Название | Los días ciegos |
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Автор произведения | Raúl Alonso Alemany |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412298222 |
—Su nombre es Valeri —respondió finalmente uno de los enfermeros, al tiempo que agitaba la cartera del muerto, atada con un viejo cordel—. Él tener treinta y siete años.
8
Nadie dijo lo que resultaba obvio: era imposible que ese hombre tuviera menos de sesenta años.
Nos quedamos en silencio, mirándonos los unos a los otros, hasta que el soldado veterano le dijo algo a su compañero, que abandonó la escena tras lanzarme una breve mirada que no supe cómo diantres interpretar. Tal vez se hubiera dado cuenta de que le había estado espiando. O puede que le llamara la atención que un best-seller de tres al cuarto a punto de ser descatalogado le estuviera hablando en su propio despacho en un idioma que no era tal. O quizá sucedía que habían reparado en que, a pesar de que un borracho había muerto, ellos debían seguir protegiéndonos del terrorismo internacional.
—Bueno, nosotros ir. Nosotros tener que coger este muerto hombre a la… —apuntó el enfermero, y finalizó la frase con una palabra en ruso que no pude entender, pues no tenía nada que ver con en tus ojos azules se puede ver el mar.
—Sí —dijo en ruso el soldado veterano. Tras hacer una pausa algo teatral, añadió en el inglés de nadie y clavándome la mirada—: Es mejor que cada uno vaya atrás a su sitio.
—Sí —coincidió el enfermero de los pelos negros en los dedos—. Esto es hora.
Los enfermeros se dieron la mano con el soldado y se colgaron sus maletines de primeros auxilios al hombro.
—¿Y los calcetines? —pregunté entonces, cuando los tres hombres ya me habían empezado a dar por descartado.
—¿En shock? —dijo el enfermero de la nariz morcillona—. ¿Qué quieres tú significar? ¿Quién es con shock?
—No, no, no shock. Yo quiero significar «zapatos» —aclaré, esta vez pronunciando mejor la palabra en inglés.
El soldado negó con la cabeza.
Sin necesidad de recurrir a un idioma parcialmente compartido, suspiró y se fue de allí: otro loco que andaba suelto por aquel sitio de paso. Tal vez cuando llegara a casa se lo contaría a su mujer: esta noche, en el aeropuerto, había un hombre muerto y un tipo que preguntaba por calcetines y zapatos.
El enfermero del sello dorado sonrió para sí.
—¿Zapatos? —dijo.
—Sí, zapatos —contesté
—¿Qué pasar con zapatos? —intervino el de la nariz morcillona.
—¿Cómo ser los zapatos? Los zapatos del muerto hombre —insistí.
—¿Por qué? —me preguntó el del sello dorado—. ¿Por qué tú querer saber esta cosa?
No supe muy bien qué responder, por lo que me limité a encogerme de hombros. Uno a veces quiere saber cosas solo por saberlas, ¿no? Por curiosidad humana pura y dura, porque es mejor saber que no saber, quise decirles.
El enfermero de cara pálida correspondió a mi gesto con uno igual: se encogió de hombros. Su compañero negó con la cabeza: un turno difícil y con ese frío. Y aún tendrían que darparte a la policía, llevar el cadáver al depósito, hacer un informe, hablar con el forense sobre cómo había muerto un hombre en el aeropuerto…, o vete a saber cómo funcionaban esas cosas en Moscú. Papeleo y más papeleo, y se acercaba la hora de desayunar.
—Yo también mirar los zapatos antes —dijo el enfermero amable—. Ser curioso, esto es la verdad.
Me observó y luego buscó con la mirada la complicidad de su compañero. Se dijeron algo en ruso, pero de nuevo no pude entender una palabra, nada de quédate conmigo para siempre. El enfermero del sello dorado hizo un gesto con la mano, levantándola hacia arriba, como un yo no quiero saber nada.
