Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany

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Название Los días ciegos
Автор произведения Raúl Alonso Alemany
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412298222



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ido separando más y más de la posibilidad de que mi gran viaje de amor tuviera un final feliz. Empezaba a tener claro que Masha estaría durmiendo plácidamente mientras yo tenía mis botas plantificadas en medio del insomnio del aeropuerto internacional de Sheremetievo, en pleno amor no correspondido.

      No es lo mismo el desamor que el amor no correspondido. El primero tiene que ver con un material que se deshace lentamente, algo que se borra como una línea dibujada con tiza en la pizarra de una escuela: queda el rastro después de todos los borrados, pero cada vez más difuso y menos claro. El segundo, el amor no correspondido, traza la línea una y otra vez, cada vez con más fuerza, cada vez más clara la raya blanca sobre la superficie verde; esa línea que une los dos puntos y que no dejas de recorrer hasta casi horadar la superficie.

      Y en eso andaba pensando, dándome importancia y revolcándome como un cochino en mi nostalgia, cuando me choqué con el hombre y sus zapatos.

      La vida entera de alguien está en sus zapatos; suelen pasar desapercibidos, como lo sustancial. En las descripciones de los criminales jamás se habla de los zapatos. Suele hablarse del color del cabello, de la forma de la cara, del tamaño de los ojos. De la vestimenta, de si llevaba gafas o una gorra. Pero casi nunca de los zapatos. Y por tal razón allí debería buscarse una respuesta. ¿Cuántos crímenes se hubieran resuelto antes si el testigo de turno se hubiera fijado en el calzado y no tanto en lo más aparente? «Es culpable, señoría: llevaba unos zapatos marrones con unos cordones de color azul cielo». «Culpable: que le corten la cabeza». Y mazazo y a otra cosa.

      Lo esencial radica en lo invisible. ¿No decía algo parecido Saint-Exupéry? Claro que él estrelló su avión en no se sabe dónde, quizá contra una montaña enorme que era lo opuesto a lo invisible, pero que sí que resultaba esencial.

      Los zapatos del hombre sin sombrero de ala ancha eran negros, con un lazo estrictamente apretado en el centro. Rígido, el cordón era fino y tenía las puntas intactas; los extremos por donde a veces se escapa un hilo lo mantenían bien sujeto. Estaba todo atado y bien atado, me dije a mí mismo, al tiempo que intentaba averiguar algo de él a través de su calzado. Lo pulidos que estaban sus zapatos indicaban que, o bien eran nuevos, o bien los cuidaba mucho. Intenté ser listo, perspicaz y detectivesco.

      Con la vista pegada al suelo, oí que el hombre tosió. En su tos no detecté ningún acento, ninguna peculiaridad que me dijera algo más de él.

      —Excúseme —me dijo en un inglés que traduje inmediata y literalmente al español.

      —No problema —le contesté yo mientras alzaba la cabeza para toparme con su rostro de cerca.

      Sonreía, aunque no parecía estar riéndose de nada. Fue entonces cuando vi su mano peluda y un anillo que parecía de oro.

      —¿Has perdido tú tu planeador? —me preguntó, poniendo a prueba mi inglés de aeropuerto.

      —Sí, yo perder el planeador porque llegar tarde por cosas —le respondí, esbozando a mi vez una sonrisa boba.

      El tipo asintió con la cabeza. En ese momento, hubiera sido perfecto que tuviera un sombrero de ala ancha, porque así se lo hubiera podido tocar con el dedo índice para despedirse cordialmente después de aquel intercambio en el lenguaje internacional auxiliar de compás de espera y pasillos de aeropuerto.

      —Algo similar sucede a mí —dijo—. Yo tener esperar toda la noche por coger el próximo planeador. Es mejor a pagar otra noche en hotel.

      —Sí, esto es la verdad —le respondí.

      Y lo siguiente fue el silencio incómodo de la lengua internacional auxiliar cuando ya no tienes ganas de seguir tirando de los tópicos que se me pasaron por la cabeza en una sucesión fulgurante «Esto es frío», «Hay muy gente durmiendo hoy aquí», «Yo estoy español».

      —Mi nombre es David. Bonito conocerte —dije finalmente.

      Y el tipo asintió, como si ya lo supiera o como si le importara un bledo.

