Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany

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Название Los días ciegos
Автор произведения Raúl Alonso Alemany
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412298222



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día en que le dije a la mujer a la que amaba que quería pasar el resto de mi vida a su lado, me acerqué a un desconocido por detrás en el lavabo de un aeropuerto moscovita y le di unas palmaditas en el hombro al tiempo que tosía. Sabía que aquello contravenía una de las reglas fundamentales de cualquier credo heterosexual que se precie: jamás puedes tocar a otro hombre (aunque sea en el hombro y con la punta de los dedos) en un lavabo.

      El tipo dio un respingo en cuanto vio mi imagen en el espejo.

      —Entonces vi que un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años se reflejaba en el espejo. Me temí lo peor, y la cosa no mejoró cuando sentí sus dedos sobre mi espalda.

      —¿Y qué aspecto tenía esa aparición? —preguntaría el presentador del programa coreano de fenómenos paranormales.

      —Malo. Francamente malo. Poco pelo, barba mal afeitada y, lo peor de todo —pausa dramática—: los ojos nada rasgados.

      El hombre se agitó de nuevo en cuanto sintió mis dedos en su espalda. Empecé a mover la boca para pedirle si podía dejar de afeitarse y permitirme cargar un momento la batería de mi móvil para que pudiera enviar un mensaje que, estaba convencido, devendría en un punto de inflexión en mi vida. Yo hablaba en nombre del amor, de la fe en el lenguaje y de algo enorme, de proporciones descomunales. Mucho más grande que nosotros. Maria Elena me lo había dejado bien claro con la historia de su primo el relojero; solo hay una cosa más grande que el amor o que cualquier guerra: aquello en lo que crees.

      —Yo necesitar… Mi teléfono es sin batería —le dije.

      Reflejadas en los espejos, vi las espaldas a unos cuantos hombres que orinaban de pie contra la pared: las manos por delante y unos ligeros saltitos al acabar, como cuando se dice Wittgenstein. Ese olor tan característico de lavabo público que alguien limpia cada cinco o seis horas por un sueldo miserable lo invadió todo. Vi al lado del espejo una hoja de papel que indicaba cuándo lo habían desinfectado por última vez, pero lo ponía en ruso, así que no entendí nada.

      El mensaje para Masha me quemaba entre las manos. A estas alturas, la gente ya estaría embarcando en el avión. Y todo dependía de que ese tipo me dejara conectar un momento mi teléfono en el enchufe. Sin embargo, el puto coreano siguió afeitándose con parsimonia tras devolverme la mirada con una sonrisilla, esa falsa sonrisa que seguro que le habían enseñado de pequeño: al mal tiempo buena cara y toda esa basura.

      Puto gilipollas, pensé.

      No me corté: todo dependía de aquello. Me puse a su izquierda y tiré del cable de su máquina de afeitar.

      —Y entonces pasó algo que aún me pone los pelos de punta —diría el coreano, negando con la cabeza.

      —¿Qué pasó, coreano que se afeita en aeropuertos? —preguntaría el presentador fingiendo una gran sorpresa.

      El ruido de la maquinilla se apagó. Sobre el rostro del hombre cruzó un carrusel de emociones, pero ninguna de ellas fue la ira. Sorpresa, tal vez. Resignación, un poco. Indignación, más bien escasa. Pero a mí me daba igual: yo era un hombre enamorado, y a los hombres enamorados todo lo demás nos importa un comino.

      —Le dije algo… No recuerdo qué —respondería el coreano—. Pero él no parecía entender mi idioma. Y no sentí más deseo que salir de allí. Tenía solo la mitad del rostro afeitado, pero qué importaba dadas las circunstancias.

      —¿Y nadie más vio nada? Antes ha dicho que había otros hombres en el lavabo —insistiría el presentador.

      Los tipos que habían dado saltitos al acabar su micción ni siquiera se lavaron los manos, tal vez para evitarme, tal vez porque la mayoría de la gente sigue sin hacerlo.

      Con su rostro medio afeitado, el coreano corrió fuera del lavabo. Ahora el único enchufe era mío, qué importaba nada más. Esperé unos segundos a que el teléfono recobrara parte de su vida: negro, un circulito blanco rodando, introduzca un par de números y, adelante, ya puede escribir su mensaje de amor de artificiero.