Su compañero le sonrió. Estiró hacia abajo el labio inferior, curvándolo ligeramente hacia la izquierda, abrió mucho los ojos y levantó las cejas al tiempo que hacía más estrecha su nariz. Todo un dispendio gestual que pretendía justificar lo que hizo a continuación.
Me indicó con la mano que le siguiera hasta la zona de los ascensores. Nos colocamos delante del cadáver, envuelto en la bolsa de plástico negro. Durante unos instantes, por fin me di cuenta de que todo aquello era un poco extraño. Pero las cosas siempre son raras a las cinco de la mañana.
—Vámonos a ver —dijo el enfermero de rostro pálido, rompiendo por fin el silencio en el que habíamos permanecido los últimos minutos, mientras él empujaba la camilla hasta allí y su compañero caminaba detrás de nosotros, a cierta distancia—. Esto es curiosidad —añadió, y me sonrió.
—Sí, por supuesto. Esto es solo la curiosidad —coincidí yo.
Me hubiera gustado añadir algo original, tal vez alguna cosa acerca de lo que sabía de los cadáveres, esa historia de los gusanos y de mi tío Jesús, por ejemplo, pero no recordaba cuál era la palabra inglesa para «gusanos». ¿Era «verruga»? ¿Era «caliente»? ¿Era «guerra»?
El tipo se acercó al cadáver y empezó a bajar lenta y teatralmente la cremallera del plástico negro que lo cubría.
Entonces vi su rostro. Vi la ropa deportiva que llevaba por encima de la cintura; el pantalón de pana que vestía por debajo, sin cinturón. Y por fin sus zapatos, la última cosa que me había permitido no pensar en por qué estaba pasando solo aquella noche en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.
El enfermero del rostro pálido dijo algo y sonrió.
Su compañero le acompañó en el gesto.
Más palabras en ruso.
Me fijé en el calzado del cadáver antes de que cerraran de nuevo la cremallera y los enfermeros se fueran de allí, dejándome otra vez solo, pensando en por qué le daba tanta importancia a que, la noche que debía ser la más bonita de mi vida, un hombre muerto que hacía unas horas había echado su aliento a vodka sobre mi rostro de cordero degollado vistiera unos mocasines de color marrón.
9
—¿Conoces la historia de Psaménito, rey de Egipto? —me preguntó Maria Elena, dicho a la italiana, con acento en la primera «e».
—Me suena de algo, pero no sé de qué. Puede que la leyera hace algún tiempo —respondí, un poco porque era posible que así fuera, un poco para cubrirme las espaldas y disimular mi ignorancia—. Ya sabes…, últimamente mi memoria es como el olvido. Eso y que empieza a hacer demasiado tiempo de algunas cosas… y de libros que leí.
—Empezamos a ser unos viejos, ¿no? —dijo ella, y me la imaginé levantando las cejas como hacía quince años, cuando la conocí—. Lo cuenta Montaigne al principio de sus Ensayos. Estoy preparando una clase sobre él; tampoco te creas que lo sé por otra cosa —mintió—. Psaménito fue apresado por Cambises, rey de los persas. Al poco de estar recluido, vio pasar por delante de él a su hija, a la que habían convertido en una criada; la habían enviado a por agua y caminaba con la cabeza gacha y con los vestidos propios de una esclava. El rey se mantuvo firme, sin hacer demostración alguna de su dolor; por el contrario, sus amigos se echaron a gemir y a gritar por la humillación. Poco después, Psaménito vio pasar a su hijo, a quien conducían al patíbulo, donde lo ejecutaron. Pero él mantuvo la misma actitud: flemático, como si cualquier dolor que pudieran infligirle fuera insuficiente. Sin embargo, al cabo de unos días, desfiló ante él uno de sus soldados hecho prisionero. Y entonces el rey se echó a llorar con desesperación: mesándose los cabellos, gimiendo de pena, gritando fuera de sí.
—Estoy un poco espeso, Maria Elena —respondí—. Son las cinco de la mañana —añadí sin mirar el reloj.
Ella se rio al otro lado del teléfono,