomprensible orgullo puede apoderarse de uno al comprobar que un esquiador nacionalizado bate por dos décimas de segundo a un deportista neozelandés, por más que el compatriota en cuestión sea un imbécil al que no saludarías ni en el ascensor y el neozelandés sea un tipo ejemplar.
El patriotismo es una cosa extraña que se parece radicalmente la soledad.
Uno se siente orgulloso de cosas sin saber por qué. A menudo, es cuestión de fe o de tradición. Se heredan frases, ideas, patrias, a las que agarrarse como al clavo ardiendo.
En ese sentido, mi referencia siempre fue un tío de mi madre que se llamaba Manel, tenía el pelo amarillento y al que todo el mundo llamaba solo «tío», incluso la gente ajena a la familia, empezando por su mujer. Era un hombre malhumorado que solía presumir de su buen humor. Si le decías que le había salido un grano en la cara, que tenía una mala mano en las cartas o que te gustaba más la Coca-Cola que la Pepsi (no como a él), se irritaba muchísimo: se enfadaba, gritaba y maldecía a los cuatro vientos. Sin embargo, si le decías que el mundo no tenía sentido, que el ser humano es una bala perdida y que somos un vagar por un espacio que no tiene salida ni final, pues entonces asentía calmadamente y aceptaba la vida tal como venía.
Era un referente porque a mi mirada de niño le parecía una actitud increíblemente absurda por medio de la cual tal vez algún día comprendería el mundo. Él se sentía orgulloso de su piel fina como la de un bebé, de su pericia a la hora de jugar a las cartas o de su buen gusto en relación con las bebidas gaseosas con sabor a cola. Y por eso no admitía discusión alguna al respecto. Estaba todo en orden y era perfecto.
Esa era su fe.
Sin embargo, no tenía problema a la hora de admitir que la vida no tenía sentido. Es más: era un entusiasta defensor de tal idea. Estaba dispuesto a perder toda la dignidad, cualquier atisbo de orgullo y de sentido final si se trataba de algo compartido, de un hundimiento colectivo.
Si la especie humana se iba toda junta al garete, no había problema, porque el tío Manel tenía fe en la parte miserable de la existencia.
Al pasar el control de seguridad y cuando unos funcionarios rusos me miraron de arriba abajo sin encontrar nada sospechoso en mí, sentí ese orgullo idiota que había heredado de mi tío por las cosas minúsculas y los pequeños triunfos cotidianos.
Llevaba