      Escribí el mensaje decisivo y le di a la tecla de enviar varias veces; pero estaba borrosa, también ella fantasmal y mal iluminada. Por un momento, me entró el pánico. Como si en el momento en el que ya había decidido cortar el cable azul, los alicates se deshicieran en mis manos; como si, justo cuando decidía preguntarle al guardián que siempre dice la verdad, me diera cuenta de que el juego no consistía en eso: de que estaba jugando al fútbol con las reglas del ajedrez, de que estaba confundiendo la apertura Réti con un córner lanzado al segundo palo.

      Insistí varias veces, incluso borré el mensaje y volví a escribirlo de nuevo, pero no había nada que hacer. Miré con desesperación mi rostro en el espejo y pensé en mi madre. Ella había traído al mundo a un niño rubio con los ojos verdes, sano, bueno y hermoso. ¿Cómo se había convertido él en mí? ¿Qué había sucedido para que se transformara en el tipo del otro lado del espejo? Esa barba mal afeitada, esas ojeras, esas entradas, ese avanzar hasta los cuarenta años con tan poco decoro.

      Respiré profundamente: tenía que haber una explicación para todo eso. Fueron unos momentos de una angustia estremecedora hasta que me di cuenta de que la señal del wifi no llegaba al lavabo. Desenchufé el teléfono, cogí la maleta por el asa y salí del baño precipitadamente.

      Corrí al trote por los pasillos hasta llegar a la zona de embarque. Bajo la pantalla donde ponía «Barcelona», una chica y un chico sonrientes y vestidos con trajes azules y rojos me miraron con extrañeza: a mí, a un niño rubio con ojos verdes y una maleta rota.

      —Barcelona —les dije.

      —Sí, señor —respondió la chica con una sonrisa entrenada.

      —Sí —repetí yo.

      Ella miró a su compañero levantando ligeramente las cejas.

      —Billete y pasaporte, señor —dijo la chica.

      —Sí, claro —respondí, e intenté también esa sonrisa de manual.

      Busqué el pasaporte y la tarjeta de embarque. Vacié mis bolsillos allí mismo: las llaves de casa, una servilleta arrugada, cuarenta y tres rublos y el cable de mi teléfono. Nada de pasaportes ni de tarjetas de embarque.

      —¿Algún problema, señor? —intervino el tipo, también con aquella sonrisa de línea aérea.

      —No… Yo quiero significar…, sí. Uno un minuto, por favor —dije con mi inglés de cola de embarque.

      Nuevos pasajeros empezaban a llegar a la sala para tomar los próximos vuelos; sin embargo, ellos ya no habían pasado toda la noche en el aeropuerto. Mientras buscaba mi pasaporte, sentí que eran unos impostores, porque no había dormido y porque estaba convencido de que si uno toma un vuelo de Moscú a Barcelona, lo más digno es pasar toda la noche en vela y ver a hombres muertos, y recordar a sus padres, y hablar con mujeres que son obsesiones.

      13

      Me alegré de que me hubiera tocado el asiento de ventanilla, así podría apoyar la cabeza contra ella y suspirar de vez en cuando con la mirada perdida en las nubes. La melancolía es como la mujer del césar: no es solo un estado del alma, también su representación. A veces, más lo segundo que lo primero.

      Me había atado el cinturón de seguridad en cuanto me había sentado. Es lo que se recomienda, el protocolo. A mi izquierda, había un asiento vacío, entre una mujer gorda con el pelo cardado e innegablemente rusa (hombros anchos, rubia, combinación de colores vivos en su vestuario) y yo. Estiré mi pie izquierdo lo máximo que pude y suspiré.

      En la puerta de embarque había tenido que abrir otra vez la maleta. Debajo de la bolsa de la ropa sucia, había encontrado el pasaporte y la tarjeta de embarque. Agachado en el suelo, los levanté para que aquellos dos chicos que habían dudado de mi condición de pasajero legal se dieran cuenta de que estaban muy equivocados conmigo: todo bajo control. Yo era un tipo que cumplía la ley, que se abrochaba el cinturón cuando tocaba, que no se levantaba de su asiento hasta que el avión se detenía.

      En cuanto