Название | Los días ciegos |
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Автор произведения | Raúl Alonso Alemany |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412298222 |
Pensé que tal vez fuera una señal que se me pusiera a hablar precisamente en ese momento. ¿Estaba mandándome señales el universo a través de un personaje de mi imaginación?
—Yo cambiar el planeador en el último minuto —añadió—. Ahora yo ir a otro lugar. El hombre nunca sabe dónde es el final —repitió.
—Sí —dije. Y no sé si fue la madrugada o si fue porque quería otra señal, algo que volviera a dejar clarísimo que todo Sheremetievo hablaba de mí, pero el caso es que le pregunté—: ¿Y la chica del largo pelo?
Una sombra cruzó su rostro. Había leído muchas veces esa frase en las novelas que había corregido y leído durante años. A Millás le había leído que frases como aquella ocupaban un lugar en el manual de estilo junto a expresiones como «Cruzó el zaguán», «Olía a naftalina», «Lo miró de hito en hito» o «Frunció el ceño». Pero nunca había visto una frase como esa en tres dimensiones.
Todavía con el móvil y las palabras milagrosas en mis manos, sentí que finalmente la literatura me había atrapado. Ahora sí que era el protagonista de todas las novelas, ahora sí que todos los géneros se confundían en una sola vida, aunque para ello hubiera tenido que cruzar Europa y pasar una noche en un aeropuerto.
La respuesta a por qué de mi soledad en Sheremetievo el día en que le dije a la mujer a la que quería que se quedara conmigo para siempre tenía que ver con cómo me había convertido yo mismo en frases de libros que había leído centenares de veces.
—El hombre nunca sabe dónde es el final —repitió por tercera vez el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha—. La sola opción para conseguir el amor de una mujer es estar paciente —añadió, y se fue de nuevo, sin tocarse el sombrero que no llevaba.
Cerré los ojos unos segundos. Las lentillas me molestaban, pero siempre me las pongo cuando he de coger un avión. Me parece que en caso de accidente aéreo es mejor llevar lentes de contacto que gafas, por si hay que ver llegar de lejos las cosas.
Al abrir los ojos, el tipo sin sombrero había desaparecido, y no supe si me lo había imaginado todo. Grupos de pasajeros empezaron a formar colas con pasaportes y billetes en las manos. En fila india, en desorden, con cara de dormidos. En el aire, seguía aquel bullicio alegre y tenso que precede al momento de embarcar: como si no fuera insensato meterse en una cápsula forjada de un material desconocido, con toda esa chapa de pintura blanca y ese cubículo pequeño dispuesto a sobrevolar miles de kilómetros a miles de metros de altura.
Volví entonces a mirar el móvil (cable rojo, cable azul; guardián que dice la verdad, guardián que cuenta siempre mentiras) y ya no vi las infalibles palabras de amor que había escrito para Masha. Solo la pantalla en negro del teléfono; la batería se había agotado mientras el tipo que no llevaba sombrero de ala ancha me decía que nunca se sabe dónde está el final.
En lo alto, una pantalla anunció que quedaban menos de diez minutos para embarcar, el final de mi viaje de amor.
12
Volqué mi maleta en el suelo y desparramé su contenido en busca del cargador del móvil. Algunos pasajeros que compartían conmigo la sala de espera detuvieron sus carcajadas; otros suspendieron sus gestos; hubo quien canceló un bostezo nervioso o inconsciente.
Alguien que deshace la maleta antes de entrar en un avión es el mundo al revés. Todos me miraron.
Esparcí las cosas allí mismo: ropa sucia metida en una bolsa de un supermercado; un neceser de color verde que había comprado en un chino por cincuenta céntimos, ya con la cremallera rota; dos libros que apenas había leído en aquellos días: Una novela rusa, de Emmanuel Carrère, y La historia del amor, de Nicole Krauss; una máquina de afeitar y unas zapatillas de deporte que no había usado; un jersey gordo de color azul que me había comprado para la ocasión; dos camisetas térmicas que desprendían un desagradable olor a colonia y sudor; calcetines, muchos calcetines, gordos, porque yo siempre tengo frío en los pies.