      Seguimos sonriéndonos como dos bobos hasta que oímos, a cinco metros de distancia, un golpe seco. Un golpe que, tremendo y pastoril, pensé que sonaba como el ruido del amor no correspondido: seco, duro, indiferente. Sin embargo, aquel golpe había sido el sonido de un hombre muerto cayendo al suelo: seco, duro e indiferente.

      El tipo que no llevaba sombrero de ala ancha se dio la vuelta con una cadencia robótica. Ambos nos acercamos a donde había caído el hombre y, para mi sorpresa, reconocí al instante de quién era ese cadáver.

      7

      —¿Sabes lo que es un cadáver? —me preguntó mi tío Jesús.

      Yo, que sí lo sabía, porque a pesar de ser un crío ya había averiguado hacía tiempo qué era la muerte, porque sabía que la muerte era la no vida (pues así solían definirse las cosas y las personas, por su contrario, por lo que se descartaba), me encogí de hombros al intuir que aquella no era la respuesta que me iba a dar mi tío, que siempre me miraba con sus grandes gafas de sol, en las que podías ver reflejado tu propio rostro, amenazante y curvo.

      —Pues viene del latín —dijo él con satisfacción mientras pulía un rayajo de su BMW, que era verde, tenía una banderita de España al lado de la matrícula y dos botines cántabros de imitación colgados del espejo interior del coche—. Del latín, como los niños —aclaró, y se rio, mi tío Jesús, que era el dueño de una funeraria que le pagaba esos coches y esas gafas de sol con las que podías ver el mundo y te veías a ti mismo desde una perspectiva completamente distinta: oscura y deforme—. Pues, según cuentan, la palabra «cadáver» surge de la unión de tres palabras, como la Trinidad, ya ves, niño. ¿Sabes qué tres palabras? ¿No? Caro data vernibus —dijo, arrastrando aquel latinajo como si estuviera descubriendo el milagro no revelado de Fátima—. Ca-dá-ver. Esto es, niño: carne dada a los gusanos —añadió, antes de escupir sobre la superficie de su cochazo para limpiar una mota de polvo casi invisible y olvidar toda erudición.

      Y eso era un cadáver, algo que se daba a los gusanos; algo que en una acumulación perfecta y estudiada pagaba automóviles de importación; algo que te encontrabas tirado en el suelo de un aero­puerto del este de Europa cuando habías ido persiguiendo una historia de amor.

      Reconocí el tono rojizo de su nariz. Sus ojos todavía dejaban intuir ese aire vidrioso que le debía de haber acompañado en los últimos tiempos: los tenía abiertos, como si la muerte aún pudiera pillar por sorpresa a alguien. Hacía unas horas aquel hombre me había recordado cómo podía ser de terca la realidad. Yo, que me creía un Romeo redivivo, había recordado gracias al aliento de un hombre muerto que era un estúpido.

      —¿Qué pasar? —le pregunté al hombre que no llevaba sombrero de ala ancha cuando llegué a su altura.

      Pero no necesitaba respuesta. Un muerto. Pasaba un muerto, que es casi todo lo que puede pasar en esta vida.

      —Este hombre ser muerto —me respondió él con la mirada fija en el tipo que hacía unas horas había soltado sobre mí su aliento de vodka.

      Enseguida apareció más gente alrededor del cadáver, un montón de personas que se apelotonaron a mi espalda y frente a mis ojos. Los cuchicheos se agolparon a nuestro alrededor en varios idiomas: ruso, inglés, francés, italiano, chino y algún otro que no supe reconocer. El español sonaba solo en mi cabeza, completamente aislado en el este de Europa.

      El hombre que había vertido hacía unas horas la cruda realidad frente a mi cara de cordero degollado yacía a nuestros pies, como un charco que todos mirábamos sin atrevernos a cruzar por encima de él, por si salpicaba y nos mojábamos de arriba abajo, irremediablemente.

      El murmullo fue creciendo, aunque yo permanecí en silencio. ¿Qué se podía decir delante de un hombre muerto que hacía apenas unas horas te había enseñado lo último que habías aprendido y lo primero que olvidarías? Otra vez comencé a pensar que todo hablaba de mí: las voces, las canciones, las miradas… Hasta los muertos hablaban de mí.

      Un sonido gutural cortó poco a poco el murmullo de la gente. Cuando se hizo más evidente,