Название | Los días ciegos |
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Автор произведения | Raúl Alonso Alemany |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412298222 |
—No sé si es una cuestión de justicia —repliqué, casi como una prueba de vida, para dejar claro que seguía allí y la escuchaba.
—Resulta que vivimos en un universo que se expande, en el que brillan unas estrellas que llevan miles de años muertas, en un caos agónico al que, a pesar de todo, intentamos dar orden. ¿Y sabes por qué?
—¿Porque somos unos románticos, Maria Elena?
—Y unos nostálgicos. Echamos de menos la época en la que el mundo tenía sentido, en la que podíamos entender las cosas que sucedían. Un tiempo en el que había suficiente con el misterio no revelado. Pero, malas noticias, querido, ese mundo explotó: se vino abajo hace muchos muchos años. Se fue donde tú y yo sabemos.
«A la mierda», dijimos los dos a la vez.
Oí el correr de una persiana metálica, vi a una pareja de turistas franceses que dormían en un banco contiguo al mío e imaginé a Maria Elena Padovani a siete mil quinientos kilómetros de distancia andando por su pequeño apartamento de Nueva York.
Después de que se hubieran llevado el cadáver de los mocasines marrones, me había sentado cerca de los paneles que anunciaban las salidas de los próximos vuelos. Unas horas y abandonaría esa ciudad. Nada se acaba del todo, nunca, pero un rastro de sequedad en la boca me advirtió de que si no se terminaba sí que palidecía hasta casi no verse. A mi gran viaje de amor se le empezaban a ver las costuras como a un texto improvisado que no ha pasado por las manos de un editor: con personajes de mentira, con frases que pesan como piedras de mil kilos, con un largo y desmedido etcétera.
Entonces, cuando los enfermeros se habían ido con el cadáver, cuando no vi a los guardias con sus trajes de camuflaje ni pude espiar la conversación de una chica con una melena de cuento, cuando la realidad me golpeó solo en un banco de un aeropuerto lejano, volví a sentirme como un verso suelto que alguien había escupido al suelo con desprecio.
Volví a preguntarme entonces qué diablos hacía allí aquella noche, y cuando sentí que nada tenía sentido, pensé en Maria Elena. Regresé a ella, como siempre.
10
—¿Se te ocurre alguna idea para curar el mal de amor? —me había dicho Maria Elena al poco tiempo de que empezáramos a hablar aquella noche, entre Moscú y Nueva York.
Se me pasaron por la cabeza una sucesión de respuestas soeces. En la facultad, en su año de Erasmus, habíamos asistido juntos a una clase que tenía el sugerente nombre de «La enfermedad de amor». Versaba sobre poesía medieval y textos médicos que explicaban los síntomas del mal de amor, y acerca de cuáles eran los remedios que se aplicaban para su curación. Había sangrías, ungüentos e invocaciones. Había nombres y conceptos desordenados en mi memoria: Arnau de Vilanova, cancioneros o absentia amantis, y el recuerdo del profesor que impartía aquella asignatura: la imagen menos erótica del difunto imperio de Occidente. Bienvenido Ahrens tenía unos sesenta años, el pelo cano y gafas de concha. Parecía estar burlándose de sí mismo y de todos nosotros, desafiando su discurso con su imagen. Si supiera a qué huele exactamente la naftalina, diría sin miedo al tópico que aquel hombre nos hablaba de vulvas, versos y humores oliendo a naftalina. Él también había sido la cruda realidad.
—No me irás a decir tú también lo de que con un clavo se quita otro clavo —le respondí.
—¿Qué clavo?
—Es una cosa que se dice en español —aclaré—. Te puedes imaginar a qué me refiero.
—Qué bruto.
—Bueno, soy un ser vulgar. De todos modos, está basado en pruebas científicas y en textos medievales. ¿Te has olvidado de todo lo que aprendimos en la facultad?
—Ya me hubiera gustado olvidarme —me respondió—, pero por desgracia no puedo hacerlo: ahora soy yo la que debo repetir esas cosas tan divertidas en aburridas clases universitarias de literatura para futuros profesores tan aburridos como yo. Por lo demás, esas cosas, una las empieza a degustar con los años. Y, bien mirado, tampoco es que nosotros hayamos salido tan mal, ¿no?