Todas las cosas necesarias para sobrevivir a una historia de amor no correspondido y al frío de Moscú, a una línea desdibujada y a la nieve. Y por fin, debajo de toda mi vida desparramada, el cargador del móvil: blanco, largo y ligeramente pelado en el punto de unión con la clavija.
Miré a mi alrededor para comprobar si la gente seguía pendiente de mí, pero ya solo me observaba una niña japonesa con los ojos bien abiertos, como un dibujo animado. Apoyaba la cabeza en el hombro de su madre y me sonreía. A ella no se le olvidaba que yo era un hombre raro. O puede que para ella aquello no fuera más que un juego; por eso, en cuanto volví a meter apresuradamente mis cosas en la maleta (cuatro minutos para que empezara a embarcar la gente en el avión de vuelta a Barcelona), la niña dobló el labio inferior hacia abajo en busca del temblor y del llanto.
Me la quedé mirando durante unos segundos, suplicándole su complicidad y silencio, para que no me delatara, como un preso huido que busca la ayuda de un guardia novato. Pero no funcionó: la cría se echó a llorar.
Así pues, el día en que le pedí a la mujer a la que amaba que pasara el resto de su vida conmigo, hice llorar a una niña japonesa. Me consolé con la idea de que tal vez dentro de muchos años vería imágenes de un programa de televisión japonés en el que los concursantes deberían tomar un avión rumbo a un destino desconocido, pero antes de hacerlo tendrían que superar una serie de pruebas, una de las cuales sería deshacer las maletas y encontrar un cable blanco ligeramente pelado que les serviría para mandar un mensaje de amor que ni un artificiero. Quizá mi desorden sería el germen que pondría orden en la mente en crisis de esa niña convertida en creadora de concursos televisivos japoneses veinte o treinta años más tarde.
Había perdido otro minuto más por culpa de aquella cría y por pensar esa idiotez. Que la niña llorara, qué más daba. Quien bien te quiere te hará llorar. Además, por lo que yo sabía, eso era básicamente lo que hacían los niños: llorar, hacérselo encima y reír sin sentido. Como cuando todo acaba. La rueda de la vida, de la infancia a la vejez. Pensé en mi padre, en mí mismo convirtiéndome en él.
Busqué un enchufe debajo de los asientos, entre los pies de varios pasajeros que me miraron con desconfianza. Tres minutos para entrar por aquel tubo gris camino del avión y no había dónde enchufar el teléfono y poder mandar mi mensaje redentor. La llave de la felicidad en una oración principal precedida de una subordinada. Pero no había enchufe a la vista. Y, por muy talentosa que fuera mi frase, sin corriente eléctrica no me serviría de nada.
Seguía teniendo una fe inquebrantable en las palabras, pero carecía de energía.
Cogí la maleta por el asa corta y busqué un enchufe debajo de otros bancos, pero los arquitectos rusos no habían previsto que un español enamorado tuviera que mandar un mensaje de vital importancia justo antes de tomar un avión poco después de quedarse sin batería.
Vi a una mujer rubia de espaldas anchas y ropa de vivos colores caminar por un pasillo poco iluminado y con baldosas amarillentas. Llevaba un neceser en la mano. Sonreí: seguro que en el lavabo encontraría un enchufe para desactivar la bomba.
Una cola de mujeres aguardaba su turno, mientras los hombres iban pasando al servicio de caballeros como si tal cosa. Empujé la puerta del lavabo con cierta aprensión, intentando no tocar el pomo, donde imaginé campando a sus anchas a un sinfín de bacterias procedentes de cualquier lugar del mundo: microbios rusos, chinos, españoles, franceses, coreanos, italianos, colombianos… Un montón de palabras, acentos y orina que, a la que te descuidaras, te podría inocular un virus que te hiciera olvidar hasta el color de los zapatos que llevabas puestos.
Al entrar me quedé quieto al lado de la puerta. Miré la zona de los lavamanos. Solo vi un enchufe y no estaba disponible. Lo ocupaba un hombre de rasgos asiáticos que apuraba con su máquina de afeitar una barba invisible. Ese ruido de la maquinilla me taladró el cerebro de inmediato, igual que la mirada