—No, no, está claro… Estamos estupendos. Eso es innegable, no hay más que verme.
—A mí las arrugas me sientan bien. Eso sí que es innegable —replicó Maria Elena—. Por no hablar de que dentro de no demasiado tiempo me alcanzará la menopausia. Estoy esperándola con los brazos abiertos. Ya verás… Te llamaré para celebrarlo. Te encantará el carácter que se me va a poner.
—¿Y cómo se cura? —le pregunté.
—La menopausia es como la vida: no se cura, se vive y punto. —Hizo una pausa—. En cuanto al mal de amor, claro que me acuerdo de lo que decían esas clases. Ya te digo que ahora son mías. Pero me refería a otra cosa. Estoy hablando de un primo de mi abuela. ¿Te cuento la historia?
—Claro, me encantan las historias. Vivo para ellas.
A siete mil quinientos kilómetros de distancia, algo se cayó en el apartamento de Maria Elena. Ella soltó una maldición y yo oí sus pasos al otro lado del mundo.
—Se llamaba Francesco —dijo mientras barría el suelo de su apartamento—. ¡Un italiano que se llama Francesco! Es tan común que suena poco creíble, ¿no? Pero la vida es poco creíble —bromeó con voz sentenciosa—. Mira a tu alrededor y dime si no es cierto. ¡Pensar que podrías conquistar Rusia! ¡Y en pleno invierno! Ni Napoleón pudo hacerlo. ¿A quién se le ocurre?
Me la imaginé negando con la cabeza, con esa sonrisa que hacía años había sido el principio de la vida.
—Sí, no parece que esté funcionando…
—Francesco era relojero —dijo Elena ignorando mi respuesta—. Reparaba relojes, pero también los hacía. Te estoy hablando de hace ochenta o noventa años, cuando esas cosas tenían un valor. La función de los relojes era distinta: eran solo un recordatorio, no una presencia. El tiempo lo medían los relojes de los campanarios, imagínate. Qué mundo extraño, ¿no? La gente solía acercarse a las plazas de los pueblos para comprobar qué hora era, pero lo hacían solo de vez en cuando, supongo que en el fondo no les importaba. En general, si no hay relojes, no hay prisa.
»El primo Francesco había sido aprendiz en una relojería. Había ido aprendiendo el oficio paso a paso. Se puede tardar años en comprender la mecánica de un reloj, es algo bastante complejo. Pero finalmente él mismo se había convertido en maestro relojero, por así decirlo. Y, por una serie de circunstancias que no vienen al caso y de las que no me acuerdo, se había quedado con el negocio. Imagínate. Recuerda un poco a Cinema Paradiso, ¿no? La historia del aprendiz que se convierte en maestro en un pueblecito de Italia perdido de la mano de Dios. Así somos los italianos: unos nostálgicos. Pero Francesco no se fue a la capital, ningún Philippe Noiret le dijo: «Lárgate de aquí, sal de este pueblo, vive, pero vive lejos de aquí». Nada de eso. Y, por lo visto, Francesco prosperó: no tenía aún treinta años y ya era dueño de un lucrativo negocio. En un pueblo pequeño, sí, pero es que sus clientes venían también de otras poblaciones. Su prestigio había crecido: el boca a boca, ese marketing avant la lettre. Los clientes llegaban uno a uno de todos lados con sus relojes en las manos para que aquel médico de las horas y los segunderos los curase. —Se rio—. Me ha quedado bien, ¿no?
—Sí, lo de «médico de las horas y los segunderos» ha sido tremendo.
—Soy bastante buena… Ya te puedes imaginar lo que va a pasar ahora en mi relato: aparece la chica de la historia. Todo se va a ir a la mierda, catalán: te lo adelanto para que no sufras innecesariamente, que sé que eres muy sensible. Porque al relojero no se le ocurrió otra cosa que enamorarse. ¿Te lo puedes creer? Y lo hizo de una mujer bastante mayor que él.
»Primero